Berta había oído decir que los aviadores thorbod no conocían el miedo y jamás retrocedían. Ahora comprobó que era verdad. Los platillos volantes peleaban como verdaderas furias. Eran quizás los mejores aparatos del Universo, después de los destructores y las zapatillas volantes de Miguel Ángel Aznar, y aunque su número decrecía con rapidez espantosa, jamás demostraron dudas, temor, ni cansancio.
Muy lentamente al principio, cada vez más deprisa luego, la flota del autoplaneta fue sacando ventaja al feroz enemigo. Berta vio caer derribados todavía, convertidos en polvo cósmico, a dos destructores más. Luego, la menor concentración de proyectores Z sobre los destructores puso la victoria definitivamente del lado de la Policía Sideral. La batalla duró una hora y quince minutos, y en este tiempo se perdieron nueve destructores.
Los thorbod, contando muy por encima, habían perdido en el mismo tiempo unos 7.000 platillos volantes. El resto se puso en fuga en dirección a Marte.
—¡Cómo! —Exclamó Berta—. ¡Creí que los hombres grises no retrocedían nunca!
—Y así es. Si ahora vuelven atrás será porque su jefe se ha asegurado de la inutilidad de sus esfuerzos. Vamos a perseguirlos.
Se cursaron las órdenes oportunas. Toda la flota se puso en movimiento lanzándose en persecución del enemigo, al que poco a poco fueron dando alcance. Cuando les tenían a 300 millas, y cuando los Rayos Z de los platillos eran todavía ineficaces, los artilleros electrónicos de la flota sideral abrieron el fuego con todos sus cañones de proa. Uno tras otro, en racimos de cinco, ocho o diez, los platillos volantes fueron jalonando con explosiones azules dos millones de millas de camino a través del espacio. Cuando el último de los platillos se desintegró con una llamarada vivísima, Miguel Ángel ordenó hacer alto. El asteroide Eros, 433 de la serie, había desaparecido en la inmensa lejanía. Frente a la flota de la Policía Sideral se veía el planeta Marte como un hermoso rubí, resplandeciente en la lobreguez sideral, tachonada de miríadas de estrellas.
La batalla de Eros demostró que la única forma de aniquilar a la flota sideral sería apresándola en un círculo de 20.000 platillos volantes, cuanto menos. La batalla de Eros fue también la más feroz de las que había tomado parte Miguel Ángel Aznar, y la primera donde un enemigo cualquiera logró derribar nueve destructores construidos con dedona.
Los hombres grises de Marte debieron considerar de primordial importancia aniquilar a esta pequeña y tremendamente poderosa flota. Algunos platillos volantes de los que intervinieron en la batalla de Eros regresaron sin duda a Marte por largos caminos siderales, para contar cómo los titulados aparatos invencibles de la Policía Sideral habían caído derribados ante sus platillos volantes. Lo cierto fue que dos semanas más tarde, una formidable formación de 25.000 platillos volantes se presentó sobre Eros con la evidente intención de presentar batalla a la flota sideral y aniquilarla, aún a riesgo de perder casi toda aquella escuadra.
—No comprendo por qué han venido —dijo el almirante—. ¿Nos creen tan tontos como para hacerles frente?
E inmediatamente ordenó a todos los aparatos propios que emprendieran la huida hacia Marte, dando un ligero rodeo.
Los aparatos de Ángel eran mucho más veloces que los platillos volantes, de manera que pudieron eludir la batalla. En cambio, el almirante llevó a su pequeña flota hasta las cercanías de Marte, en donde les salieron al encuentro dos millares de apresurados cohetes marcianos. El almirante presentó batalla, y Berta pudo ver con gozo cómo los cohetes thorbod caían agavillados entre el satélite Phobos y el planeta Marte. Una considerable fuerza, integrada por varios miles de platillos volantes, salieron al encuentro de la flota sideral. Entonces, el almirante ordenó la retirada. Los platillos volantes se quedaron muy atrás.
Un centenar de horas más tarde, la flota volvía a presentarse en Eros, derribaba un millar de platillos y emprendía la fuga en dirección a la Tierra. Los hombres grises creyeron tal vez que no volverían, pero la flota viró a mitad camino y regresó a Eros, donde los hombres grises, contra toda lógica, habían desembarcado gran cantidad de máquinas zapadoras. Los destructores, aprovechándose de que la mitad de los platillos volantes se habían marchado, atacaron a la guarnición y bombardeó con torpedos atómicos el desgraciado Eros.
