Authors: Agatha Christie
—Monsieur Poirot. El capitán Black.
Durante la breve charla, Poirot averiguó que el capitán Black se hospedaba en la Posada del Ancla. El bastón no había aparecido (lo cual no es de extrañar), y Poirot y yo nos marchamos tras nuevas disculpas.
Regresamos al pueblo a buen paso y Poirot quiso que fuéramos a la Posada del Ancla.
—Aquí nos instalamos hasta que vuelva el capitán —explicó—. ¿Se ha fijado usted en que puse de relieve que íbamos a regresar a Londres en el primer tren? Es posible que usted pensase que era así. Pues no... ¿Observó el rostro de la señora Maltravers al ver al joven Black? Evidentemente se sorprendió y él...
eh bien
, él estuvo muy cariñoso, ¿no le parece? Y vino aquí el martes por la noche... o sea, el día antes de que muriera el señor Maltravers. Tenemos que investigar las andanzas del capitán Black, Hastings.
Durante media hora espiamos la llegada de nuestro hombre a la posada. Poirot salió a su encuentro acosándole y al fin le trajo a la habitación que habíamos reservado.
—Le he estado explicando al capitán Black la misión que nos trae aquí —dijo Poirot—. Puede usted comprender, monsieur
le capitaine
, que deseo conocer el estado de ánimo del señor Maltravers antes de su muerte, y que al mismo tiempo no quisiera molestar a la señora Maltravers haciéndole preguntas dolorosas. Usted estuvo aquí el día antes de la desgracia, y puede darnos una información igualmente valiosa.
—Haré todo lo que me sea posible por ayudarles, se lo aseguro —replicó el joven militar—, pero no observé nada de extraordinario. Comprenda, aunque Maltravers era un amigo de mi familia, yo apenas le conocía.
—¿Cuándo vino usted?
—El martes por la tarde. Regresé a la ciudad a primera hora de la mañana del miércoles, ya que mi barco salía de Tilbury a eso de las doce. Pero ciertas noticias que recibí me hicieron variar mi plan, y me atrevo a asegurar que ustedes ya me oyeron explicárselo a la señora Maltravers.
—¿Tengo entendido que regresaba usted a África, capitán?
—Sí. He estado allí desde la guerra... un gran país.
—Exacto. ¿De qué hablaron durante la cena del martes?
—Oh, no lo sé. Se habló de los tópicos corrientes. Maltravers me preguntó por mi familia, luego discutimos la cuestión de la reconstrucción de Alemania, y la señora Maltravers me hizo muchas preguntas sobre África Oriental. Yo les conté un par de anécdotas... y creo que esto fue todo.
—Gracias.
Poirot guardó silencio unos instantes y al cabo dijo amablemente:
—Con su permiso, me agradaría ensayar un pequeño experimento. Usted nos ha dicho todo lo que sabe su consciente. Ahora deseo interrogar a su subconsciente.
—¿Qué? ¿Psicoanálisis? —exclamó Black, visiblemente alarmado.
—¡Oh, no! —repuso Poirot tranquilizándole—. Verá, se trata de lo siguiente: yo le digo una palabra, usted responde con otra, y así sucesivamente. Cualquier palabra, la primera que se le ocurra. ¿Quiere que empecemos?
—De acuerdo —repuso Black despacio, aunque intranquilo.
—Anote las palabras, haga el favor, Hastings —dijo Poirot. Luego sacó su enorme reloj de bolsillo y lo dejó encima de la mesa—. Vamos a empezar. Día.
Hubo una pausa momentánea y al fin Black replicó:
—
Noche
.
Poco a poco sus respuestas fueron más rápidas.
—Nombre —dijo Poirot.
—
Lugar
.
—Bernard.
—
Shaw
.
—Martes.
—
Cena
—Viaje.
—
Barco
.
—País.
—
Uganda
.
—Historia.
—
Leones
.
—Rifle corto.
—
Finca
.
—Disparo.
—
Suicidio
.
—Elefante.
—
Colmillos
.
—Dinero.
—
Abogados
.
—Gracias, capitán Black. Tal vez pueda usted concederme unos minutos dentro de media hora...
—¡Desde luego! —El militar le miró con curiosidad, secándose la frente mientras se levantaba.
—Y ahora, Hastings —me dijo Poirot sonriente cuando hubo cerrado la puerta tras él—. Lo comprende usted todo, ¿no es cierto?
—No sé a qué se refiere.
—¿Es que no le dice nada esa lista de palabras?
La repasé, pero me vi obligado a negar con la cabeza.
