Authors: Agatha Christie
—Por eso es imposible que tuvieran la llave. No me separé de ella ni de día ni de noche.
—¿Está seguro?
—Puedo jurarlo, y además, si hubieran tenido la llave o un duplicado, ¿por qué iban a perder el tiempo intentando forzar una cerradura evidentemente inviolable?
—¡Ah, ésa es la pregunta que nos hacemos nosotros! Me aventuro a profetizar que la solución, si llegamos a encontrarla, dependerá de este curioso detalle. Le ruego que no se ofenda si le hago otra pregunta más:
¿Está completamente seguro de que no lo dejó abierto?
Philip Ridgeway limitóse a mirarle, y Poirot se apresuró a disculparse.
—Estas cosas pueden ocurrir, ¡se lo aseguro! Muy bien, los bonos fueron robados del maletín. ¿Qué hizo con ellos el ladrón? ¿Cómo se las arregló para llegar a tierra con ellos?
—¡Ah! —exclamó Ridgeway—. Eso mismo. ¿Cómo? ¡Se dio aviso a las autoridades de la Aduana, y cada persona que abandonó el barco fue registrada minuciosamente!
—Y me figuro que el paquete de bonos sería voluminoso...
—Desde luego. Era casi imposible esconderlo a bordo... y de todas formas sabemos que no fue así, porque fueron puestos a la venta a la media hora de la llegada del
Olympia
, mucho antes de que yo enviara los cables con los números. Un corredor de Bolsa asegura que compró algunos antes de que el
Olympia
atracara. Pero no se pueden comprar bonos por radio.
—Por radio no, pero, ¿se acercó algún remolcador?
—Sólo los oficiales, y eso fue después de haber sido dada la alarma y cuando todo el mundo estaba sobre aviso. Yo mismo estuve vigilando por si eran sacados del barco por ese medio. ¡Cielos, monsieur Poirot, esto va a volverme loco! La gente ha empezado a decir que los robé yo mismo. Estoy trastornado.
—Pero también fue registrado usted al desembarcar, ¿no? —preguntó Poirot en tono amable.
—Sí.
El joven le miraba intrigado.
—Veo que no ha comprendido mi intención —dijo Poirot sonriendo enigmáticamente—. Ahora quisiera hacer averiguaciones en el Banco Escocés.
Ridgeway sacó una tarjeta de su cartera y escribió en ella unas palabras.—Preséntela a mi tío; le recibirá en seguida.
Poirot le dio las gracias, y luego de despedirnos de la señorita Farquhar nos dirigimos hacia la calle Threadneedle, donde se hallaban las oficinas del Banco Escocés de Londres. Al presentar la tarjeta de Ridgeway fuimos conducidos, a través de un laberinto de oficinas, hasta un reducido despacho del primer piso, donde nos recibieron los directores generales. Eran dos caballeros de aspecto grave que habían envejecido al servicio del Banco. El señor Vavasour llevaba una barbita blanca, y el señor Shaw iba perfectamente rasurado.
—Tengo entendido que es usted un investigador particular —dijo Vavasour—. Bien, bien. Claro que ya nos hemos puesto en manos de Scotland Yard. El inspector McNeil es el encargado del caso. Creo que es una persona muy competente.
—Estoy seguro de ello —replicó Poirot amablemente. ¿Me permite hacerle algunas preguntas en beneficio de su sobrino? Acerca de esa cerradura que ustedes encargaron en Hubb's.
—Yo mismo la encargué —repuso el señor Shaw—. No hubiera confiado este asunto a ningún empleado. En cuanto a las llaves, el señor Ridgeway tenía una, y las otras dos mi colega y yo.
—¿Y ningún empleado de las oficinas tuvo acceso a ellas?
—Creo poder asegurar que han permanecido en la caja fuerte donde las colocamos el día veintitrés —dijo Vavasour—. Mi colega ha estado enfermo quince días... precisamente a partir del mismo día en que Philip nos dejó.—La bronquitis aguda no es cosa de broma a mi edad —dijo Shaw contrariado—. Y me temo que el señor Vavasour ha tenido mucho trabajo durante mi ausencia, especialmente con este inesperado contratiempo.
Poirot les hizo algunas preguntas más. Yo supuse que para averiguar el grado de intimidad exacto entre tío y sobrino. Las respuestas del señor Vavasour eran breves y concisas. Su sobrino gozaba de la confianza del Banco, y no tenía duda ni dificultades económicas que él supiera. Le habían confiado misiones similares en anteriores ocasiones. Al fin nos despidió con toda amabilidad.
—Estoy decepcionado —dijo Poirot cuando salimos a la calle.
—¿Esperaba descubrir más cosas? Son unos viejos tan pesados...
—No ha sido su pesadez lo que me ha decepcionado,
mon ami
. No esperaba encontrar en un director de Banco «un astuto financiero con vista de águila», como dicen en las novelas detectivescas. No, me ha decepcionado el caso... ¡según mi manera de ver resulta demasiado sencillo!
—
¿Sencillo?
—Sí, ¿no lo encuentra de una ingenuidad casi infantil?
