Poirot investiga (14 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot investiga
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—¿Eh? —el inspector se sobresaltó.

Poirot sonreía con modestia.

—Se lo demostraré. Hastings, mi buen amigo, coja mi reloj... con cuidado. ¡Es un recuerdo de familia! Acabo de controlar los movimientos de mademoiselle... su primera ausencia duró doce segundos, la segunda quince. Ahora observe mis actuaciones. Madame, ¿quiere tener la gentileza de darme la llave de su joyero? Gracias. Mi buen amigo Hastings tendrá la amabilidad de decir: ¡Ya!

—¡Ya! —dije yo.

Con rapidez casi increíble, Poirot abrió el cajón del tocador, extrajo el joyero, introdujo la llave en su cerradura, lo abrió, escogió una joya, volviendo luego a cerrarlo y depositarlo en el cajón, que cerró de nuevo. Sus movimientos eran rápidos como el rayo.

—¿Y bien,
bon ami
? —preguntó sin aliento.

—Cuarenta y seis segundos —repliqué.

—¿Lo ven? —miró a su alrededor—. La camarera no tuvo tiempo de coger el collar y mucho menos esconderlo.

—Entonces tuvo que ser la doncella —dijo el inspector volviendo a su búsqueda, que continuó en el dormitorio contiguo, el de la doncella.

Poirot fruncía el ceño pensativo, y de pronto lanzó una pregunta al señor Opalsen.

—Ese collar estaría... asegurado, sin duda... ¿verdad?

El señor Opalsen pareció algo sorprendido por la pregunta.

—Sí —dijo vacilando—, lo está.

—Pero, ¿eso qué importa? —intervino la señora Opalsen entre lágrimas—. Es el collar lo que yo quiero. Era único. Con ningún dinero podría conseguir otro igual.

—Lo comprendo, madame —dijo Poirot procurando tranquilizarla—. Lo comprendo perfectamente. Para la
femme
el sentimiento lo es todo.... ¿no es cierto? Pero, monsieur, cuya susceptibilidad no es tan fina, encontrará una ligera consolación al pensar que estaba asegurado.

—Desde luego, desde luego —repuso el señor Opalsen con acento inseguro—. No obstante...

Fue interrumpido por un grito de triunfo del inspector, que apareció llevando algo entre sus dedos.

Con una exclamación, la señora Opalsen se levantó de su butaca.

—¡Oh, oh, mi collar!

Lo acercó a su pecho, asiéndolo con ambas manos. Todos la rodeamos.

—¿Dónde estaba? —preguntó Opalsen.

—En la cama de la doncella, entre los muelles del colchón. Debió robarlo y esconderlo allí antes de que llegara la camarera.

—¿Me permite, madame? —preguntó Poirot con gran amabilidad, y cogiendo el collar lo examinó minuciosamente; luego se lo devolvió con una reverencia.

—Me temo que de momento deberá dejarlo en nuestras manos, madame —dijo el inspector—. Lo necesitaremos para hacer los cargos. Pero se lo devolveremos tan pronto como sea posible.

El señor Opalsen frunció el ceño.

—¿Es necesario?

—Me temo que sí. Sólo es cosa de formalidad.

—¡Oh, déjaselo, Ed! —exclamó la esposa—. Así estará más seguro. Yo no dormiría pensando que alguien pudiera intentar apoderarse de él. ¡Esa maldita muchacha! Nunca hubiera creído una cosa así de ella.

—Vamos, vamos, querida, no lo tomes así, no te disgustes.

Sentí una ligera presión en mi brazo. Era Poirot.

—¿Nos vamos ya, amigo mío? Creo que nuestros servicios ya no son necesarios. Sin embargo, una vez fuera, le vi vacilar y ante mi sorpresa observó:

—Me gustaría ver la habitación contigua.

La puerta no estaba cerrada y entramos. La habitación, que era muy amplia, estaba vacía. El polvo lo cubría todo por doquier, y mi sensible amigo hizo una mueca muy característica al pasar uno de sus dedos por una huella rectangular que había sobre una mesita cerca de la ventana.

—El servicio deja mucho que desear —comentó en tono seco.

Miraba pensativo por la ventana y al parecer se había olvidado de mí.

—Bueno. ¿A qué hemos venido aquí? —pregunté impaciente.


Je vous demande pardon, mon ami
. He querido ver si la puerta estaba cerrada por este lado también.

—Bueno —repetí mirando la puerta de comunicación que daba a la habitación que acabábamos de abandonar—. Está cerrada.

Poirot asintió. Al parecer seguía pensando.

—Y de todas formas —continué—, ¿eso qué importa? El caso está terminado. Yo hubiera querido que hubiese tenido usted más oportunidad de distinguirse, pero en uno de esos casos en los que incluso un pretencioso como ese estúpido inspector no puede equivocarse.

Poirot meneó la cabeza.

—Este caso no está terminado, amigo mío. Ni lo estará hasta que averigüemos quién ha robado las perlas.—¡Pero si fue la doncella!

—¿Por qué lo dice?

—Pues... —tartamudeé—, pues porque las encontraron en su colchón.