—Le ayudaré. Para empezar, Black contestó bien dentro del límite normal; sin pausas, de modo que podemos deducir que no tenía conciencia de culpabilidad y por lo tanto nada que ocultar. «Día» y «Noche», «Lugar» y «Nombre» son asociaciones normales. Empecé a trabajar con la palabra «Bernard», que pudo haberle sugerido el médico de la localidad de haber tenido contacto con él. Es evidente que no fue así. Después de nuestra reciente conversación dijo como respuesta «Cena» a mi «Martes», pero «Viaje» y «País» fueron contestados con «Barco» y «Uganda», demostrando claramente lo que le trajo aquí. «Historia» le recuerda una de las anécdotas sobre la caza del «León» que estuvo contando durante la cena. Seguí con la palabra «Rifle corto» y responde inesperadamente «Finca». Y cuando digo «Disparo» contesta sin dilación «Suicidio». La asociación parece clara. Un hombre que él conoce se ha suicidado con un rifle corto en una finca. Recuerde también que su mente sigue recordando las historietas que contó en la cena, y creo que estará de acuerdo conmigo en que no puedo andar muy lejos de la verdad si le pido al capitán Black que me repita esa historia sobre un suicidio particular que contó la noche del martes.
Black no tuvo el menor inconveniente. —Sí, ahora que lo pienso —dijo— les conté esa historia. Un individuo se suicidó en una finca pegándose un tiro. Lo hizo apuntando el rifle al paladar y la bala se alojó en su cerebro. Los médicos estaban intrigadísimos... no había nada que lo indicase excepto un poco de sangre en sus labios. Pero ¿qué...? —el capitán se detuvo.
—¿Qué tiene esto que ver con el señor Maltravers? Veo que ignora que había un rifle corto junto al cadáver.
—¡Quiere usted decir que mi historia le dio la idea... ah, es horrible!
—No se atormente... hubiera sido igual, de un modo u otro. Bien, tengo que telefonear a Londres cuanto antes.
Poirot sostuvo una larga conversación por teléfono, y regresó pensativo. Salió solo aquella tarde, y a las siete me anunció que no podía resisitr más y que iba a comunicar la noticia a la joven viuda, a quien yo había entregado toda mi simpatía sin la menor reserva. Quedarse sin un céntimo, y con el conocimiento de que su marido se había suicidado para asegurar su futuro, es una carga muy pesada para cualquier mujer. Sin embargo, yo abrigaba la secreta esperanza de que el joven Black pudiera consolarla después de pasados los primeros momentos de pesar. Era evidente que la admiraba muchísimo.
Nuestra entrevista con la dama fue muy dolorosa. Se negó a creer los hechos que Poirot le presentaba, y cuando al fin se convenció rompió a llorar amargamente. El examen del cadáver hizo que se confirmaran nuestras sospechas. Poirot lo lamentó muchísimo por la pobre señora, pero, al fin y al cabo, trabajaba para la Compañía de Seguros, y, ¿qué podía hacer? Cuando ya se disponía a marchar le dijo a la señora Maltravers con toda amabilidad:
—¡Madame!, ¡usted debía haber sabido que la muerte no fue natural!
—¿Qué quiere decir? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—¿Ha tomado parte alguna vez en sesiones de espiritistas? Usted es una buena médium.
—Madame, he visto cosas muy extrañas. ¿Sabe usted que en el pueblo se dice que esta casa está encantada?
Ella asintió y en aquel momento la doncella anunció que la cena estaba servida.
—¿No quieren ustedes quedarse a tomar algo?
Aceptamos agradecidos y pensando que tal vez nuestra presencia distrajera un tanto sus tristes pensamientos.
Acabábamos de terminar la sopa cuando se oyó un grito detrás de la puerta y ruido de loza rota. Nos pusimos en pie de un salto al tiempo que aparecía la doncella con la mano sobre el corazón.
—Era un hombre... en mitad del pasillo.
Hércules Poirot corrió fuera del comedor regresando rápidamente.
—No hay nadie.
—¿No, señor? —dijo la doncella con voz débil—. ¡Oh, me he llevado un susto!
—¿Pero por qué?
—Creí... que era el señor... se parecía a él.
Vi que la señora Maltravers se sobresaltaba, y sin darme cuenta me acordé de la superstición que asegura que un suicida no puede descansar. Ella también debió pensarlo, estoy seguro, ya que un minuto más tarde cogió del brazo a Poirot lanzando un doloroso grito.
—¿Ha oído? ¿Esos golpes en la ventana? Así es
cómo
solía llamar cuando pasaba junto a la casa.
—Es la hiedra —dije yo—. El viento la hace golpear contra el marco.
Pero cierto nerviosismo se iba apoderando de todos nosotros. La doncella estaba descompuesta, y cuando la cena hubo terminado la señora Maltravers suplicó a Poirot que no se marchase en seguida. Temía quedarse sola, y permanecimos sentados en la salita. El viento iba aumentando y gemía alrededor de la casa de un modo aterrador. Por dos veces se abrió la puerta lentamente, y cada vez la viuda se agarraba a mí despavorida.
—¡Ah, pero esa puerta está embrujada! —exclamó Poirot irritado. Y levantándose la cerró una vez más, dando luego vuelta a la llave—. ¡La cerraré con llave, así!
—No lo haga —dijo la señora Maltravers—, si ahora volviera a abrirse...
Y mientras hablaba ocurrió lo imposible. La puerta volvió a abrirse, poco a poco. Yo no podía ver el pasillo desde donde estaba, pero Poirot y ella sí. Con un estremecimiento volvióse hacia él.