—¿Sabe usted ya quién robó los bonos?
—Sí.
—Pero, entonces... debemos... ¿Por qué...?, me parece...
—No se confunda y aturrulle, Hastings. De momento no vamos a hacer nada.—¿Pero por qué? ¿A qué esperar?
—Al
Olympia
. El martes debe regresar de su viaje a Nueva York.
—Pero si usted sabe quién robó los bonos, ¿por qué esperar? Puede huir.
—¿A una isla del mar del sur donde no exista la extradición? No,
mon ami
, allí se le haría la vida insoportable. Y en cuanto a por qué espero...
eh bien
, para la inteligencia de Hércules Poirot el caso está perfectamente claro, pero en beneficio de los demás que no han sido tan bien dotados por Dios... —el inspector McNeil, por ejemplo—, será conveniente hacer algunas investigaciones para probar los hechos. Hay que tener consideración con los menos dotados.
—¡Cielo Santo, Poirot! Daría un buen montón de dinero por verle hacer el ridículo... siquiera una vez. ¡Es usted tan terriblemente orgulloso!
—No se enfurezca, Hastings. La verdad es que observo que a veces me detesta. ¡Cielos, sufro las penalidades de la grandeza!
El hombrecillo hinchó su pecho y suspiró tan cómicamente que me vi obligado a echarme a reír estrepitosamente.
El martes nos sorprendió camino de Liverpool en un departamento de primera clase de los L. & N. W. B. Poirot se había negado a comunicarme sus sospechas, o certezas. Se contentó con expresar su sorpresa porque yo no estuviera
au fait
de la situación. No quise discutir y disimulé mi curiosidad bajo una pantalla de fingida indiferencia. Una vez llegamos junto al muelle al lado del cual estaba el enorme transatlántico, Poirot se puso tenso y alerta. Nuestro trabajo consistió en entrevistar a diversos camareros y oficiales y preguntar por un amigo de Poirot que había partido hacia Nueva York el día veintitrés.
—Un anciano caballero, que usa lentes. Está paralítico y durante el tiempo que permaneció a bordo apenas salía de su camarote.
Aquella descripción pareció corresponder con la de un tal señor Ventnor, que había ocupado el camarote C 24, contiguo al de Philip Ridgeway. Aunque incapaz de saber cómo Poirot había conocido la existencia del señor Ventnor y sus señas personales, me sentí muy excitado.
El oficial meneó la cabeza.
—Dígame —exclamé—, ¿fue ese caballero uno de los primeros en desembarcar en Nueva York?
—No, señor, sino de los últimos.
Me retiré decepcionado y vi que Poirot me sonreía. Dio las gracias al oficial, un billete cambió de propietario y nos marchamos.
—Todo está muy bien —observé con calor—, pero esta última respuesta debe haber dado al traste con su preciosa tesis, ¡ríase cuanto quiera!
—Como de costumbre, no ve usted nada, Hastings. La última contestación, muy al contrario, ha sido el remache de mi teoría.
Yo dejé caer mis brazos, desolado.
—Me doy por vencido.
Cuando nos encontrábamos en el tren, de regreso a Londres, Poirot estuvo escribiendo afanosamente durante algunos minutos, encerrando el resultado de sus esfuerzos en un sobre.
—Eso es para el buen inspector McNeil. Lo dejaremos en Scotland Yard al pasar, y luego iremos al restaurante
Rendez-vous
, donde he citado a la señorita Esmée Farquhar, para que nos haga el honor de cenar con nosotros.
—¿Y qué me dice de Ridgeway?
—¿Qué quiere que le diga? —preguntó Poirot.
—Pues no pensará usted... no puede...
—Está usted adquiriendo el hábito de la incoherencia, Hastings. A decir verdad, lo pienso. Si Ridgeway hubiese sido el ladrón.... cosa perfectamente posible, el caso hubiese resultado encantador; un trabajo puramente metódico.
—Pero no tan encantador para la señorita Farquhar, ¿verdad?
—Es posible que tenga usted razón. Por lo tanto, mejor para todos. Ahora, Hastings, revisaremos el caso. Veo que lo está deseando. El paquete, sellado, es arrebatado del maletín y desaparece en el aire, como dijo la señorita Farquhar. Nosotros descartamos la teoría del aire porque no resulta aceptable científicamente, y consideramos lo que pudo haber sido de él. A todos les parece imposible que pudiera llegar a tierra... desde luego...
—Sí, pero sabemos...
—Usted puede que lo sepa, Hastings. Yo no. Yo soy de la opinión de que puesto que parece increíble... lo es. Quedan dos posibilidades: o fue escondido a bordo... cosa bastante difícil también.... o arrojado por la borda.—¿Quiere decir atado a un corcho?
—Sin corcho.
Me sobresalté.
—Pero si los bonos fueron arrojados al mar, no pudieron ser vendidos en Nueva York.
—Admiro su lógica, Hastings. Los bonos fueron vendidos en Nueva York y, por consiguiente, no fueron echados al mar. ¿Ve dónde vamos a parar?