—¡Ta, ta, ta! —replicó Poirot—. Ésas no eran las perlas.

—¿Qué?

—Sino una imitación,
mon ami
.

Su declaración me quitó el aliento. Poirot sonreía plácidamente.

—El buen inspector es evidente que no entiende nada de joyas. ¡Pero no tardaremos en tener jaleo!

—¡Vamos! —exclamé tirándole de un brazo.

—¿A dónde?

—Debemos decírselo en seguida a los Opalsen.

—Creo que no.

—Pero esa pobre mujer...


Eh bien
; esa pobre mujer como usted la llama, dormirá mucho mejor creyendo que su collar está a salvo.

—¡Pero el ladrón puede escapar con las perlas auténticas!

—Como de costumbre, amigo mío, habla usted sin reflexionar. ¿Cómo sabe usted que las perlas que la señora Opalsen encerró tan cuidadosamente esta noche no eran las falsas y que el robo no tuvo lugar mucho antes?

—¡Oh! —dije asombrado.

—Exacto—exclamó Poirot radiante—. Empezaremos otra vez.

Y salió de la habitación, deteniéndose un momento como si reflexionara, y luego echó a andar hasta el extremo del pasillo, donde había una pequeña estancia donde se reunían las camareras y criados de los pisos respectivos. La camarera a quien ya conocíamos estaba rodeada de una serie de ellos, a quienes relataba las últimas experiencias vividas. Se interrumpió en mitad de una frase y Poirot inclinóse con su habitual cortesía.

—Perdone que la moleste, pero le quedaría muy agradecido si me abriera la puerta de la habitación del señor Opalsen.

La joven se puso en pie y nos acompañó de nuevo por el pasillo. La habitación del señor Opalsen se encontraba al otro extremo, y su puerta quedaba enfrente de la de su esposa. La camarera abrió con su llave maestra y entramos.

Cuando se disponía a retirarse, Poirot la detuvo preguntándole:

—Un momento: ¿ha visto usted alguna vez entre los efectos personales del señor Opalsen una tarjeta como ésta?

Y le alargó una tarjeta satinada de aspecto poco corriente. La camarera la estuvo contemplando cuidadosamente.

—No, señor. Pero de todas formas, los criados son los que atienden las habitaciones de los caballeros y podrían...

—Ya. Gracias.

Poirot recuperó la tarjeta y entonces la joven se marchó.

—Haga sonar el timbre, se lo ruego, Hastings. Tres veces, para que acuda el criado. Obedecí devorado por la curiosidad. Entretanto, Poirot había vaciado el cesto de los papeles en el suelo y estaba revisando su contenido.

A los pocos minutos el criado acudió a la llamada. Poirot le hizo la misma pregunta, alargándole la tarjeta, mas la respuesta fue idéntica. El criado no había visto una tarjeta como aquélla entre las cosas del señor Opalsen. Poirot, dándole las gracias, le despidió y el hombre marchóse de mala gana, dirigiendo una mirada inquisitiva al cesto volcado. Es difícil que no oyera el comentario de Poirot.

—Y el collar estaba asegurado por una fuerte suma.

—Poirot —exclamé—. Comprendo.

—Usted no comprende nada, amigo mío —replicó—. ¡Nada en absoluto, como de costumbre! Resulta increíble... pero así es. Regresamos a nuestras habitaciones.

Una vez allí, y ante mi enorme sorpresa, Poirot se cambió rápidamente de ropa.

—Esta noche me voy a Londres —explicó—. Es del todo necesario.

—¿Qué?

—Es absolutamente preciso. El verdadero trabajo (ah, las células grises) está hecho. Voy en busca de la confirmación. ¡Y la encontraré! ¡Es imposible engañar a Hércules Poirot!

—Se está usted poniendo muy pesado —observé bastante molesto por su vanidad.

—No se enfade, se lo ruego,
mon ami
. Cuento con usted para que me haga un favor... en nombre de su amistad.

—Desde luego —dije en seguida, avergonzado de mi mal humor—. ¿De qué se trata?

—De la manga de la americana que acabo de quitarme.... ¿querrá cepillarla? Está un poco manchada de polvo blanco. Sin duda me vio usted pasar mi dedo por el cajón del tocador...

—No, no me fijé.

—Debiera observar mis actos, amigo mío. De este modo me ensucié el dedo de polvo, y como estaba un tanto excitado lo limpié en mi manga; una acción mecánica que deploro... pues va en contra de mis principios.

—Pero, ¿qué era ese polvo? —pregunté, ya que no me interesaban gran cosa los peculiares principios de Hércules Poirot.

—Desde luego no era el veneno de los Borgia —replicó Poirot guiñándome un ojo—. Ya veo volar su imaginación. Yo diría que era jaboncillo de sastre.

—¿Jaboncillo de sastre?

—Sí, los ebanistas lo utilizan para que los cajones se abran y cierren con suavidad.

Me eché a reír.

—¡Viejo bromista! Yo creí que había descubierto usted algo excitante.


Au revoir
, amigo mío. Me pondré a salvo. ¡Volaré!

