Fisiológicamente, un hombre gris era lo más original que pudiera imaginarse. Estos «hombres» carecían de pulmones y de corazón. Su sangre era incolora y fría. Su aparato digestivo simplificado y rudimentario. Respiraban por los poros. Su esqueleto era sencillo y robusto, de huesos grandes y estriados.
Con una de estas horribles criaturas estaba conferenciando el almirante Miguel Ángel Aznar en el momento de aparecer Berta Anglada en la sala de control.
Berta, como todos los habitantes de la Tierra, sabía bastante del idioma gutural de los hombres grises para poder sostener una conversación con ellos. Así, no encontró dificultad alguna en entender cuanto hablaban Miguel Ángel Aznar y el hombre gris de Marte, encuadrado en la pantalla de radiovisor.
—Dile a vuestro Gran Jed que aceptaré para la entrevista cualquier lugar que él designe, siempre que reúna para mí las mismas condiciones de seguridad que para él —estaba diciendo el almirante.
—Para ser tú el visitante exiges demasiadas garantías, extranjero —repuso el hombre gris de la pantalla—. No creo que el Gran Jed consienta en salir de su fortaleza para entrevistarse contigo, a menos que la conferencia sea de gran interés para nuestro jefe.
—Es de vital interés —aseguró Miguel Ángel con firmeza—. Díselo así, y dile también que es el almirante Aznar quien desea hablarle.
—Esta bien —repuso el hombre gris con un gruñido—. Esperad ahí sin avanzar una milla más. De lo contrario dispararemos contra vosotros.
La pantalla quedó a oscuras y allí mismo dio comienzo una impaciente espera de media hora, al cabo de la cual volvió a sonar el zumbador y a aparecer el hombre gris en la pantalla.
—¡Atención, almirante Aznar! —llamó su voz gutural.
—¡Al habla el almirante Aznar! —repuso Miguel Ángel dando vuelta a un botón para que el marciano pudiera ver su imagen.
—El Gran Jed Hotep accede a la entrevista. Esta tendrá lugar dentro de seis horas marcianas en el satélite Deimos. Deberás acercarte con un solo aparato dejando —su autoplaneta y al resto de tu flota a doscientas millas de Deimos. Tomarás tierra en el Cráter Mayor y te acercarás a pie, con tu séquito de doce hombres, a la fortaleza Odes.
—¡No acepte! —protestó Berta asiendo a Ángel por un brazo. Los marcianos han hecho de sus satélites Phobos Deimos dos formidables fortalezas. Estará allí tan desamparado como si bajara solo hasta el propio planeta Marte.
—No importa —aseguró Ángel sonriendo. Y volviéndose hacia el hombre de la pantalla añadió—: Estaré en el Gran Cráter de Deimos dentro de seis horas marcianas a contar desde este momento. Transmite mis saludos al Gran Jed Hotep.
—¡Majadero! —Refunfuñó Berta para sus adentros—. ¡Además de blandengue, imprudente!
L
os dos satélites de Marte son una verdadera rareza en el sistema planetario, tanto por su pequeñez como por la corta distancia que les separa del planeta. Sus nombre son Phobos y Deimos.
Phobos es un globo de unos diez kilómetros de diámetro solamente, un mundo al que un automóvil podría dar la vuelta fácilmente en menos de quince minutos.
Puesto a la corta distancia de 5. 800 kilómetros de la superficie de Marte produce, visto desde éste, el efecto de un bólido que en su veloz carrera por el cielo cruzara el meridiano cada 11 horas y 7 minutos. Desde Marte se veía como ven los terrestres a su satélite Luna, pero con un brillo inferior. Dada la corta distancia del satélite y al hecho de que su plano de evolución coincida aproximadamente con el ecuatorial, Phobos no resulta visible para todas las regiones de Marte, sino tan sólo para una vasta zona central. A mayor distancia de los 68 grados queda oculto por la curvatura del planeta, como lo quedaría también la cima de una montaña aunque tuviera 5. 8O0 kilómetros de altura.
Phobos es el único satélite cuya revolución en torno al primario es más rápida que el movimiento giratorio de éste en torno a su eje. Marte invertía en dar una vuelta completa 24 horas, 37 minutos y 23 segundos. Por lo tanto, Phobos corría hacia el este de Marte mucho más aprisa que un punto cualquiera situado en la superficie del planeta, lo que daba lugar a que Phobos naciera por Poniente y se ocultara por Oriente.
El otro satélite de Marte, Deimos, tiene aproximadamente las mismas dimensiones que el anterior y dista de Marte 19. 500 kilómetros. Su período de revolución sideral es de 30 horas y 18 minutos. Por lo tanto, obra según el satélite de la Tierra, saliendo por Levante y poniéndose por Poniente.
Las marcianos habíanse aprovechado de las magníficas condiciones de estos pequeños satélites edificando sobre ellos poderosas fortalezas que venían a ser como una avanzada de las defensas de Marte, del mismo modo que la Luna era una base destacada de la Tierra. Con la diferencia de que la Luna gravitaba a excesiva distancia de su primario, mientras que Phobos y Deimos estaban relativamente cerca de Marte.