Los restantes 12.000 platillos volantes no estaban muy lejos y corrieron en auxilio de sus compañeros. Cuando llegaron, la flota sideral había desaparecido.
Así, por espacio de tres meses —contados por días de la Tierra —, la flota sideral fue el tormento y el quebradero de cabeza de los inteligentes hombres grises que habitaban Marte. Aquellos alucinantes destructores y zapatillas volantes aparecían donde menos se les esperaba, mordían con ferocidad en las líneas del enemigo y desaparecían en la inconmensurable inmensidad del cosmos. Durante aquellos tres meses, Miguel Ángel practicó la piratería sideral. Sólo presentaba batalla a las pequeñas formaciones de enemigos, rehuía las grandes y efectuó algunos raids muy violentos contra Phobos y Deimos, los dos satélites-base de Marte. Hizo imposible la explotación de Eros, y aun cuando los marcianos consiguieron fletar varios aviones de transporte con dedona, la flotilla pirata— como Ángel denominaba a su propia fuerza se encargó de impedir que llegaran a Marte. Todos sucumbieron a mitad camino, sin que su formidable escolta pudiera impedirlo.
Un día, al cabo de este tiempo, se recibió a bordo del destructor España, cubierto de gloria y de las cicatrices de los aerolitos que constituían los «escollos» siderales, un radio procedente del autoplaneta Rayo. Estaba expedido en clave y citaba a la flota para seis días más tarde… en Eros.
Seis días después, a bordo del destructor España, Berta Anglada oteaba el espacio por medio del poderoso telescopio. De pronto lanzó un grito. A la hora y minutos fijada, con exactitud cronométrica, apareció en el campo visual del telescopio la formidable mole del autoplaneta rodeado en un enjambre de más de 20.000 aviones, cuyas brillantes superficies metálicas herían con fuerza los rayos del Sol.
—¡Ahí está el Rayo… viene acompañado por los nuevos aviones cohete, protegidos con pintura de dedona! —gritó Berta.
Berta, en realidad, ignoraba si aquella formidable fuerza venía recubierta de dedona, pero así lo supuso. Corrió a dar la noticia a Miguel Ángel, y encontrándolo en mitad del angosto pasillo se le colgó del cuello, llorando de alegría.
—¡Berta… muchacha! —Llamó Ángel, golpeándola cariñosamente en la espalda—. ¿Qué le ocurre?
—Ángel. Yo… si usted me diera un… un beso, me consideraría la mujer… la mujer más feliz del mundo —sollozó Berta, abrazando al almirante.
Ángel se inclinó y la besó suavemente en los labios. Berta le rodeó el cuello con sus brazos y se apretó contra él.
—Lo siento, Berta —murmuró Miguel Ángel con voz ronca—. Yo… adiviné hace tiempo que me ama usted. Pero… bien; es usted una chica maravillosa… la única a quien podría dar mi corazón… si mi corazón no fuera todavía de una muerta.
—Perdóneme, Ángel —sollozó Berta—. Jamás me hubiera atrevido a decírselo. Pero puesto que lo sabe… me alegro… y… ¿no podrá quererme usted… nunca… un poquito…?
—Ya la quiero un poquito, Berta. Pero usted merece más, ¡mucho más!, y la miseria de mi cariño no le satisfacería a usted… ni a mí. No obstante… más adelante… ¿quién sabe? Mi dolor se mitigará seguramente, y cuando mi corazón vuelva a sentir sed de amor… será usted, sin duda la que más cerca está de él, quien entre de lleno en mis pensamientos y en mi vida.
Berta, profundamente avergonzada, se desprendió de los brazos de él y fue a refugiarse en su camarote.
Salió de él una hora más tarde, al empezar la batalla por la reconquista de Eros. Fue una batalla relámpago, donde los aparatos españoles vengaron con creces a sus compañeros caídos tres meses antes. Tal y como había dicho Berta Anglada, los 20.000 aparatos que iban a guarnecer el asteroide estaban recubiertos por una capa de pintura a base de dedona.
