Plataforma (28 page)

Read Plataforma Online

Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
8.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y qué pasa con España?

—Tenemos un buen contacto con Marsans. Es un caso parecido, salvo que son más ambiciosos; llevan algún tiempo intentando implantarse en Francia. Yo tenía el temor de que estuviéramos haciéndole la competencia a su oferta, pero no, ellos la consideran complementaria.

Se quedó pensativa un instante antes de continuar:

—¿Y qué hacemos con Francia?

—Sigo sin saberlo… A lo mejor es una estupidez por mi parte, pero me da mucho miedo desencadenar una campaña de prensa moralista. Claro, podríamos hacer un estudio de mercado, poner a prueba el concepto…

—Tú nunca has creído en esas cosas.

—No, es verdad… —Dudó un momento—. De hecho, estoy tentado de hacer un lanzamiento mínimo en Francia, sólo a través de la red Auroretour. Con publicidad en revistas muy especializadas, como
FHM o L’Écho des Savanes
. Pero, al menos al principio, deberíamos concentrarnos en el norte de Europa.

La cita con Gottfried Rembke era el viernes siguiente.

La víspera, Valérie se puso una mascarilla relajante y se acostó muy temprano. Cuando yo me desperté, a las ocho, ella ya estaba lista. El resultado era impresionante. Llevaba un traje sastre negro, con una falda muy corta que le moldeaba el culo a las mil maravillas; debajo de la chaqueta se había puesto una blusa de encaje violeta, ajustada y en algunos sitios transparente, y un sujetador de color escarlata que le levantaba el pecho y lo dejaba muy al descubierto. Cuando se sentó frente a la cama vi las medias negras degradadas hacia arriba, sujetas por un liguero. Llevaba los labios pintados de rojo oscuro, casi púrpura, y se había recogido el pelo en un moño.

—¿Doy el pego? — preguntó, burlona.

—Vaya que sí. Las mujeres, desde luego… —suspiré—.

Cuando quieren poner algo de relieve…

—Es mi disfraz de seductora institucional. También me lo he puesto un poco por ti; sabía que te gustaría.

—Volver a erotizar la empresa… —gruñí. Ella me tendió una taza de café.

Hasta que se marchó no hice otra cosa que mirarla ir y venir, levantarse y sentarse. Puede que no fuera gran cosa, bueno, era muy sencillo, pero desde luego
daba el pego
.

Cuando cruzaba las piernas, aparecía una banda oscura en lo alto de los muslos, subrayando por contraste la extrema delicadeza del nylon. Si las cruzaba más, se veía una banda de encaje negro un poco más arriba, y luego el botón del liguero, la carne blanca y desnuda, la base de las nalgas. Cuando descruzaba las piernas, todo desaparecía. Si se inclinaba sobre la mesa, sentía sus pechos palpitar bajo la tela. Podría haberme pasado horas mirándola. Era un placer fácil, inocente, eternamente alegre; una pura promesa de felicidad.

Tenían que verse a la una en el restaurante Le Divellec, rue de l’Université; Jean-Yves y Valérie llegaron con diez minutos de antelación.

—¿Cómo empezamos? — se inquietó Valérie mientras salían del taxi.

—Psch, sólo tienes que decirle que queremos abrir unos burdeles para boches… —Jean-Yves hizo una mueca cansada—. No te preocupes, no te preocupes, él mismo preguntará lo que le interese.

Gottfried Rembke llegó a la una en punto. En cuanto entró en el restaurante y le dio el abrigo al camarero, supieron que era él. El cuerpo rechoncho y sólido, el cráneo reluciente, la mirada franca, el enérgico apretón de manos: todo en él respiraba soltura y dinamismo, correspondía perfectamente a la idea que uno se hace de un gran empresario, y más concretamente de un gran empresario alemán. Uno se lo imaginaba saltando sobre el día con entusiasmo: levantándose de la cama de un brinco para hacer media hora de bicicleta estática, y luego camino al despacho en su flamante Mercedes, escuchando la información económica.

—Este tío parece perfecto… —gruñó Jean-Yves al levantarse, todo sonrisas, para saludarle.

Durante los diez primeros minutos, Herr Rembke sólo habló de cocina. Estaba claro que conocía bien Francia, su cultura, sus restaurantes; incluso tenía una casa en Provenza.

«Impecable, el tío; impecable…», pensó Jean-Yves, examinando su consomé de langostinos al curasao. «
Rock and roll, Gotty
», añadió mentalmente, hundiendo la cuchara en el plato. Valérie lo hacía muy bien: escuchaba con atención, le brillaban los ojos como si hubiera sucumbido al encanto del hombre. Quiso saber dónde estaba exactamente la casa de Provenza, si tenía tiempo para ir a menudo, etc. Ella había pedido una crema de nécoras con frutas del bosque.

—Así que le interesa el proyecto… —continuó Valérie, sin cambiar de tono.

