Authors: Agatha Christie
Luego, dando media vuelta, salió de la tienda y el médico me miró preocupado.
—¿Cuál es su idea?
Aquella frase, tan familiar en labios de Poirot, me hizo sonreír al oírsela a otra persona.
—No lo sé exactamente —confesé—. Creo que tiene el plan de conjurar a los malos espíritus.
Fui en busca de Poirot y le encontré hablando con el joven de rostro enjuto que había sido secretario del difunto señor Bleibner.
—No —le decía el señor Harper—. Sólo hace seis meses que formo parte de la expedición. Sí, conocía los asuntos del señor Bleibner bastante bien.—¿Puede referirme lo que tenga relación con su sobrino?
—Un día apareció por aquí; no era mal parecido. No le conocía hasta entonces, pero algunos de los otros le conocieron antes... Ames, creo, y Schneider. El viejo no se alegró nada al verle. Y al poco estaban como el perro y el gato. «Ni un céntimo», gritaba el viejo. «No tendrás un céntimo ahora ni cuando me muera. Tengo intención de dejar mi dinero para que sirva de ayuda al esfuerzo de toda mi vida. Hoy he estado hablando de ello con el señor Schneider.» Y así poco más o menos. El joven Bleibner regresó a El Cairo en seguida.
—¿Gozó siempre de buena salud durante ese tiempo?
—¿El viejo?
—No, el joven.
—Creo haberle oído decir que no se encontraba bien pero no sería nada serio, o me acordaría.
—Una cosa más. ¿El señor Bleibner dejó testamento?
—Que nosotros sepamos, no.
—¿Se quedará usted en la expedición, señor Harper?
—No, señor. Me marcho a Nueva York en cuanto deje arregladas las cosas. Puede usted reírse cuanto guste, pero no quiero ser la próxima víctima de ese maldito Men-her-Ra. Y si me quedara, lo sería.
El joven se enjugó el sudor de la frente.
Poirot se volvió para marcharse, y le dijo por encima del hombro y con una sonrisa peculiar:
—Recuerde que una de las víctimas murió en Nueva York.
—¡Oh, al diablo! —replicó Harper, irritado.
—Este joven está nervioso —dijo Poirot, enigmático—. A punto de estallar.... a punto... a punto.
Le miré con curiosidad, pero su sonrisa enigmática no me dijo nada. Fuimos a visitar las excavaciones acompañados de sir Guy Willard y el doctor Tosswill. Los principales hallazgos habían sido trasladados a El Cairo, pero algunas de las decoraciones de la tumba eran en extremo interesantes. El entusiasmo del joven barón era evidente, aunque creía ver una sombra de inquietud en sus ademanes, como si no lograse escapar a la sensación de amenaza que flotaba en el ambiente. Cuando entramos en la tienda que se nos había asignado para asearnos antes de la cena, una figura oscura vestida de blanco se hizo a un lado para dejarnos paso con una gentil reverencia y murmurando un saludo en árabe. Poirot se detuvo.
—¿Es usted Hassan, el criado del difunto sir John Willard?
—Serví a milord sir John y ahora sirvo a su hijo. —Dio un paso hacia nosotros y bajó la voz—. Dicen que es usted un sabio que sabe tratar con los malos espíritus. Deje que mi joven amo se marche de aquí. Se respira el mal aire que nos rodea.
Y con gesto brusco y sin esperar una respuesta se marchó.
—El mal se respira por doquier —musitó Poirot—. Sí, lo percibo.
Nuestra cena no fue precisamente alegre. La voz cantante la llevó el doctor Tosswill, que disertó largamente sobre las antigüedades egipcias. Cuando nos disponíamos a retirarnos para descansar, sir Guy, cogiendo a Poirot por un brazo, le señaló una figura oscura que se movía entre las tiendas. No era humana; reconocí perfectamente la cabeza de perro que viera grabada en las paredes de la tumba.
Al verla se me heló la sangre.
—
Mon Dieu!
—murmuró Poirot persignándose—. Es Anubis, el cabeza de chacal, el dios de los espíritus fallecidos.
—Alguien se está burlando de nosotros —exclamó el doctor Tosswill, poniéndose en pie indignado.
—Ha entrado en su tienda, Harper —musitó sir Guy con el rostro muy pálido.
—No —dijo Poirot sacudiendo la cabeza—, en la del doctor Ames.
El doctor me miró incrédulo; luego, repitiendo las palabras de Tosswill, exclamó:
—Alguien se está burlando de nosotros. Vamos, pronto le cogeremos.
Y se lanzó en persecución de la asombrosa aparición. Yo le seguí, pero por más que buscamos no encontramos ni rastro de ningún ser viviente que hubiera pasado por allí. Regresamos, un tanto confundidos, y encontré a Poirot tomando medidas enérgicas, a su manera, para asegurar su seguridad personal. Estaba muy atareado en la arena. Reconocí la estrella de cinco puntas o Pentágono, que repetía varias veces. Como era su costumbre, Poirot estaba improvisando una conferencia sobre brujerías y magia en general... La Magia Blanca enfrentándose con la Negra... con amplias referencias del Ra y el Libro de la Muerte.
