—He venido a proponeros la paz —dijo el español— —. He venido también a recordaros que una guerra entre los hombres grises y los hombres de sangre caliente sería fatal para todos. Tenemos el arma que podría aniquilaros en cualquier momento. Debéis de convenceros de una vez para siempre que jamás nos dejaremos dominar por el hombre gris, y que antes de someternos a nadie, preferiríamos utilizar nuestra fatal arma y perecer arrastrando con nosotros a la hecatombe a nuestros enemigos. Esto, sin embargo, no ocurrirá así. Marte puede o no entrar en la gran familia de naciones y alistarse en la Policía Sideral, pero si Marte intenta agredir a la Tierra o a Venus… a la menor señal de hostilidad… la sumiremos en el caos y pasará a ser un planeta MUERTO. El Gran Jed alzó una mano.
—¡Basta de baladronadas! —Rugió resoplando por su grotesca trompetilla—. ¿Cómo osas venir aquí a amenazarnos? ¿De qué arma destructora estás hablando? ¿Te refieres tal vez a la que podría iniciar una reacción en cadena que acabara con la atmósfera y los mares de Marte? Pues bien, también nosotros tenemos esa arma, y hace tiempo que hubiéramos podido aniquilar a la Tierra y a Venus de haber querido hacerlo.
Un silencio tenso cayó sobre aquella habitación circular. Berta miró a Miguel Ángel y le vio palidecer, no sabía si de rabia o de miedo. Los altos oficiales thorbod dejaban escapar aquel suave ronroneo que era su forma especial de exteriorizar, un sentimiento parecido a la risa humana. En cuanto a los seis coroneles y a George Paiton y Thomas Dyer, habían quedado inmovilizados por la sorpresa. —¿Qué tienes que decirme ahora? —Preguntó el Gran Jed tocando con uno de los dedos de su mano izquierda en el pecho de Miguel Ángel—. ¿Continúas creyendo que tu Policía Sideral va a poder obligarnos al desarme?
—Considero que el asunto se agrava así, de forma insospechada y terrible. Peor que un arma capaz de destruir, son dos armas dispuestas para el mismo fin. Si tuviéramos nosotros solos esa arma la paz estaría más o menos asegurada. Pero teniéndola también vosotros, si es cierto que la poseéis, la guerra puede surgir en cualquier instante. Ahora, con más motivos que nunca, insisto en que debemos llegar a un acuerdo pacífico para evitar nuestra mutua destrucción —dijo el español con voz extraordinariamente clara y alta.
—Jamás podremos llegar a un acuerdo mutuo —respondió Hotep—. A menos que los hombres de sangre roja reconozcan la superioridad en todos los órdenes, de la raza thorbod y se dejen regir y civilizar por nosotros.
—¿Es posible soñarais alguna vez en tamaño disparate? —preguntó Miguel Ángel enrojeciendo.
—El destino del Universo es gravitar bajo la hegemonía del gran pueblo thorbod —aseguró Hotep con arrogancia—. Sois débiles, caprichosos, vanos y estúpidos. Cualquier animal de los que tituláis de orden inferior es en realidad superior a vosotros. La suerte os ha colocado en el planeta más bello de esta galaxia, pero nosotros os arrojaremos de él obligándoos a ocupar el puesto secundario que merecéis.
Los ojos oscuros del español despidieron chispitas de cólera.
—Nadie podrá arrojarnos jamás de la Tierra —afirmó con voz temblorosa de rabia—. No soñéis en aniquilar a la Tierra sin ser a la vez aniquilados. Y ahora, Hotep, como gran almirante de la Policía Sideral, te sugiero que medites despacio acerca de nuestra proposición de paz.
—Ni la propia supervivencia aceptaríamos de un pueblo como el vuestro —escupió el Gran Jed con desprecio.