Hacia el más alejado y lento de estos curiosos satélites, Deimos, partió el autoplaneta pese a los acres comentarios de Berta Anglada y el recelo de los seis generales que formaban el consejo de la Policía Sideral.
—Es una temeridad aterrizar con un solo aparato en Deimos —aseguró Berta—. Y una locura poner al autoplaneta al alcance de los cañones «Z» de los hombres grises. Se ve perfectamente clara su intención: raptarle a usted y disparar con sus cañones contra el Rayo.
—Me he dado cuenta —dijo el almirante tranquilamente—. Pueden disparar sobre el Rayo. No lo derribarán ni le causarán el menor daño. En cuanto a mí, el Gran Jed se cuidará de no tocarme un cabello mientras no esté a cubierto… y no lo estará en ningún caso. Nuestra flota rodeará a Deimos sin rebasar las doscientas millas de proximidad y aniquilarán a cualquier avión que trate de escapar del satélite. Hotep debe de tener noticias de lo que hicimos con Tarjas el año pasado. Sabiendo que nuestros torpedos terrestres son capaces de alcanzar y hacer saltar la más profunda de las fortalezas subterráneas, se cuidará de no incurrir en ningún error. En realidad no creo que Hotep se proponga capturarme, pero si ocurriera así no vacilen en lanzarse al ataque. Comunicaré con el Rayo personalmente cada veinte minutos. En cuanto haya transcurrido este tiempo sin recibir noticias mías ya saben lo que hay que hacer.
—¿Pretende que destruyamos a Deimos estando usted allí? —protestó el profesor Stefansson.
—Sí.
La firme respuesta del almirante no admitía objeción. A Berta le maravilló que sus amigos, se sometieran sin rechistar a las órdenes del que ella consideraba un imprudente. Acto seguido, el almirante designó a los que habían de acompañarle: George Paiton y Thomas Dyer, Arxis, el comandante saissai de todos los hombres azules del Rayo, y un coronel de cada uno de los grupos representativos de la Policía Sideral.
—Todavía no alcanzan el número permitido por los hombres grises —hizo notar Berta Anglada—. ¿Me permite que vaya yo también?
—Puede venir, si ese es su gusto. Berta asintió y salió con la lista de los coroneles que iban a Deimos. Poco después el autoplaneta llegaba a las proximidades del satélite y despegaban los cuarenta y nueve destructores y las doscientas zapatillas volantes que formaban la dotación del Rayo.
Cuando el almirante se acercó al destructor España, embutido en su robusta escafandra de vacío con George Paiton y Thomas Dyer, los demás esperaban ya junto al aparato igualmente provistos de sus trajes especiales y teniendo bajo el brazo la esfera de vidrio que había de cubrirles la cabeza.
Miguel Ángel hizo seña a todos para que entraran en el aparato, estrechó una por una las manos de los seis generales y ascendió a su vez al destructor. Este entró en a cámara neumática, y luego se deslizó suavemente por el anillo que rodeaba al autoplaneta.
—¡Adelante! —ordenó Miguel Ángel al piloto «robot».
El aparato salió proyectado hacia adelante a gran velocidad dejando a sus espaldas al autoplaneta. Deimos era visible como un gran globo rodando por el espacio junto a otro globo inmensamente mayor: Marte. Más allá parecía Phobos, adelantando a pasos agigantados a dimos en su revolución alrededor del planeta.
Deimos era como una Luna pequeña. Su superficie estaba acribillada de cráteres, abiertos por los aerolitos en largos siglos de continuo bombardeo. Hacia el mayor de estos cráteres se dirigió el aparato frenando su veloz marcha según se aproximaba. Al mismo tiempo pudieron ver una formidable flota de más de mil aparatos marcianos revoloteando como pequeños satélites alrededor de Deimos.
—¿Qué tal? —refunfuñó Berta señalándolos—. ¿No dije yo que los hombres grises no traman nada bueno?
El destructor España se inmovilizó un momento sobre el Gran Cráter y luego descendió suavemente sobre un lecho de polvo amarillento. Los embajadores se ajustaron sus escafandras en la cámara neumática, de donde una poderosa bomba extrajo el aire haciendo el vacío.
Miguel Ángel abrió la puerta y saltó a tierra seguido inmediatamente por Berta y los demás. Sus pies se hundieron en el fino polvo. El sol les daba de frente alargando sus sombras sobre aquel desierto. Estas sombras, como todas las proyectadas por las rocas y las pequeñas lomas de Deimos, ofrecían la particularidad de ser tan densas que la vista no distinguía nada a través de ELIAS. Aun a pleno sol, tuvieron que encender las lamparillas eléctricas al entrar en la sombra que proyectaba el cono del cráter.
La fuerza de gravedad era en Deimos muy pequeña, de forma que el más leve movimiento brusco les levantaba a dos o tres metros de altura.
