Authors: Agatha Christie
—¡Pero si vimos el collar en su cuello! —objeté.
—Le ruego me perdone, amigo mío. Con la mano tapaba el lugar donde debía estar la piedra. El colocar de antemano un pedazo de seda bordada en la puerta es un juego de niños. Y Rolf, en cuanto leyó lo del robo, preparó su propia comedia. ¡Y vaya si la representó bien!
—¿Qué le dijo usted? —pregunté con curiosidad.
—Le dije que lady Yardly se lo había contado todo a su esposo y que yo tenía plenos poderes para recuperar la joya, y que si no me la entregaba inmediatamente obraría en consecuencia. Y también algunas otras mentirijillas que se me ocurrieron. ¡Fue como cera en mis manos!
—Me parece un poco injusto para Mary Marvell. Ha perdido su diamante sin tener culpa alguna —dije.
—¡Bah! —replicó Poirot en tono duro—. Para ella ha sido una magnífica propaganda. ¡Es lo único que le importa! La otra es muy distinta.
Bonne mère, très femme!
—Sí —dije poco convencido, y sin compartir plenamente el punto de vista de Poirot acerca de la femeneidad—. Supongo que fue Rolf quien le envió las cartas duplicadas.
—
Pas du tout
—replicó Poirot con presteza—. Vino a buscar mi ayuda por consejo de Mary Cavendish. Entonces, al oír que Mary Marvell, que ella sabía su amiga, había estado aquí, cambió de opinión, aceptando el pretexto que usted, amigo mío, le ofrecía. ¡Unas pocas preguntas fueron suficientes para demostrarme que fue
usted
quien mencionó las cartas y no ella! Y se aprovechó de la ventaja que le ofrecían sus palabras.
—¡No lo creo! —exclamé.
—Sí, sí,
mon ami
! Es una lastima que no estudie psicología. ¿Le dijo que había destruido las cartas?
Oh, là, là,
una mujer nunca destruye una carta si puede evitarlo. ¡Ni siquiera cuando es más prudente hacerlo!
—Todo eso está muy bien —dije enojado—, ¡pero me ha dejado en ridículo desde el principio al final! Es muy bonito explicarlo todo después... ¡Es el colmo!
—Pero usted se estaba divirtiendo tanto, amigo mío, que no tuve valor para desilusionarle.
—No tiene perdón. Esta vez ha ido demasiado lejos.
—
Mon Dieu!
Usted se enfada por nada,
mon ami
.—¡Estoy harto! —y me marché dando un portazo. Poirot se había estado riendo de mí, y decidí que merecía un escarmiento. Dejaría pasar algún tiempo antes de perdonarle. ¡Me había alentado para que me pusiera en ridículo!
Había tenido que ausentarme de la ciudad durante unos días y a mi regreso encontré a Poirot preparando su maleta.
—
A la bonne heure
, Hastings. Temía que no llegara a tiempo de acompañarme.
—¿Ha sido llamado para encargarse de algún caso?
—Sí, aunque me veo obligado a reconocer que aparentemente no resulta muy prometedor. La Compañía de Seguros Unión del Norte me ha pedido que investigue la muerte de un tal señor Maltravers, que pocas semanas atrás aseguró su vida por la enorme suma de cincuenta mil libras.
—¿Sí? —dije muy interesado.
—Desde luego, en la póliza figuraba la cláusula acostumbrada referente al suicidio. En el caso de que se suicidara antes del año se perderían todos los derechos a cobrar la prima. El señor Maltravers fue examinado a conciencia por el propio médico de la Compañía, y a pesar de que era un hombre que había dejado atrás la primavera de su vida, gozaba de una salud perfecta. No obstante, el miércoles pasado o sea, anteayer... su cadáver fue encontrado en los alrededores de su casa de Essex, Marsdon Manor, y su muerte fue atribuida a una hemorragia interna. Eso no tendría nada de particular a no ser por los siniestros rumores que circulan con respecto a la posición económica del señor Maltravers en los últimos tiempos , y la Unión del Norte ha descubierto sin duda posible que el caballero estaba al borde de la ruina. Eso lo altera todo considerablemente. Maltravers tenía una esposa muy bonita y joven y se insinúa que recogió todo el dinero en efectivo que pudo para pagar la póliza del seguro de vida en favor de su esposa y luego se suicidó. Eso no es raro. Ha habido muchos casos semejantes. De todas formas, Alfred Wright, que es el director de la Unión del Norte, me ha pedido que investigue este caso; pero, como yo le he dicho, no tengo grandes esperanzas de lograr el éxito. Si la causa de la muerte hubiera sido un fallo del corazón, me sentiría más confiado. Muchas veces ése es el diagnóstico de los médicos rurales cuando no saben de qué murió en realidad su paciente, pero una hemorragia parece algo bastante definitivo. No obstante, podemos hacer algunas averiguaciones necesarias. Hastings, tiene usted cinco minutos para preparar su maleta y luego tomaremos un taxi hasta la calle Liverpool.