—En tal caso no merece la pena perder más tiempo en discusiones —masculló apretando los puños—. Puesto que no queréis la paz y nosotros no queremos la guerra, bloquearemos a Marte. Os aislaremos de los demás mundos como a un bacilo virulento y estaréis en vuestro propio planeta tan prisioneros como un pájaro en una jaula. Las patrullas de la Policía Sideral atacarán y destruirán a cualquiera de vuestros aparatos que rebase las veinte mil millas a partir de la órbita del satélite Deimos. Podéis morderos entre vosotros como perros rabiosos, pero en ningún caso toleraremos que llevéis el virus de la guerra más allá de vuestras fronteras. Nada más. Todavía os concederé treinta días para que meditéis acerca de mi proposición. Transcurrido este plazo entrará en vigor el bloqueo de la Policía Sideral.
Miguel Ángel Aznar giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.
—¡Imbécil fanfarrón! —Bramó Hotep a sus espaldas—. ¡Sabes perfectamente que tus aparatos, esos que tienen fama de invencibles, son un puñado de moscas para las escuadras siderales thorbod!
Miguel Ángel se volvió, sonrió al Gran Jed y llamó a sus acompañantes diciendo:
—Vamos. La conferencia ha terminado.
Berta fue la primera en apresurarse a salir siguiendo los sonoros pasos del español sobre el pulimentado piso del refugio subterráneo. Fuera esperaban los dos oficiales que les habían guiado. Con ellos entraron en la cámara neumática y poco más tarde en el ascensor. Cuatro minutos más tarde los coches eléctricos les dejaban al pie del Gran Cráter. Allí les estaba aguardando el destructor del autoplaneta, que se remontó en el espacio en cuanto el último de los coroneles hubo cerrado herméticamente la portezuela de la cámara neumática.
A
l descender de la aeronave, ya en el autoplaneta, la cara de Miguel Ángel Aznar era un libro abierto en el que podían leerse el despecho y la desesperanza. —¿Qué tal fue la conferencia? Le preguntó el general Ortiz.
—Fue un fracaso total reconoció el almirante —. Si alguna vez esperé de los hombres grises comprensión hacia los problemas humanos estaba totalmente equivocado. A ellos les importa un bledo lo que ansiemos. Se consideran superiores a nosotros en todos los órdenes y no cejarán en sus afanes de dominio universal ni siquiera cuando les hayamos aniquilado y quede uno sólo de esos malditos bichos.
—¿Tan mal fueron las cosas? Preguntó Kisemene, el general africano.
—Hotep aseguró, sin empacho, que jamás se someterá los dictados de la Policía Sideral. Y que continuará obrando según crea conveniente.
—Eso da al traste con nuestras esperanzas —dijo el general Yenangyat lanzando chispitas por sus ojillos oblicuos—. No sólo es imposible el desarme de las naciones de la Tierra, sino que tendremos que continuar fabricando instrumentos de guerra.
—Sí —contestó el almirante muy a su pesar—. No es posible comenzar a reducir gastos de armamentos mientras no empiecen a salir de las fábricas los cruceros de nuevo modelo. Esto quiere decir que los habitantes de la Tierra y Venus tendrán que apretarse el cinturón y dedicarse a trabajar con furia para que los marcianos no nos pillen desprevenidos.
—Eso es imposible —exclamó el general Yenangyat—. Asia, después de la guerra contra los Estados Unidos y la Federación Ibérica, ha quedado desmembrada y macilenta. Si la industria que actualmente nutre al Imperio Asiático se dedica a construir armamentos, ¿qué va a ser de mi pueblo? Nuestro ejército quedó prácticamente aniquilado en la pasada contienda. ¿Tiene usted idea del esfuerzo que representaría volver a reorganizarlo?
—Mi nación carece en absoluto de ejército —dijo a su vez el general Limoges, de los Estados Unidos Europeos—. Todavía nos falta mucho para normalizar nuestra existencia, pese a la ayuda que nos están ofreciendo los Estados Unidos de Norteamérica.