En igualdad de condiciones, los aviones iberos hubieran derrotado a los platillos volantes. Con la ayuda de la flota sideral y del autoplaneta Rayo, la victoria fue más rápida y más fácil. Doce horas después de haber empezado la batalla de reconquista, los primeros españoles hollaban el polvo de Eros e izaban el pabellón de la Policía Sideral. Poco después se posaba sobre el asteroide el autoplaneta. Berta y Miguel Ángel saltaron a tierra enfundados en sus pesadas corazas de vacío y corrieron hacia el Rayo.
Cinco grotescas figuras enfundadas en sendas corazas les salieron al encuentro. Eran los profesores Louis Frederick Stefansson y Erich von Eiken, Thomas Dyer, George Paiton y Richard Balmer, los cinco campeones de Miguel Ángel Aznar. Los seis amigos se fundieron en un apretado abrazo de alegría.
Berta miró sobre las cabezas de aquellos hombres del Rayo. Una poderosa grúa avanzó hasta el borde del anillo que rodeaba a la fantástica nave del espacio y descolgó sobre el polvo de Eros la primera máquina zapadora.
—¡Nadie podrá echarnos ahora de Eros! —oyó decir por radio al profesor Erich von Eiken—. ¡Traemos de todo! ¡Barrenas de dedona!, máquinas zapadoras, ingenieros, baterías de Rayos Z… y aparatos y pilas atómicas bastantes para rodearnos de una sólida atmósfera.
Berta sintió que los ojos se le empañaban. Una procesión de hombres encerrados en sus escafandras de vacío, descendían del Rayo. La actividad comenzaba de nuevo. Todavía faltaba mucho para llegar al fin, pero andando se llegaría. Oyó que la llamaban: «Venga con nosotros, Berta». Era Ángel. Y acudió.
FIN.
PASCUAL ENGUÍDANOS USACH (George H. White);(1923-2006). Nacido y vecino de Liria, Pascual Enguídanos Usach, funcionario jubilado de Obras Públicas y escritor, es considerado en la actualidad el decano de los autores españoles de ciencia ficción, representando a la primera generación de postguerra y quizá el de mayor éxito entre los autores de novela popular en su época. Si bien se encuadró inicialmente en lo que se ha dado en llamar Escuela Valenciana de Ciencia Ficción desde los años 60 se le comenzó a considerar en medios literarios del género como uno de los escritores españoles de mayor alcance. Comenzó su andadura como escritor en las colecciones de Editorial Valenciana
Comandos
,
Policía Montada
o
Western
, mientras que luego en la Editorial Bruguera colaboraría en
Oeste
,
Servicio Secreto
y
La Conquista del Espacio
. Bajo el pseudónimo de
«Van S. Smith»
o de
«George H. White»
, publicó nada menos que noventa y cinco novelas dedicadas al género. Su reputación en la ciencia-ficción española de los años cincuenta procede de un estilo ágil y del universo que propuso, pues cincuenta y cuatro de sus obras se inscriben en la llamada
Saga de los Aznar
, una auténtica novela-río adaptada al tebeo en dos ocasiones y que recibió en Bruselas el galardón a la mejor serie europea de ficción científica o, si usamos el anglicismo, ciencia-ficción. La
Saga
fue reescrita y ampliada en los años 70 y ha sido objeto de atención y reedición, y es actualmente reivindicada por aficionados y autores que continúan su obra.
Enguídanos propuso al editor de Valenciana una nueva colección dedicada a la ficción científica y para la cual había comenzado a escribir algunas obras. Este fue el inicio de la histórica
Luchadores del Espacio
, joya de la ciencia-ficción española, publicada en la década de los 50 por la Editorial Valenciana y donde la serie de Enguídanos, La
Saga de los Aznar
, con treinta y dos novelas que aparecieron entre 1953 y 1958, constituiría el cuerpo central de la colección. La obra, que recordaba a veces la estética de Flash Gordon y la literatura del Coronel Ignotus, fue reconocida como la mejor serie de ciencia-ficción publicada en Europa, (Convención Europea de Ciencia Ficción, Bruselas, 1978). El autor sería también homenajeado en el XXI Congreso Nacional de Fantasía y Ciencia-Ficción (Hispacón-2003), y durante la ceremonia de entrega de los premios Ignotus, le fue concedido a Pascual Enguídanos el premio Gabriel por la labor de toda una vida.