Una hora más tarde nos apeábamos del tren del Este en la pequeña estación de Marsdon Leigh. Al preguntar nos informaron de que Marsdon Manor estaba sólo a una milla de distancia. Poirot decidió que fuésemos andando, y emprendimos la marcha por la calle principal.
—¿Cuál es nuestro plan de campaña? —le pregunté.
—Primero iremos a ver al médico. Tengo entendido que sólo hay uno en Marsdon Leigh. El doctor Ralph Bernard. Ah, ahí está su casa.
La casa en cuestión era mayor que las otras y hallábase algo separada de la carretera. Una placa de metal ostentaba el nombre del doctor. Cruzamos el patio e hicimos sonar el timbre.
Tuvimos suerte. Era la hora de consulta y en aquel momento no había ningún enfermo esperando ser recibido por el doctor Bernard. Éste era un hombre de cierta edad, de hombros altos un tanto encorvados, y de modales agradables.
Poirot, tras presentarse, le puso al corriente del motivo de su visita, agregando que la Compañía de Seguros tenía que investigar a fondo los casos como aquél.
—Claro, claro —dijo el doctor Bernard—. Supongo que siendo un hombre tan rico tendría la vida asegurada por una gran suma...
—¿Le consideraba usted un hombre rico, doctor?
El médico pareció bastante sorprendido.
—¿No lo era? Tenía dos coches, y Marsdon Manor es una finca muy hermosa y debe costar mucho mantenerla, aunque creo que la compró muy barata.
—Tengo entendido que últimamente experimentó considerables pérdidas —dijo Poirot observando fijamente al doctor.
Sin embargo, este último limitóse a menear la cabeza tristemente.
—¿Ah, sí? Vaya. Entonces su esposa tiene suerte de que hubiera asegurado su vida. Es una joven muy hermosa y encantadora, aunque está muy postrada por ésta desgracia. La pobrecilla es un manojo de nervios. Yo he procurado simplificar las cosas todo lo posible, pero el golpe ha sido fuerte.
—¿Había usted atendido recientemente al señor Maltravers?
—Mi querido amigo, yo nunca le atendí.
—¿Qué?
—Tengo entendido que el señor Maltravers era un Christian Scientist
[1]
o algo parecido.
—¿Pero usted examinó su cadáver?
—Desde luego. Vino a buscarme uno de los jardineros.
—¿Y la causa de la muerte era clara?
—Sí. Tenía sangre en los labios, pero la mayor parte de la hemorragia debió ser interna.
—¿Le encontraron en el mismo lugar donde murió?
—Sí. El cadáver no había sido tocado. Se hallaba tendido en el borde de una plantación. Evidentemente había ido a cazar cornejas, porque junto a él había un pequeño rifle. La hemorragia debió sobrevenirle de repente. Úlcera gástrica seguramente.
—¿No cabe la posibilidad de que le disparasen?
—¡Mi querido amigo!
—Le ruego me perdone —replicó Poirot humildemente—. Pero si no me falla la memoria, en un reciente asesinato, el doctor primero diagnosticó un ataque cardíaco... y luego tuvo que rectificar cuando vieron que el cadáver tenía una herida en la cabeza.
—No encontrará heridas de bala en el cadáver del señor Maltravers —contestó el doctor Bernard secamente—. Ahora, señores, si no desean nada más.
Comprendimos la indirecta.
—Buenos días y muchísimas gracias, doctor, por haber contestado tan amablemente a nuestras preguntas. A propósito. ¿No ve usted necesidad de practicar la autopsia?
—Desde luego que no. La causa de la muerte está bien clara, y en mi profesión procuramos no molestar innecesariamente a los familiares de un paciente fallecido.
Y el doctor nos dio con la puerta en las narices.
—¿Qué opina usted del doctor Bernard, Hastings? —preguntó Poirot cuando emprendimos el camino del Manor.
—Que es bastante mula.
—Exacto. Sus juicios acerca del carácter de los demás son siempre profundos, amigo mío.
Le miré intranquilo, pero parecía hablar muy en serio. Sin embargo, sus ojos parpadearon al agregar:
—Es decir, ¡cuando no se trata de una mujer bonita!
Le miré fríamente.
Cuando llegamos a la finca, nos abrió la puerta una doncella de media edad. Poirot le entregó su tarjeta y una carta de la Compañía de Seguros para la señora Maltravers. Nos hizo pasar a una salita y se retiró para avisar a su señora. Transcurrieron unos diez minutos antes de que se abriera la puerta para dar paso a una figura esbelta vestida de luto.
—¿Monsieur Poirot? —dijo con desmayo.
—¡Madame! —Poirot, poniéndose galantemente de pie, apresuróse a acercarse a ella—. No puedo decirle cuánto lamento tener que molestarla. Pero qué quiere usted.
Les affaires
... no saben lo que es la compasión...
La señora Maltravers le permito que la acompañara hasta una silla. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto, pero ni esta alteración temporal conseguía empañar su extraordinaria belleza. Tendría unos veintisiete o veintiocho años, era muy rubia, de grandes ojos azules y boca infantil.