—Al punto de partida.
—
Jamais de la vie!
Si el paquete fue arrojado al mar, y los bonos vendidos en Nueva York, esto quiere decir que el paquete no contenía los bonos. ¿Existe alguna prueba de que estuvieran dentro del paquete? Recuerde que el señor Ridgeway no volvió a abrirlo desde que le fue entregado en Londres.
—Sí, pero entonces...
Poirot alzó una mano, impaciente.
—Permítame continuar. El último momento en que fueron vistos fue en las oficinas del Banco Escocés de Londres la mañana del día veintitrés. Reaparecieron en Nueva York media hora después de la llegada del
Olympia
, y según declaración de un hombre a quien nadie hace caso, antes de que el barco entrase. Supongamos entonces que no hubieran estado nunca a bordo del
Olympia
... ¿Existe, pues, algún otro medio para que pudieran llegar a Nueva York? El
Gigantic
salió de Southampton el mismo día que el
Olympia
, y posee el récord del Atlántico. Viajando en el
Gigantic
los bonos hubieron llegado a Nueva York un día antes que el
Olympia
. Todo está claro y el caso empieza a explicarse. El paquete es sólo un engaño, y la sustitución se verifica en la oficina del Banco. Hubiera sido fácil para cualquiera de los tres hombres presentes preparar un duplicado del paquete y sustituirlo por el auténtico.
Très bien
, los bonos son enviados a un cómplice de Nueva York con instrucciones para venderlos en cuanto llegue el
Olympia
, pero alguien tiene que viajar en el
Olympia
para dirigir el supuesto robo.
—Pero, ¿por qué?
—Porque si Ridgeway abre el paquete y descubre que es un engaño, lo comunicaría inmediatamente a Londres. No, el hombre que viaja en el camarote contiguo al suyo realiza su trabajo; simula forzar la cerradura para atraer su inmediata atención hacia el robo, y en realidad abre el maletín con un duplicado de la llave, arroja el paquete por la borda y espera a abandonar el barco el último. Claro que lleva lentes para ocultar sus ojos, y se finge inválido, puesto que no quiere correr el riesgo de tropezarse con Ridgeway. Desembarca en Nueva York y regresa en el primer barco.
—¿Y cuál era su papel?
—El hombre que tenía un duplicado de la llave, el que encargó la cerradura, el que no estuvo enfermo de bronquitis en su casa de campo.... en fin, el viejo «pesado». ¡El señor Shaw! Algunas veces se encuentran criminales en los puestos más elevados, amigo mío. Ah, ya hemos llegado. ¡Mademoiselle, he triunfado! ¿Me permite?
¡Y el radiante Poirot besó a la asombrada joven en ambas mejillas!
Siempre he considerado que una de las aventuras más emocionantes y dramáticas que he compartido con Poirot fue nuestra investigación de la extraña serie de muertes que siguieron al descubrimiento y apertura de la tumba del Rey Men-her-Ra.
Después del descubrimiento de la tumba de Tutankamón por lord Cariarpon, sir John Willard y el señor Bleibner, de Nueva York, prosiguiendo sus excavaciones no lejos de El Cairo, en las proximidades de las pirámides de Gizeh, llegaron inesperadamente a una serie de cámaras funerarias. Su descubrimiento despertó el mayor interés. La tumba parecía ser del Rey Men-her-Ra, uno de esos oscuros reyes de la Octava Dinastía, cuando el Antiguo Reino iba cayendo en la decadencia. Muy poco se conocía acerca de este período y los descubrimientos fueron ampliamente comentados por la Prensa.
No tardó en tener lugar un acontecimiento que causó profunda impresión. Sir John Willard falleció repentinamente de un ataque cardíaco.
Los periódicos más sensacionalistas aprovecharon inmediatamente la oportunidad para revivir todas las leyendas supersticiosas relacionadas con la mala suerte ocasionada por ciertos tesoros egipcios. La desgraciada momia del Museo Británico recobró actualidad, y aunque en el Museo negaban todo lo referente a ella, no obstante disfrutaba de su renovada y discutida popularidad.
Quince días más tarde falleció víctima de un envenenamiento de la sangre el señor Bleibner y pocos días después un sobrino suyo se pegó un tiro en Nueva York. La Maldición de «Men-her-Ra» era el tema del día, y el mágico poder del desaparecido egipcio fue elevado a su punto álgido.
Fue entonces cuando Poirot recibió una breve nota de lady Willard, viuda del fallecido arqueólogo, pidiéndole que fuera a verla a su casa de Kensington Square. Yo le acompañé.
Lady Willard era una mujer alta y delgada, e iba vestida de luto riguroso. Su rostro macilento era un testimonio elocuente de su pena reciente.
—Ha sido muy amable al venir tan pronto, monsieur Poirot.
—Estoy a su servicio, lady Willard. ¿Deseaba consultarme?
—Sé que es usted detective, pero no voy a consultarle sólo como detective. Es usted un hombre de opiniones originales y experiencia; dígame, monsieur Poirot, ¿qué opina usted de lo sobrenatural?