—¿Le ha visto... ahí en el pasillo? —exclamó impresionada.
Él la miraba con extrañeza y al fin meneó la cabeza.
—Le he visto era mi esposo tiene que haberle visto usted también.
—Madame, yo no vi nada. Usted no está bien... está alterada...
—Estoy perfectamente bien. Yo... ¡Oh, Dios mío!
De pronto, sin previo aviso, las luces oscilaron y se apagaron. En la oscuridad sonaron tres fuertes golpes, y pude oír un gemido de la señora Maltravers.
¡Y entonces... le vi!
El hombre que había visto en la cama de arriba estaba allí de pie, rodeado de una luz fantasmal. Tenía los labios manchados de sangre y la mano derecha extendida, señalando. De pronto una luz brillante pareció salir de su mano y pasando ante Poirot y ante mí cayó sobre la señora Maltravers. ¡Vi su rostro pálido de terror y algo más!
—¡Cielos, Poirot! —exclamé—. Mire su mano, su mano derecha. ¡Está roja!
Ella bajó los ojos para mirarla e inmediatamente cayó al suelo.
—Sangre —exclamó con voz histérica—. Sí, es sangre. Yo le maté. Yo lo hice. Puse mi mano en el gatillo y apreté. ¡Sálveme... sálveme! ¡Ya vuelve!
Su voz se apagó en un sollozo.
—Luces —dijo Poirot.
Y las luces se encendieron como por arte de magia.
—Eso es —continuó—. ¿Ha oído usted, Hastings? ¿Y usted, Everett? Oh, a propósito, éste es el señor Everett, un buen artista de teatro. Le telefoneé esta tarde, su caracterización es buena, ¿verdad? Idéntico al difunto, y con una linterna y el fósforo necesario ha dado la impresión adecuada. Yo que usted no le tocaría la mano derecha, Hastings. La pintura roja mancha mucho. Cuando se apagaron las luces cogí la mano de la señora Maltravers, ¿comprende? A propósito, no debemos perder nuestro tren. El inspector Japp está fuera, detrás de la ventana. Una mala noche... pero ha podido entretenerse golpeándola de vez en cuando.
«¿Comprende? —continuó Poirot mientras caminábamos contra el viento y la lluvia—, había una ligera discrepancia. El doctor creía que el difunto era un Christian Scientist, y ¿quién pudo habérselo dicho sino la señora Maltravers? Pero ante nosotros ésta simuló que su esposo estaba muy preocupado por su salud. ¿Y por qué le sorprendió tanto el regreso del joven Black? Y por último, aunque sé que
los
convencionalismos exigen que una mujer guarde luto riguroso por su marido, no creo que sea necesario pintarse tanto los párpados de oscuro. ¿No se fijó usted, Hastings? ¿No? Como siempre le he dicho, ¡usted no ve nada!
Bien, así fue. Caben dos posibilidades. ¿La historia de Black sugirió al señor Maltravers una idea ingeniosa para suicidarse, o bien su otro oyente, la esposa, vio un sistema igualmente original de cometer un crimen? Yo me inclino por lo último. Para disparar en la posición inclinada, probablemente hubiera tenido que apretar el gatillo con el pie... o por lo menos eso imagino. Ahora bien, si el señor Maltravers hubiera sido encontrado con un pie descalzo, es seguro que lo hubiéramos sabido. Un detalle así no pasa inadvertido.
—No, como le digo, me sentí inclinado a considerarlo un caso de asesinato y no un suicidio, pero comprendí que no tenía la menor prueba en qué basar mi teoría. De ahí la comedia que ha visto representar con gran detalle, esta noche.
—Incluso ahora no veo todos los detalles del crimen —dije.
—Empecemos por el principio. Aquí tenemos una mujer astuta y calculadora, que conociendo la
débâcle
económica de su esposo, con quien se casó por interés, le induce a que asegure su vida a su favor por una fuerte suma y luego busca el medio de quitarlo de en medio. Una casualidad se lo ofrece... la extraña historia del joven militar. A la tarde siguiente, cuando supone que
monsieur le capitaine
está ya en alta mar, pasea con su esposo por los alrededores. «¡Qué historia más curiosa la de ayer noche!” —comenta—, «¿Es posible que un hombre pueda matarse de ese modo? Demuéstramelo si es posible!» El pobre tonto... la complace. Mete el cañón del rifle en su boca. Ella se agacha y pone el dedo en el gatillo riendo. «Y ahora —le dice con gran desfachatez—, ¿supón que apretase el gatillo?»
»Y entonces... y entonces, Hastings... ¡lo apretó!
Hasta el momento, en todos los casos que yo he relatado, las investigaciones de Poirot se iniciaron partiendo del factor central, ya fuese crimen o robo, y fueron siguiendo un proceso de deducciones lógicas hasta llegar a la solución final. En los acontecimientos que ahora voy a relatar, una curiosa cadena de circunstancias tuvo su principio en ciertos incidentes aparentemente triviales que atrajeron la atención de. Poirot y culminó en los siniestros sucesos que constituyeron uno de los casos más extraordinarios.