Al parecer, todo aquello excitó el desprecio del doctor Tosswill, quien me apartó a un lado, rugiendo de furor.
—Tonterías, señor —exclamó irritado—. Simplezas. Ese hombre es un impostor. No conoce la diferencia entre las supersticiones de la Edad Media y las creencias del Antiguo Egipto. Nunca había oído tal mescolanza de ignorancia y credulidad.
Procuré apaciguar al excitado experto y fui a reunirme con Poirot en nuestra tienda. Mi amigo resplandecía de contento.
—Ahora podemos dormir en paz —declaró feliz—. Y lo necesito. Me duele mucho la cabeza. ¡Ah, no sé lo que daría por una buena
tisane
!
Como si fuera la respuesta a su plegaria, se abrió la tienda y apareció Hassan con una taza humeante que ofreció a Poirot. Resultó ser una infusión de manzanilla, a la que es muy aficionado. Después de darle las gracias y rechazar otra taza para mí, volvimos a quedarnos solos. Después de desnudarme permanecí algún tiempo contemplando el desierto desde la tienda.
—Es un lugar maravilloso —dije en voz alta—, y un trabajo maravilloso. Puedo percibir su fascinación. Esta vida en el desierto.... el sondear en el corazón de una civilización extinta. Poirot, usted también tiene que sentir su encanto.
No obtuve respuesta y me volví algo molesto. Al instante mi contrariedad había desaparecido, siendo reemplazada por la inquietud. Poirot yacía sobre el tosco lecho con el rostro horriblemente congestionado. A su lado estaba la taza vacía. Corrí a su lado, y luego a la tienda del doctor Ames.
—¡Doctor Ames! —grité—. Venga en seguida.
—¿Qué ocurre? —dijo el médico, apareciendo en pijama.
—Mi amigo. Está enfermo. Agonizante. Ha sido la manzanilla. No permitan que Hassan abandone el campamento.
Como un rayo el doctor corrió hasta nuestra tienda. Poirot yacía en la misma posición en que yo lo dejara.
—Es extraordinario —exclamó Ames—, parece un ataque... o... ¿qué dice usted que ha bebido? —y alzó la taza vacía.
—¡Sólo que no lo bebí! —dijo una voz tranquila.
Nos volvimos asombrados. Poirot se hallaba sentado en la cama y nos sonreía.
—No —dijo de nuevo—. No la bebí. Mientras mi buen amigo Hastings estaba apostrofando la belleza de la noche, aproveché la ocasión para verterla, no en mi garganta, sino en una botellita que irá a manos del analista. No... —dijo al ver que el doctor hacía un movimiento repentino— como hombre razonable comprenderá que toda resistencia sería inútil. Mientras Hastings iba en su busca he tenido tiempo para ponerle a salvo. ¡Ah, Hastings, de prisa, sujétele!
No supe comprender la ansiedad de Poirot. Deseoso de salvar a mi amigo, me coloqué ante él, pero el médico tenía otra intención. Llevándose la mano a la boca introdujo algo en ella que exhaló un olor a almendras amargas, y tambaleándose hacia delante, cayó.
—Otra víctima —dijo Poirot en tono grave—, pero la última. Tal vez haya sido el mejor medio. Es el responsable de tres muertes.
—¿El doctor Ames? —exclamé estupefacto—. Pero si yo creí que usted lo achacaba a alguna influencia oculta...
—No supo comprenderme, Hastings. Lo que yo quise decir es que creía en la terrible fuerza de la superstición. Una vez se ha establecido firmemente que una serie de muertes fueron sobrenaturales, se puede apuñalar a un hombre a la plena luz del día, y será atribuida su muerte a la maldición... tan arraigado lleva la naturaleza humana el instinto de lo sobrenatural. Desde el primer momento sospeché que ese hombre se estaba aprovechando de ese instinto. Supongo que se le ocurrió la idea al fallecer sir John Willard, y despertarse la superstición en el acto. Al parecer, nadie podía sacar ningún beneficio particular de la muerte de sir John. El señor Bleibner era un caso distinto. Era un hombre muy rico. La información recibida en Nueva York contenía algunos puntos sugestivos. Para empezar, el joven Bleibner había dicho que tenía un buen amigo en Egipto, quien podría prestarle dinero. Tácitamente se comprendía que hacía referencia a su tío, pero a mí me pareció que de ser así lo hubiera dicho sin rodeos. Sus palabras me sugirieron a algún compañero suyo que hubiera hecho fortuna. Otra cosa, consiguió el dinero suficiente para marchar a Egipto, su tío se negó a adelantarle un penique, y no obstante pudo pagarse el pasaje de regreso a Nueva York. Alguien debió prestárselo.
—Todo eso es muy ambiguo —objeté.
—Pero había más. Hastings, ocurre bastante a menudo que las palabras dichas metafóricamente se toman al pie de la letra, y también puede suceder lo contrario. En este caso, las palabras que fueron dichas lisa y llanamente fueron tomadas en metáfora. El joven Blebner escribió sencillamente: «soy un leproso», pero nadie supo ver que se suicidó porque creía haber contraído la terrible enfermedad de la lepra.