—Ayuda que se suprimirá automáticamente en cuanto tengamos que ocuparnos en cubrir las brechas que abrieron en nuestras fuerzas armadas los ejércitos del Imperio Asiático —añadió el general Norteamericano Power.
—La Federación Ibérica tiene su aviación intacta —murmuró el general Ortiz—. Para aumentar nuestros efectivos tendríamos que retirar nuestra ayuda al Imperio Asiático, cuyas fábricas de alimentos estamos reconstruyendo.
—Todo se puede arreglar con deseos de colaboración y sacrificio —dijo Miguel Ángel con voz irritada—. Que la Federación Ibérica y los Estados Unidos compartan sus alimentos con el Imperio Asiático y los Estados Unidos de Europa. Que el Imperio Asiático deje de fabricar muebles y aspiradores y construya aparatos aéreos. Que la Unión Africana y Venus extraigan más minerales de sus minas. Estamos empeñados en una carrera contra reloj y hemos de ganarla… o perecer. Al mismo tiempo apresuraremos la explotación del asteroide 433. Habíamos calculado que necesitaríamos dos años como mínimo para sacar de las fábricas el primero de los nuevos cruceros interestelares. Pues bien, hemos de reducir este tiempo a la mitad. Dentro de un año debe de salir de las fábricas el primer crucero, y en un año más hemos de tener armada a la Policía Sideral.
—¿Cree usted que es posible realizar este esfuerzo? —preguntó Kadde, el general que Venus había destacado en el cuerpo de Policía Sideral.
—Ha de ser posible —aseguró Ángel con firmeza. Y volviéndose hacia Arxis ordenó—: Haced rumbo a Eros. Que los aparatos se recojan a bordo.
Los generales se miraron los unos a los otros consternados.
—Abandonen esa actitud desolada —les dijo Ángel—. Todas nuestras esperanzas están ahora en el asteroide Eros. Vamos a ver cómo van los trabajos por allá.
Cuando el autoplaneta arribó al asteroide 433, la superficie de éste estaba en plena efervescencia. Como un millar de aeronaves comerciales —aparatos donde había sido eliminado todo armamento y comodidad a fin de darles más capacidad de carga —, descansaban sobre el polvo que cubría a Eros.
Una fuerza de tres mil aparatos de combate envolvían al planetilla como una nube de moscas. La superficie del asteroide era casi invisible a través del polvo que levantaban las máquinas excavadoras. Por todas partes se encontraban muestras de una actividad febril e ininterrumpida.
Pese a que todo el mundo estaba trabajando con ardor, al almirante de la Policía Sideral le pareció que podía cuanto menos triplicarse el rendimiento.
—La dificultad está en la energía eléctrica que mueve las máquinas excavadoras. Mientras no lleguen generadores atómicos no podrá aumentarse el número de máquinas.
—Utilizaremos al Rayo como central térmica de electricidad por ahora —anunció—. Luego lo llenaremos de material y lo transportaremos a la Tierra. En un solo viaje de nuestro autoplaneta llevaremos tanta carga como en un millar de aviones corrientes.
Personalmente se ocupó Miguel Ángel de organizar la explotación de los yacimientos. No queriendo confiar los resultados de su fracasada embajada en Marte a las ondas hertzianas, por temor a que los hombres grises interceptaran el radio, expidió a la Tierra un par de destructores, llevando un mensaje escrito para el Consejo Supremo de la Policía Sideral, acomodada en Madrid.
Los generales Yenangyat, Ortiz y Power fueron con el mensaje a la Tierra para aclarar verbalmente las dudas que el Consejo pudiera encontrar en el escrito.
