Authors: Agatha Christie
Una noche después de cenar.... no precisaré la fecha, basta decir que era durante la época en que el grito de los enemigos de Inglaterra era: «Paz por negociaciones...», mi amigo y yo nos encontrábamos sentados en una de las habitaciones de su residencia. Después de haber quedado inválido en el Ejército, me dieron un empleo en la oficina de Reclutamiento y había adquirido la costumbre de ir por las noches a ver a Poirot para discutir con él los casos de interés que él tuviera entre manos.
Tenía intención de comentar la noticia del día... nada menos que el atentado contra David MacAdam, Primer Ministro de Inglaterra. Los periódicos habían sido censurados cuidadosamente. No se conocían detalles, salvo que el Primer Ministro había escapado de milagro y que la bala había rozado apenas su mejilla.
Yo consideraba que nuestra policía debe haberse descuidado vergonzosamente para que semejante atentado se hubiese producido. Comprendía que los agentes alemanes en Inglaterra estaban dispuestos a arriesgar mucho. «MacAdam el Luchador», como le apodaba su propio partido, había combatido con todas sus fuerzas la influencia pacifista que se iba haciendo tan manifiesta.
Era más que Primer Ministro de Inglaterra.... él era Inglaterra; y el haberle inutilizado hubiera constituido un golpe terrible para la Gran Bretaña.
Poirot se hallaba muy atareado limpiando un traje gris con una esponja diminuta. Nunca ha existido un hombre pulcro como Hércules Poirot. Su pasión era el orden y la limpieza. Ahora, con el olor a bencina impregnando el aire, era incapaz de prestarme toda su atención.
—Dentro de un momento hablaremos, amigo mío. Estoy casi terminando. ¡Esa mancha de grasa... era muy fea... y había que quitarla... así! —blandió la esponja.
Sonriendo encendí un cigarrillo.
—Estoy ayudando a una... ¿cómo la llaman ustedes...?, «ama de casa» a buscar a su esposo. Un asunto difícil que requiere mucho tacto. Porque tengo la ligera impresión de que cuando le encontremos no va a hacerle mucha gracia. ¿Qué quiere usted? A mí me inspira simpatía. Ha sido muy listo al perderse.
Me reí.
—¡Al fin! ¡La mancha ha desaparecido! Estoy a su disposición.
—Le preguntaba qué opinaba usted del atentado contra MacAdam.
—
Enfantillage
! —replicó Poirot en el acto—. Uno apenas puede tomarlo en serio. El disparar con rifle... nunca da buen resultado. Es un arma del pasado.
—Pues esta vez estuvo a punto de darle —le recordé.
Poirot iba a replicarme cuando la patrona, asomando la cabeza por la puerta, le informó de que abajo había dos caballeros que deseaban verle.
—No han querido darme sus nombres, señor, pero dicen que es muy importante.
—Hágales subir —dijo Poirot, doblando cuidadosamente sus pantalones limpios.
A los pocos minutos los dos visitantes eran introducidos en la habitación, y el corazón me dio un vuelco al reconocer en uno de ellos nada menos que a lord Estair, el lord Mayor de la Cámara de los Comunes; en tanto que su compañero, Bernard Dodge, era miembro del Departamento de Guerra, y como yo sabía amigo íntimo del Primer Ministro.
—¿Monsieur Poirot? —dijo lord Estair interrogadoramente. Mi amigo se inclinó, y el gran hombre, dirigiéndome una mirada, pareció vacilar—. El asunto que me trae aquí es reservadamente particular.
—Puede usted hablar libremente en presencia del capitán Hastings —dijo mi amigo haciéndome seña de que me quedara—. ¡No posee todas las cualidades, no! Pero respondo de su discreción.
Lord Estair seguía dudando, mas el señor Dodge intervino bruscamente:
—¡Vamos.... no nos andemos por las ramas! Toda Inglaterra conocerá a no tardar el apuro en que nos encontramos. El tiempo lo es todo.
—Siéntese, por favor, monsieur —dijo Poirot amablemente—. En esa butaca, milord.
Lord Estair se sobresaltó ligeramente.
—¿Me conoce usted? —preguntó.
—Desde luego —Poirot sonrió—. Leo los periódicos y a menudo aparece su fotografía. ¿Cómo no iba a conocerle?
—Monsieur Poirot, he venido a consultarle un asunto de la mayor urgencia. Debo pedirle que guarde la más absoluta reserva.
—¡Tiene usted la palabra de Hércules Poirot.... no puedo darle más! —dijo mi amigo.
—Se trata del Primer Ministro. Estamos en un grave apuro. ¡Pendientes de un hilo!
—Entonces, ¿el mal ha sido grave? —pregunté.
—¿Qué mal?
—La herida.
—¡Oh, eso! —exclamó el señor Dodge en tono de menosprecio—. Eso es una vieja historia.
—Como dice mi colega —continuó lord Estair—, ese asunto está terminado y olvidado. Afortunadamente, fracasó. Ojalá pudiera decir lo mismo del segundo atentado.