—¿Qué? —exclamé.
—Ésa fue la intención de una mente diabólica. El joven Bleibner sufría alguna infección cutánea sin importancia; había vivido en las islas de los Mares del Sur, donde es bastante corriente esa enfermedad. Ames era un antiguo amigo suyo, un médico conocido, y no soñó siquiera en dudar de su palabra. Cuando llegué aquí mis sospechas se repartían entre Harper y el doctor Ames, pero pronto comprendí que sólo el doctor pudo haber perpetrado y realizado los crímenes, y supe por Harper que ya conocía al joven Bleibner. Sin duda alguna este último debió de hacer testamento o asegurar su vida en favor del médico, y Ames vio la oportunidad de hacerse rico. Le fue fácil inculcar a Bleibner los gérmenes mortales. Luego su amigo, desesperado por las terribles noticias que su amigo le ha comunicado, se suicida. El señor Bleibner, a pesar de sus intenciones, no hizo testamento. Su fortuna pasaría a su sobrino y de éste al médico.
—¿Y el señor Schneider?
—No podemos estar seguros. Recuerde que también conocía al joven Bleibner, y puede que sospechara algo, o tal vez el doctor pensase que una muerte más fortalecería la superstición. Además existe un factor psicológico muy importante, Hastings. Un asesino siempre siente el deseo imperioso de repetir su crimen, de ahí mis temores por el joven Willard. La figura de Anubis que vio usted esta noche era Hassan, vestido según mis instrucciones. Quise ver si conseguía asustar al doctor. Pero se necesitaba algo más para cogerlo. Vi que no le convencían del todo mis fingidas creencias, y mi pequeña comedia no le engañó. Sospeché que intentaría convertirme en su próxima víctima. ¡Ah, pero a pesar de la
mer maudite
, el calor insoportable y las molestias de la arena, las pequeñas células grises todavía funcionaban!
Poirot probó que sus teorías eran ciertas. El joven Bleibner, años atrás, en un momento de euforia producida por la bebida, hizo testamento, dejando «mi pitillera que tanto admiráis y todo lo demás que posea, que serán principalmente deudas, a mi buen amigo Robert Ames que una vez me salvó de perecer ahogado».
El caso se silencio todo lo posible y a partir de aquel día todo el mundo habla de la considerable serie de muertes relacionadas con la tumba de Men-her-Ra como una prueba triunfal de la venganza de un antiguo rey sobre los profanadores de su tumba, creencia que según Poirot me hizo ver, es contraría al sentir y pensar de los egipcios.
Poirot —dije—, le conviene un cambio de aires.
—¿Usted cree,
mon ami
?
—Estoy seguro.
—¿Eh.... eh? —replicó mi amigo sonriendo—. Entonces, ¿está todo arreglado?
—¿Acepta usted, pues?
—¿Dónde se propone llevarme?
—A Brighton. A decir verdad, un amigo mío de la ciudad me ha proporcionado un buen asunto y, bueno como vulgarmente se dice tengo dinero para gastar. Creo que un fin de semana en el «Gran Metropolitan» nos sentaría divinamente.
—Gracias, acepto agradecido. Ha tenido el buen corazón de acordarse de este viejo. Y a fin de cuentas, un buen corazón vale tanto como todas las células grises. Sí, sí, yo soy quien lo digo, a veces corro el peligro de olvidarlo.
Yo no le agradecí demasiado el comentario. Creo que Poirot algunas veces se siente inclinado a despreciar mi capacidad mental. Pero su contento era tan grande que dejé a un lado mi contrariedad.
—Entonces, todo arreglado —dije apresuradamente.
El sábado estábamos ya cenando en el «Grand Metropolitan» en medio de la alegre concurrencia. Todo el mundo parecía encontrarse en Brighton. Los trajes eran maravillosos, y las joyas.... exhibidas algunas veces por ostentación y no con buen gusto... eran algo magnífico.
—Bien, ¡esto es todo un espectáculo! —murmuró Poirot—. Éste es el hogar de los que han hecho fortuna sin escrúpulos, ¿no es cierto, Hastings?
—Se supone —repliqué—. Pero esperemos que todos no se hayan manchado con el mismo barro.
Poirot, complacido, miró en derredor suyo.
—La vista de tantas joyas me hace desear haber puesto mi cerebro al servicio del crimen, en vez de perseguirlo. ¡Qué magnífica oportunidad para algún ladrón distinguido! Hastings, fíjese en esa señora obesa, junto a la columna. Está completamente cubierta de pedruscos.
Seguí la dirección de su mirada.
—Vaya —exclamé—, es la señora Opalsen.
—¿La conoce?
—Ligeramente. Su esposo es un rico corredor de Bolsa que hizo una fortuna con la reciente alza del petróleo.
Después de la cena coincidimos con los Opalsen en el vestíbulo y les presenté a Poirot. Charlamos unos minutos y terminamos por tomar café juntos. Poirot dirigió unas palabras de alabanza a algunas de las costosas joyas que adornaban el voluminoso tórax de la dama, que se animó en seguida.