«Considero —decía el almirante— que nuestro futuro depende ahora de que podamos poner en línea, a la mayor brevedad posible, los nuevos aparatos intersiderales y, por consiguiente, de Eros. Este asteroide se encuentra más cerca de Marte que de la Tierra, y en los meses próximos, todavía se aproximará más al planeta de nuestros enemigos potenciales. Por lo tanto, juzgo de primordial importancia mantener una fuerte guarnición en Eros al tiempo que activamos los trabajos de extracción del nuevo mineral. Sugiero manden enseguida más máquinas excavadoras, generadores atómicos y aviones de transporte, así como personal especializado. »
En los días siguientes, el autoplaneta se convirtió de instrumento bélico en urbe industrial. Los cuatro espaciosos rascacielos ofrecieron un excelente alojamiento para los operarios, y en mitad de la enorme plaza fue amontonándose el material en bruto extraído del asteroide.
Berta notó preocupado al almirante. Al preguntarle por las causas, Miguel Ángel respondió:
—Estoy preguntándome cuánto tardarán los hombres grises en darse cuenta de nuestra presencia en este asteroide y la interpretación que darán a nuestra extraordinaria actividad.
—Que piensen lo que quieran —dijo Berta—. Con tal de que nos dejen en paz.
—Esa es la cuestión —murmuró Ángel—. Si los thorbod nos descubren empezarán a hacerse preguntas, y llegarán infaliblemente a la conclusión de que estamos tramando algo. Algo que, naturalmente, va contra ellos.
Tal y como esperaba el almirante, los hombres grises no tardaron en dar señales de vida. Los aparatos del autoplaneta patrullaban constantemente describiendo órbitas de hasta 20.000 millas alrededor de Eros. Al vigésimo día de haber llegado el Rayo, un oficial saissai se presentó a Miguel Ángel con esta noticia:
—Una patrulla de cincuenta platillos volantes fue descubierta por el teleobjetivo automático de mi destructor. Traté de ponerme en comunicación por radio con los tripulantes de los platillos volantes, pero no obtuve respuesta. Suponiendo que me estaban escuchando pero que no querían darse por enterados de mi llamada, les ordené que se retiraran inmediatamente o dispararía contra ellos. Entonces trataron de escabullirse en dirección a Eros. Ordené hacer fuego a mis artilleros autómatas y éstos derribaron a dos de los platillos. Los demás huyeron en dirección a Marte. ¿Hice bien en disparar contra ellos?
—Sí, Jenko. Hiciste bien. Vuelve a patrullar y ojo avizor por si vuelven los platillos volantes.
Miguel Ángel cursó una orden a los aparatos que guarnecían a Eros para que dispararan contra todo avión que no se identificara.
Transcurrieron seis días sin que volvieran a aparecer los platillos volantes. Los trabajos de extracción de mineral continuaban a ritmo acelerado, alterando la fisonomía del asteroide. En el laboratorio del autoplaneta, el profesor Erich von Eiken y Pedro Mendizábal, ayudados por un equipo de expertos metalúrgicos, trabajaban sobre las muestras de dedona, el material recién extraído. Súbitamente reaparecieron los platillos volantes. Llegaron formando grupos de dos o tres. En ocasiones era un solitario platillo el que se deslizaba al hurto por el hemisferio en sombras del asteroide, burlando por un momento la estrecha vigilancia de las patrullas. Casi todos sucumbieron bajo los fulminantes disparos de los aviones íberos. Algunos, muy pocos, consiguieron escapar a tiempo, llevándose con toda seguridad excelentes fotografías del asteroide 433.
—Ahora ya tienen lo que buscaban —refunfuñó Miguel Ángel—. Esperemos que no interpreten los hechos tal y como son.
—Usted no cree que suceda así —contestó Berta Anglada.
—Ciertamente, no. Cualquier niño comprendería que estamos arrancando de las entrañas de Eros algún mineral precioso y desconocido en la Tierra —farfulló el almirante—. Incluso es muy probable que los hombres grises tengan muestras de dedona. Tengo entendido que también ellos exploraron todos los asteroides que gravitan entre Neptuno y el Sol.