—¿Ha habido, pues, un segundo atentado?
—Sí, aunque no de la misma naturaleza. El Primer Ministro ha desaparecido.
—¿Qué?
—¡Ha sido secuestrado!
—¡Imposible! —exclamé estupefacto.
Poirot me dirigió una mirada aplastante, invitándome a mantener la boca cerrada.
—Desgraciadamente, por imposible que pueda parecerle, es bien cierto —prosiguió Dodge.
Poirot miró al señor Dodge.
—Usted acaba de expresar que el tiempo lo era todo, monsieur, ¿qué quiso usted decir con ello?
Los dos hombres intercambiaron una mirada, y luego lord Estair dijo:
—¿Ha oído hablar, monsieur Poirot, de la próxima Conferencia de los Aliados?
Mi amigo asintió.
—Por razones evidentes, no se han dado detalles de dónde iba a celebrarse. Pero aunque ha podido ocultarse a la Prensa, desde luego la fecha se conoce en los círculos diplomáticos. La Conferencia debe celebrarse mañana... jueves... por la noche, en Versalles. ¿Comprende usted ahora la terrible gravedad de la situación? No debo ocultarle que la presencia del Primer Ministro en esa Conferencia es de vital importancia. La propaganda pacifista, comenzada y mantenida por los agentes alemanes, ha sido muy activa. Es opinión universal que el punto culminante en la Conferencia será la fuerte personalidad del Primer Ministro. Su ausencia podría tener serias consecuencias.... posiblemente una paz prematura y desastrosa. Y no tenemos a nadie a quien enviar en su lugar. Él sólo puede representar a Inglaterra.
El rostro de Poirot se había puesto grave.
—¿Entonces ustedes consideran el secuestro del Primer Ministro como un atentado para impedir que asista a la Conferencia?
—Desde luego. En realidad estaba ya camino de Francia.
—¿Y la Conferencia ha de celebrarse...?
—Mañana, a las nueve de la noche.
Poirot extrajo de su bolsillo un enorme reloj.
—Ahora son las nueve menos cuarto.
—Dentro de veinticuatro horas —dijo el señor Dodge, pensativo.
—Y quince minutos —corrigió Poirot—. No olvide esos quince minutos, monsieur... pueden ser muy útiles. Ahora pasemos a los detalles... del secuestro... ¿Tuvo lugar en Inglaterra o en Francia?
—En Francia. El señor MacAdam cruzó la frontera francesa esta mañana. Esta noche debía ser huésped del Comandante en Jefe, y mañana continuar hasta París. Cruzó el Canal en un destructor. En Boulogne le esperaba un automóvil de la Comandancia y otro del ayudante de Campo del Comandante en Jefe.
—
Eh bien?
—Pues salieron de Boulogne.... pero no llegaron a su destino.
—¿Qué?
—Monsieur Poirot, era un automóvil falso y un falso A.D.E. El coche auténtico fue encontrado en una carretera de segundo orden con el chófer y ayudante seriamente heridos.
—¿Y el automóvil falso?
—Aún no ha sido encontrado.
Poirot durante unos instantes guardó silencio e hizo un gesto de impaciencia.
—¡Increíble! Seguramente no podrá escapar por mucho tiempo.
—Eso pensamos. Parecía sólo cuestión de buscar a conciencia. Esa parte de Francia está bajo la ley marcial, y estábamos convencidos de que el coche no podría pasar mucho tiempo inadvertido. La policía francesa y nuestros hombres de Scotland Yard y los militares han pulsado todos los resortes. Es increíble, como usted dice.... pero aún no ha sido descubierto.
En aquel momento llamaron a la puerta, y un joven oficial entró para entregar a lord Estair un sobre sellado.
—Acaba de llegar de Francia, señor. Lo he traído directamente aquí, como usted ordenó.
El ministro lo abrió con ansiedad y musitó una exclamación. El oficial se retiró.
—¡Al fin tenemos noticias! Han encontrado el otro automóvil y también al secretario Daniels, cloroformizado, amordazado y herido, en una granja abandonada cerca de C... no recuerda nada, excepto que le aplicaron algo en la boca y nariz y que luchó por libertarse... La policía considera veraz su declaración.—¿Y no han encontrado nada más?
—No.
—¿Ni el cadáver del Primer Ministro? Entonces, hay una esperanza. Pero es extraño. Porque, después de tratar de asesinarle esta mañana, ¿van ahora a tomarse la molestia de conservarle vivo?
Dodge meneó la cabeza.
—Una cosa es segura. Están decididos a impedir a toda costa que asista a la Conferencia.
—Si es humanamente posible, el Primer Ministro estará allí. Dios quiera que no sea demasiado tarde. Ahora,
messieurs
cuéntenmelo todo.... desde el principio. Debo conocer también minuciosamente lo referente al primer atentado.
—Ayer noche, el Primer Ministro, acompañado de su secretario, el capitán Daniels...
—¿El mismo que le acompañó a Francia?
—Sí. Como iba diciendo, fueron a Windsor en automóvil, donde el Primer Ministro tenía una audiencia. Esta mañana regresó a la ciudad, y durante el trayecto tuvo lugar el atentado.