La puerta se cerró tras él mientras yo, con una sonrisa mitad burlona y mitad afectuosa, cogía la americana y alargaba la mano en busca del cepillo de la ropa.

A la mañana siguiente, como no tuve la menor noticia de Poirot, salí a pasear. Encontré a unos antiguos amigos y comí con ellos en su hotel. Por la tarde realizamos una pequeña excursión en automóvil. Tuvimos un pinchazo y eran ya más de las ocho cuando yo regresaba al hotel «Grand Metropolitan».

Lo primero que vieron mis ojos fue a Poirot, que parecía más diminuto que nunca sentado entre los Opalsen, y al parecer muy satisfecho.

—\
mon ami
Hastings! —exclamó poniéndose en pie para saludarme—. Abráceme, amigo mío; todo ha salido a las mil maravillas.

—¿Quiere usted decir...? —comencé.

—¡Es una maravilla! —dijo la señora Opalsen sonriendo todo lo que le permitía su rollizo rostro—. Ed, ¿no te dije que si él no me devolvía las perlas no podría hacerlo nadie?

—Sí, querida, sí. Tenías razón.

Yo miré desorientado a Poirot, que respondió a mi mirada.

—Mi querido amigo Hastings está, como vulgarmente se dice, en el limbo. Siéntese y le contaré toda la trama del asunto, que ha terminado tan felizmente.

—¿Terminado? ¿Quiénes están detenidos?

—¡La camarera y el criado,
parbleu
! ¿Es que no lo sospechaba? ¿Ni siquiera después de mi indirecta acerca del jaboncillo de sastre?

—Usted dijo que lo utilizaban los ebanistas.—Desde luego que lo utilizan... para que los cajones se deslicen suavemente. Alguien quiso que el cajón se abriera sin producir ruido alguno. ¿Quién podría ser? Sólo la camarera. El plan era tan ingenioso que nadie supo verlo... ni siquiera el ojo experto de Hércules Poirot.

»Y así fue cómo se hizo. El criado estaba esperando en la habitación contigua. La doncella francesa abandona la estancia. Rápida como el rayo, la camarera abre el cajón, saca el joyero y descorriendo el pestillo de la puerta lo entrega al criado. Éste lo abre tranquilamente con el duplicado de la llave que se ha proporcionado, saca el collar y espera. Célestine vuelve a salir de la habitación y... ¡pst...!, el joyero vuelve a ocupar su lugar en el cajón.

»La señora vuelve y descubre el robo. La camarera pide que se la registre y se muestra muy indignada, sin un fallo en su representación. El collar falso que se han procurado ha sido escondido en la cama de la joven francesa aquella mañana por la camarera... ¡un golpe maestro
ça
!

—Pero, ¿a qué fue a Londres?

—¿Recuerda la tarjeta?

—Yo creí...

Vacilé delicadamente mirando un momento al señor Opalsen.

Poirot rió de buena gana.


Une blague
! En beneficio del criado y de la camarera. La tarjeta estaba especialmente preparada para que su superficie recogiera las huellas digitales. Fui a Scotland Yard y pregunté por nuestro viejo amigo el inspector Japp, a quien expuse los hechos. Como había sospechado, sus huellas resultaron ser las de dos ladrones de joyas muy conocidos a quienes se buscaba desde hacía algún tiempo. Japp vino aquí conmigo y arrestó a los ladrones y se encontró el collar en poder del criado. Una pareja inteligente, pero les falló el
méthode
. ¿No le he dicho por lo menos treinta y seis veces, Hastings, que sin método...?

—¡Por lo menos treinta y seis mil! —le interrumpí—. Pero, ¿dónde falló su método?


Mon ami
, es un buen plan el colocarse como camarera o criado, pero no hay que descuidar el trabajo. Dejaron una habitación vacía sin limpiar el polvo; y por lo tanto, cuando el hombre puso el joyero sobre la mesita que había cerca de la puerta de comunicación... dejó una huella cuadrada...

—Lo recuerdo —exclamé.

—Antes estaba despistado... ¡Luego... lo supe!

Hubo un momento de silencio.

—Y yo he recuperado mis perlas —dijo la señora Opalsen.

—Bueno —dije yo—. Será mejor que me vaya a cenar.

Poirot me acompañó.

—Esto será un triunfo para usted —observé.


Pas du tout
—replicó Poirot tranquilamente—. Japp y el inspector local se repartirán los honores. Pero... —palpó su bolsillo—. Aquí tengo un cheque del señor Opalsen, y, ¿qué me dice, amigo mío? Este fin de semana no ha salido según nuestros planes. ¿Quiere que repitamos el próximo... a mis expensas?

Capítulo VIII
-
El rapto del primer ministro

Ahora que la guerra y sus problemas son cosas del pasado creo poder aventurarme a revelar al mundo la parte que mi amigo Poirot representó en un momento de crisis nacional. El secreto había sido bien guardado. Ni el menor rumor llegó a la prensa. Ahora que la necesidad de mantenerlo secreto ha desaparecido, creo que es de justicia que Inglaterra conozca la deuda que tienen con mi pequeño amigo, cuyo cerebro maravilloso tan hábilmente supo evitar una gran catástrofe.

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