—Verá —dijo él con tono pensativo—, sabemos perfectamente que el «turismo con encanto» —había tropezado un poco con la expresión— es una de las motivaciones principales de nuestros compatriotas cuando salen de vacaciones al extranjero;
y por otra parte es comprensible, no hay manera más deliciosa de viajar
. Sin embargo, y es curioso, ningún gran grupo ha estudiado seriamente el tema hasta ahora, dejando aparte algunas tentativas, muy insuficientes, destinadas a la clientela homosexual. En esencia, por sorprendente que parezca, estamos frente a un mercado virgen —Es un asunto polémico, creo que la mentalidad todavía tiene que evolucionar… —intervino Jean-Yves, dándose cuenta de que estaba diciendo una chorrada— a los dos lados del Rhin —concluyó del modo más lamentable.

Rembke le miró con frialdad, como si sospechara que se estaba riendo de él; Jean-Yves volvió a meter la nariz en su plato y se juró no decir una palabra hasta el final de la comida. De todas formas, Valérie se las estaba arreglando de maravilla.

—No traslademos los problemas franceses a Alemania…

—dijo ella, cruzando las piernas con un movimiento ingenuo.

Rembke volvió a prestarle toda su atención.

—Nuestros compatriotas —continuó él— sólo pueden contar consigo mismos, y a menudo se las tienen que ver con intermediarios de dudosa honestidad. En general, el sector está plagado de aficionados; lo que constituye una enorme pérdida de ingresos para el conjunto de la profesión.

Valérie asintió rápidamente. El camarero trajo un asado de pez de san Pedro con higos tempranos.

—Su proyecto —siguió él, después de echarle una mirada al plato— nos ha interesado también porque supone una total alteración de la óptica tradicional de la estancia en club. Lo que a principios de la década de los setenta era una fórmula bien adaptada, ya no corresponde a las expectativas del consumidor moderno. Las relaciones humanas en Occidente se han vuelto más difíciles, y claro, eso lo lamentamos todos… —dijo mirando otra vez a Valérie, que descruzó las piernas con una sonrisa.

Cuando llegué del trabajo, a las seis y cuarto, ella ya había vuelto. Me quedé un poco sorprendido: creo que era la primera vez que la encontraba en casa desde que vivíamos juntos. Estaba sentada en el sofá, todavía con su traje, con las piernas ligeramente separadas. Miraba al vacío, parecía pensar en cosas felices y dulces. Yo no lo sabía en aquel momento, pero en cierto modo estaba viendo el equivalente de un orgasmo en el plano profesional.

—¿Ha ido todo bien? — pregunté.

—Mejor que bien. He vuelto en cuanto hemos terminado de comer, sin pasar por el despacho; no veía qué más podíamos hacer esta semana. No sólo se ha interesado por el proyecto, sino que tiene la intención de convertirlo en uno de sus productos estrella en cuanto empiece la temporada de invierno. Está dispuesto a financiar la edición de un catálogo y una campaña de publicidad especialmente concebida para el público alemán. Cree que él solito puede garantizar la ocupación completa de los clubs que tenemos; incluso nos ha preguntado si había otros en construcción. Lo único que quiere es la exclusividad en su mercado: Alemania, Austria, Suiza y Benelux; sabe que también estamos en contacto con Neckermann.

»He reservado un fin de semana —añadió— en un centro de talasoterapia en Dinard. Creo que lo necesito. Podemos aprovechar para visitar a mis padres.

El tren salió de la estación de Montparnasse una hora después. La tensión acumulada desapareció rápidamente al correr de los kilómetros y se convirtió en una tensión normal, es decir, más bien sexual y juguetona. Los últimos edificios del extrarradio desaparecían a lo lejos; el TGV se aproximaba a su velocidad máxima, justo antes de entrar en la llanura de Hurepoix. Un resto de día, un tinte rojizo casi imperceptible, flotaba hacia el oeste, por encima de la masa oscura de los silos de grano. Estábamos en un vagón de primera clase dividido en semicompartimentos; sobre las mesas que separaban los asientos, las lamparitas amarillas ya estaban encendidas. Al otro lado del pasillo, una mujer de unos cuarenta años, elegante y conservadora, con el pelo rubio recogido en un moño, hojeaba
Madame Figaro
. Yo había comprado el mismo periódico, e intentaba sin mucho éxito encontrar algo de interés en las páginas de color salmón. Desde hacía unos cuantos años, acariciaba la idea teórica de que era posible descifrar el mundo y comprender sus evoluciones dejando de lado todo lo relacionado con la actualidad política, las páginas de sociedad o la cultura; que era posible hacerse una idea correcta del movimiento histórico solamente con la lectura de las noticias económicas y bursátiles. Así que me obligaba a la lectura diaria de las páginas salmón de
Le Figaro
, que a veces completaba con publicaciones todavía más áridas, como
Les Échos o La Tribune Desfossés
. Hasta el momento, no había modo de probar mi tesis. Era posible, sí, que aquellos editoriales de tono mesurado y aquellas columnas de cifras dejasen traslucir informaciones históricas importantes, pero también podía ser cierto lo contrario. La única conclusión a la que había llegado es que la economía era terriblemente aburrida. Al alzar los ojos de un breve artículo que intentaba analizar la caída del Nikkei, me di cuenta de que Valérie había empezado a cruzar y descruzar las piernas; me miraba con una media sonrisa. «Descenso a los infiernos en la Bolsa de Milán», leí antes de dejar el periódico.