—Un momento, por favor. ¿Quién es el capitán Daniels?
Lord Estair sonrió.
—Pensé que me lo preguntaría. No sabemos gran cosa de él. Ha servido en el ejército inglés y es un secretario muy capaz, y un políglota excepcional. Creo que habla siete idiomas. Por esta razón el Primer Ministro le eligió para que le acompañase a Francia.
—¿Tiene parientes en Inglaterra?
—Dos tías. Una tal señora Everhard, que vive en Hampstead, y la señora Daniels, que vive cerca de Ascot.
—¿Ascot? Eso está cerca de Windsor, ¿no?
—Ese lugar ya ha sido registrado infructuosamente.
—¿Usted considera al capitán Daniels fuera de toda sospecha?
Un ligero matiz de amargura empañó la voz de lord Estair al replicar:
—No, monsieur Poirot. En estos días me guardaré bien de considerar a nadie por encima de toda sospecha.
—
Très bien
. Ahora, milord, doy por supuesto que el Primer Ministro se hallaba bajo la protección de la Policía, para que todo intento de asalto resultara imposible.
Lord Estair inclinó la cabeza.
—Eso es. El automóvil del Primer Ministro iba seguido de cerca por otro en el que viajaban varios detectives vestidos de paisano. El señor MacAdam desconocía estas precauciones. Es un hombre que no teme a nada y se hubiera sentido impulsado a despedirlos sin contemplaciones. Pero, naturalmente, la policía hizo sus arreglos. La verdad es que el chófer del
Premier
, O'Murphy, es un hombre de la C.I.D.
[2]
.
—¿O'Murphy? Ese nombre es irlandés, ¿no?
—Sí, es irlandés.
—¿De qué parte de Irlanda?
—Creo que de Country Lane.
—
Tiens
! Pero continúe, milord.
—El
Premier
salió para Londres en un automóvil cerrado. Le acompañaba el capitán Daniels. El otro coche le seguía como de costumbre, pero desgraciadamente, y por alguna razón desconocida, el automóvil del Primer Ministro se desvió de la carretera.
—¿Es un punto donde la carretera forma una gran curva? —le interrumpió Poirot.
—Sí... pero, ¿cómo lo sabe?
—¡Oh,
c'est evident
! ¡Continúe!
—Por alguna razón desconocida —prosiguió lord Estair—, el coche del Primer Ministro dejó la carretera principal, y el de la policía, sin percatarse de su desviación, continuó su camino. A poca distancia, en un lugar poco frecuentado, el automóvil del Primer Ministro fue detenido de pronto por una banda de enmascarados. El chófer...
—¡El valiente O'Murphy! —murmuró Poirot pensativo.
—El chófer, sorprendido, detuvo el coche. El Primer Ministro asomó la cabeza por la ventanilla e inmediatamente sonó un disparo y luego otro. El primero le rozó la mejilla. El segundo, afortunadamente, no le alcanzó. El chófer, comprendiendo el peligro, continuó la marcha al instante dispersando a la banda a toda velocidad.
—Escapó de milagro —musité estremeciéndome.
—El señor MacAdam rehusó que se mencionara la ligera herida sufrida en la mejilla, declarando que sólo era un rasguño. Se detuvo en un hospital local donde le curaron y desde luego... sin revelar su identidad. Entonces continuaron hasta la estación de Charing Cross, donde le esperaba un tren especial para dirigirse a Dover, y tras referir brevemente lo ocurrido a la policía, el capitán Daniels salió con él para Francia. En Dover, subieron a bordo del destructor que les aguardaba. En Boulogne, como ya sabe usted, el automóvil falso le esperaba con la Unión Jack
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y sin que le faltase el menor detalle.
—¿Es todo lo que puede decirme? .
—Sí.
—¿No existen otras circunstancias que haya omitido, milord?
—Pues sí; hay algo bastante peculiar.
—Explíquese, por favor.
—El automóvil del Primer Ministro no regresó a la casa de éste después de dejarle en Charing Cross. La policía estaba deseosa de interrogar a O'Murphy, de modo que empezaron a buscarle inmediatamente. El coche fue encontrado ante cierto restaurante del Soho, que es conocido como lugar de reunión de los fichados como agentes alemanes.
—¿Y el chófer?
—No han podido hallarlo. También ha desaparecido.
—De modo —dijo Poirot pensativo—, que ha habido dos desapariciones: la del Primer Ministro de Francia, y la de O'Murphy en Londres.
Miró de hito en hito a lord Estair, que hizo un gesto de desaliento.
—Sólo puedo decirle, monsieur Poirot, que si ayer alguien me hubiera insinuado que O'Murphy era un traidor me hubiera reído en sus propias narices.
—¿Y hoy?
—Hoy no sé qué pensar.
Poirot asintió gravemente, volviendo a mirar su enorme reloj.
—Entiendo que se me da
carte blanche
, messieurs... en todos los sentidos. Tengo que poder ir donde quiera y como quiera.