—Se trata de algo referente al seguro de mi marido, ¿no? Pero, ¿precisamente tienen que molestarme ahora tan pronto?
—Valor, mi querida señora. ¡Valor! Su difunto esposo aseguró su vida por una enorme suma, y en tales casos la Compañía siempre tiene que aclarar algunos detalles. Me han dado poderes para que les represente. Puede estar segura de que haré todo lo posible por evitarle molestias desagradables. ¿Querría referirme brevemente los tristes acontecimientos del miércoles?
—Me estaba cambiando para tomar el té cuando subió la doncella... uno de los jardineros acababa de llegar a la casa. Había encontrado...
Su voz se apagó y Poirot le acarició una mano.
—Comprendo. ¡Es suficiente! ¿Había visto usted a su esposo aquella tarde?
—Desde la hora de comer no volví a verle. Yo había ido al pueblo a comprar unos sellos, y creo que él estuvo cazando por estos alrededores.
—¿Tirando a las cornejas, no es eso?
—Sí, solía llevarse el rifle pequeño, y oí un par de disparos lejanos.
—¿Dónde está ahora el rifle?
—Creo que en el vestíbulo.
Nos guió hasta allí y entregó el arma a Poirot, que la examinó a conciencia.
—Veo que el rifle fue disparado dos veces —observó al devolvérselo—. Y ahora, madame, si me permitiera ver...
Se detuvo con suma delicadeza.
—La doncella le acompañará —murmuró, volviendo la cabeza.
Poirot y la doncella se dirigieron al piso de arriba. Yo permanecí con la bella e infortunada joven. No sabía si hablar o permanecer callado. Hice un par de comentarios, a los que ella contestó en tono ausente, y a los pocos minutos mi amigo se reunía con nosotros.
—Le doy las gracias por toda su gentileza, madame —dijo—. No creo que sea preciso volver a molestarla por este asunto. A propósito, ¿sabe usted algo de la posición económica de su esposo?
—Nada en absoluto. Soy muy tonta para los negocios.
—Ya. ¿Entonces no puede darnos ninguna pista acerca de por qué decidió asegurar su vida tan de repente? Tengo entendido que no lo había hecho nunca.
—Bueno, llevábamos casados poco más de un año. Pero, en cuanto el porqué aseguró su vida, fue porque estaba completamente convencido de que no viviría mucho. Tenía un invencible presentimiento sobre su propia muerte. Supongo que habría tenido alguna hemorragia, y sabría que otra podría ser fatal. Yo traté de disipar sus temores, pero sin resultado. ¡Cielos, cuánta razón tenía!
Y con lágrimas en los ojos nos despidió. Poirot hizo un gesto característico mientras echábamos a andar por el camino.
—
Eh bien
, ¡eso es! Regresemos a Londres, amigo mío, parece que aquí no hay gato encerrado. Y no obstante...
—Y no obstante, ¿qué?
—¡Una ligera discrepancia, eso es todo! ¿Lo ha observado usted? ¿No? Sin embargo, la vida está llena de discrepancias y no cabe duda de que ese hombre no pudo suicidarse... no hay veneno capaz de llenar su boca de sangre. No, no; debo resignarme a pensar que todo está claro y libre de sospechas... pero.... ¿qué es esto?
Un héroe alto se acercaba por el camino. Pasó junto a nosotros sin inmutarse. Yo noté que era bien parecido, con un rostro limpio y bronceado que hablaba de una vida en un clima tropical. Un jardinero que estaba barriendo las hojas se detuvo unos instantes para descansar y Poirot se dirigió rápidamente hacia él.
—Dígame, por favor, ¿quién es ese caballero? ¿Le conoce?
—No recuerdo su nombre, señor, aunque alguna vez lo he oído.
—La semana pasada estuvo aquí una noche. El martes.
—De prisa,
mon ami
, sigámosle.
Nos apresuramos tras el hombre que se alejaba. Al ver una figura de negro en la terraza lateral de la casa avanzó hacia ella y nosotros tras él, de modo que fuimos claros testigos de aquel encuentro que nos salió al paso de improviso.
La señora Maltravers se quedó como clavada en el suelo y su rostro palideció intensamente.
—¿Tú? —exclamó—. Pensé que estabas navegando... camino de África...
—Recibí ciertas noticias de mis abogados que me han retenido —explicó el joven—. Mi anciano tío que vivía en Escocia falleció inesperadamente y me dejó algún dinero. Dadas las circunstancias creí conveniente cancelar mi pasaje. Luego leí la triste noticia en el periódico y he venido para ver si puedo ayudarte en algo. Tal vez desees que a alguien cuide de todo esto durante algún tiempo.
En aquel preciso instante advirtieron nuestra presencia. Poirot se adelantó y deshaciéndose en excusas explicó que había dejado su bastón en el vestíbulo. De bastante mala gana, o por lo menos así me lo pareció, la señora Maltravers hizo las presentaciones oportunas.