Tuve una súbita erección al descubrir que ella había conseguido quitarse las bragas. Vino a sentarse a mi lado y se acurrucó contra mí. Se quitó la chaqueta y me la puso en las rodillas. Yo eché una ojeada a mi izquierda: nuestra vecina parecía absorta en su revista, más concretamente en un artículo sobre los jardines de invierno. Ella también llevaba un traje sastre con la falda ajustada y medias negras; iba de
burguesa excitante
, como suele decirse. Valérie metió el brazo bajo la chaqueta que se había quitado y me puso la mano en el sexo; yo sólo llevaba un pantalón de algodón fino, la sensación era terriblemente precisa. La noche ya había caído del todo. Me arrellané en el asiento y le metí una mano por debajo de la blusa. Aparté el sujetador, le rodeé el seno derecho con la palma y empecé a acariciarle el pezón entre el índice y el pulgar. Más o menos a la altura de Mans, ella me abrió la bragueta. Sus movimientos eran de lo más explícito, seguro que nuestra vecina se estaba enterando de todo. En mi opinión, es imposible resistirse mucho rato a una masturbación realizada por una mano realmente experta. Eyaculé un poco antes de Rennes, sin poder contener un grito ahogado.

—Voy a tener que llevar el traje a la tintorería… —dijo Valérie tranquilamente.

La vecina nos miró, sin disimular su diversión.

Aun así, me sentí un poco incómodo en la estación de Saint-Malo, al ver que subía con nosotros en el minibús que iba al centro de talasoterapia; pero Valérie, sin cortarse ni un pelo, se puso a charlar con ella sobre los diferentes tratamientos. Yo nunca he desenmarañado los méritos respectivos de los baños de barro, las duchas terapéuticas y lo de envolverse el cuerpo en algas; al día siguiente me conformé, poco más o menos, con chapotear en la piscina. Estaba haciendo el muerto, vagamente consciente de la existencia de corrientes submarinas que, según parece, me estaban dando un masaje en la espalda, cuando Valérie se reunió conmigo.

—Nuestra vecina de tren —dijo muy excitada— me ha echado los tejos en el jacuzzi. — Yo registré la información sin reaccionar—. En este momento, está sola en el baño turco.

Me puse una bata y seguí de inmediato a Valérie. Me quité el bañador junto a la puerta del baño turco; se me notaba la erección bajo la tela de rizo. Entré con Valérie, la dejé internarse en la nube de vapor; era tan densa que no se veía a dos metros. Un fortísimo olor a eucalipto, casi embriagador, impregnaba la atmósfera. Me quedé quieto en mitad de la nada blancuzca y caliente, y luego oí un gemido que venía del fondo de la sala. Desanudé la bata y me acerqué; las gotas de sudor me perlaban la piel. Arrodillada frente a la mujer, con las manos en sus nalgas, Valérie le lamía el coño. Era una mujer muy hermosa, con pechos de silicona de una redondez perfecta, una cara armoniosa, una boca ancha y sensual. Ella me miró sin sorpresa y cogió mi sexo con una mano. Yo me acerqué un poco más, me coloqué a su espalda y le acaricié los pechos mientras frotaba la polla contra sus nalgas. Ella separó los muslos y se inclinó hacia delante, apoyándose en la pared. Valérie metió la mano en el bolsillo de su bata y me tendió un preservativo; con la otra mano siguió acariciando el clítoris de la mujer. La penetré de una sola vez, ya estaba muy abierta; se inclinó un poco más cuando entré en ella.

Mientras iba y venía sentí la mano de Valérie que se deslizaba entre mis muslos y me cogía los huevos. Empezó a lamer otra vez el coño de la mujer; cada vez que yo empujaba, sentía la polla resbalar sobre la lengua de Valérie. Tensé desesperadamente los músculos de la pelvis en el momento en que la mujer se corrió con largos y felices gemidos, y luego me retiré muy despacio. Estaba empapado en sudor, jadeaba sin querer, sentí que se me iba la cabeza y tuve que sentarme en una banqueta. Las masas de vapor seguían ondulando en el aire.

Oí el ruido de un beso, levanté la cabeza: Valérie y la mujer estaban estrechamente abrazadas.

Hicimos el amor un poco después, al caer la tarde, luego otra vez por la noche, y una vez más al despertarnos por la mañana. Aquel frenesí era un poco inusual; ambos éramos conscientes de que empezaba un período difícil, en el que Valérie estaría una vez más agobiada de trabajo, problemas y cálculos. El cielo era de un azul inmaculado, la temperatura casi suave; sin duda era uno de los últimos fines de semana de buen tiempo antes del otoño. El domingo por la mañana, antes de hacer el amor, dimos un largo paseo por la playa.

Other books

The Throwbacks by Stephanie Queen
Rival Demons by Sarra Cannon
In the Cold Dark Ground by MacBride, Stuart
Checkered Flag Cheater by Will Weaver
Walking Wounded by William McIlvanney
Fannie's Last Supper by Christopher Kimball
Our New Love by Melissa Foster