La ascensión de la ladera interior del cráter estuvo erizada de dificultades. Cuando por fin llegaron a la cima pudieron ver al otro lado el arranque de una pista de cemento, donde les estaban aguardando un par de automóviles especiales para correr por los planetillas. Eran unos coches sin formas aerodinámicas, recios y pesados como un arcaico tanque de la Tierra. Junto a los automóviles esperaban cuatro hombres grises, recios y altísimos dentro de sus escafandras y corazas que mantenían la debida presión en su interior. Estas extrañas criaturas, al igual que los terrestres, iban completamente desarmadas.
Un momento más tarde nuestros amigos llegaban junto a los coches y los hombres grises.
—Soy el almirante Aznar les dijo el español por radio —. ¿Dónde está el Gran Jed?
—Subid a los coches. Os llevaremos a —respondió uno de los hombres grises, insignias de oficial.
Los terrestres se acomodaron en los dos coches, quienes emprendieron la marcha deslizándose por la pista a moderada velocidad.
Pronto apareció en el combado horizonte de Deimos el perfil de una oscura loma en cuya cima se erguía una caperuza de acero gris. Alrededor de la loma podían verse hasta una docena de platillos volantes, una versión más grande y poderosa de aquellos que siglos antes intrigaran a los habitantes del planeta Tierra.
Al detenerse los automóviles eléctricos, un grupo de hombres grises se acercaron para curiosear a los terrestres.
Berta sintió erizarse su piel bajo la mirada helada y fija de aquellos grandes y horribles ojos.
Una poderosa batería de proyectores de Rayos Z circundaba la loma, a cuya cúspide ascendieron por una larga escalera. Entraron en la cúpula de acero y tomaron un ascensor que, hundiéndose en el subsuelo del satélite Deimos, les dejó en una cámara neumática. Allí, una vez herméticamente cerradas las compuertas, se inyectó oxígeno hasta alcanzar una presión de un kilo por centímetro cuadrado y 22 grados de temperatura.
Al salir de la cámara, los dos oficiales que acompañaban a los terrestres se desembarazaron de sus escafandras. Ángel hizo lo mismo colocándosela bajo el brazo y los demás le imitaron mientras andaban a lo largo de un corredor que les dejó en una antecámara desprovista de muebles. Uno de los hombres grises fue a avisar al Jed de la llegada de los terrestres. Regresó al cabo de unos segundos diciendo:
—Podéis pasar. El Gran Jed, Hotep, os aguarda. Ángel cruzó la puerta de acero y entró en una habitación mayor, de forma circular, en cuyo centro había una enorme mesa redonda de material plástico. Las paredes se veían llenas de mapas. También había allí una pantalla de televisión. Hotep, el Jed supremo de los hombres grises, estaba con dos de sus almirantes inclinado sobre un plano que cubría toda la mesa. Levantó la cabeza al entrar la embajada terrestre y clavó en Miguel Ángel sus grandes y fríos ojos purpúreos.
Hotep era un gigantón de dos metros y medio de alzada. Vestía una especie de «mono» metálico construido de diminutas escamas color verde y le caía sobre los hombros un manto azul celeste. Se irguió arrogante y preguntó con su profunda voz nasal:
—¿Eres tú el almirante de la Policía Sideral? —Sí— respondió el español tranquilamente. Y preguntó a su vez—: ¿Eres tú Hotep, el Gran Jed de los Thorbod?
—Yo soy Hotep —gruñó el Jed con altanería—. ¿Qué mil demonios quieres? ¿Qué negocio es ese que quieres proponerme y que aseguras atañe por igual a nuestros dos pueblos? ¿Ignoras que los thorbod aborrecen a los de tu raza y no negocian con ellos?
—Eso ha sido hasta ahora, Hotep. En las actuales circunstancias no tenéis más remedio que negociar con nosotros —aseguró Miguel Ángel con firmeza. Los grandes ojos de Hotep se enturbiaron—. Así, —dijo— ¿has venido a amenazarnos? —Solamente a advertiros que cualquier agresión armada por parte vuestra contra la Tierra significaría una agresión contra todas las naciones unidas de la Tierra y Venus. Oficialmente te fue comunicada la creación de la Policía Sideral. Fuisteis invitados también a ingresar en ella. No habéis contestado todavía. ¿Puedes hacerlo ahora, Hotep?
—Sí —rugió el Jed irguiendo su gigantesco corpachón—. Puedes decir a los que te han mandado que jamás nos someteremos a los dictados de la Policía Sideral, ese organismo que los hombres blancos habéis creado para vuestro exclusivo provecho.
—Todas las razas del Universo, sea cual fuere su color, se benefician igualmente en una paz estable. La nación thorbod no puede permanecer al margen de nuestra organización.
—¿Por qué? —preguntó el Jed resonando por su trompetilla.
—La Policía Sideral va a desarmar a todas las naciones, pero nadie podrá arrojar las armas mientras quede en pie y armado un posible agresor… Vosotros.
—¿Quieres decir que os proponéis desarmarnos de cualquier forma? —preguntó el Jed amenazador.