—Construiríamos aviones de oro, si el oro fuese capaz de resistir los Rayos Z —aseguró el general.
—Desde luego, pero no espere que se construyan aviones con el material que descubrí en Eros. Su peso específico es enorme. Un aparato aéreo fabricado con ese material no podría elevarse. Todo lo más que podemos esperar de él es que sirva para levantar corazas terrestres más resistentes que las actuales.
—¿Y no se le ha ocurrido que ese material pueda tener otras propiedades?
—Confieso que no le di demasiada importancia. Desde luego, carece por completo de ninguna propiedad radiactiva. No obstante, lo analizaré con más cuidado…
—Ya lo han analizado —dijo el general.
—¿De veras? ¿Quién lo hizo? —pregunto «Mendi» con curiosidad.
—El profesor Erich von Eiken.
—¿Von Eiken? No le conozco, ni le oí nombrar nunca.
—Porque ha estado usted ausente de la Tierra durante más de un año. De lo contrario sabría que el profesor Erich von Eiken es uno de los dos hombres de ciencia que acompañaban a Miguel Ángel Aznar cuando éste llegó aquí procedente de un planeta inmensamente lejano. Podrá conocerle dentro de un momento, porque vamos a verle. El profesor quiere hablar con usted, como especialista en cuestiones de mineralogía, y a la comandante Anglada. Como jefe de la expedición que fue al asteroide 433, para preguntarles acerca de las posibilidades de explotación de los yacimientos del mineral que trajeron de Eros.
—¡Explorar esos yacimientos! —Exclamó «Mendi» en el colmo del asombro—. ¿Para qué?
—Para construir con ese mineral aeronaves del tipo de los destructores del Rayo. Lo que usted encontró en Eros es quizás el mineral más raro de cuantos se conocen. De hecho no existe en nuestra galaxia. El profesor von Eiken es de la opinión que Eros no formó nunca parte del cortejo de planetas, planetillas y aerolitos que se supone se originaron a partir de una masa fluida común. Es posible que Eros proceda de otra lejana galaxia, habiendo llegado a la nuestra por azar y quedando preso de la fuerza de atracción de nuestro Sol. Eros, según todas las apariencias, es un intruso extragaláctico. Su peso específico, libre de impurezas, debe aproximarse a los cuarenta mil kilogramos por decímetro cúbico. Es decir, uní, remache hecho de este mineral pesaría tanto que ni usted ni yo podríamos levantarlo del suelo.
—Si es así —preguntó Berta—, ¿qué utilidad puede tener para nosotros? Una aeronave construida de este material no podría despegar. Su enorme peso la hundiría en el suelo.
—No, y esa es la propiedad más notable de nuestro nuevo mineral —negó el general—. Cuando una corriente eléctrica pasa a través de él, sus átomos cambian de signo y en estas condiciones realiza el fenómeno de repeler a la fuerza de atracción de la Tierra. Es decir, no sólo se convierte en un cuerpo ligero, sino que rechaza toda proximidad a la Tierra, tendiendo a alejarse de 1 ella.
—Eso no es nuevo —argumentó Mendizábal—. Hace tiempo que somos capaces de levitar grandes pesos creando campos de fuerza magnéticos.
—¡Pero esto es algo totalmente distinto! —exclamó el general muy excitado—. Para obtener un campo de fuerza no hemos visto obligados a construir aeronaves muy ligeras. Hemos tenido que recurrir a metales a la vez resistentes y livianos, y a reducir el tamaño de nuestras pilas atómicas, haciéndolas cada vez más pequeñas y potentes, hasta alcanzar un punto de equilibrio, más allá del cual no podemos pasar con los elementos y conocimientos que poseemos en la actualidad. Si queremos construir una aeronave grande tenemos que dotarla de un reactor atómico mayor, y en consecuencia más pesado. Es decir, con nuestra técnica actual nunca podríamos construir una cosmonave como el Rayo. En cambio no existen limitaciones en cuanto a tamaño y peso con el nuevo metal que ustedes descubrieron en Eros. Todo lo contrario, cuanto mayor es su masa, con más energía repele a la fuerza de atracción de la Tierra. En teoría, salvados los inconvenientes técnicos, podría construirse una cosmonave tan grande como la Luna, y ésta no sólo no caería sobre la Tierra, sino que se alejaría de ella repeliéndola en función de su propia masa, de la potencia de la corriente eléctrica y la distancia. ¡No existen limitaciones para construir una cosmonave con ese extraordinario metal! Aunque sorprendido, todavía argumentó Mendizábal—: ¿Sería esa su única utilidad, la de construir cosmonaves gigantescas?—.
—Solamente le he hablado de la propiedad más curiosa de ese mineral. Pero tiene otras. Por ejemplo, la enorme fuerza de cohesión de sus átomos le hace invulnerable a los Rayos Z. Como usted sabe, el rayo «Z» es un chorro de electrones dotados de alta velocidad, los cuales golpean en el metal de una aeronave sometiéndolo a una vibración de alta frecuencia, que acaba por romper la cohesión de los átomos del acero y dispersarlos en una explosión. Esto no puede ocurrir con ese metal llamado dedona. Es el cuerpo más duro conocido hasta hoy, y resiste temperaturas tan elevadas que no se puede fundir en hornos ni por medios convencionales.
—Entonces, ¿cómo fundirlos? ¿Y cómo manejarlo? Sería necesaria una grúa de mil toneladas para mover una sola plancha de ese metal.
—No tenemos que preocuparnos por eso. La técnica, aunque complicada, fue resuelta satisfactoriamente por el profesor von Eiken. Miguel Ángel y sus amigos construyeron esa maravilla de la técnica que conocemos por el Rayo, y ahí está su autoplaneta para demostrarnos que es posible construir una esfera de cuatrocientos metros de diámetro con un caparazón que tiene ¡seis metros de espesor… hecho enteramente de dedona!
—¡Cielos! —exclamo «Mendi» con los ojos muy abiertos.
Una sonrisa de íntima satisfacción retozaba por la comisura de la boca del general Cervera. Este se apresuró a poner en conocimiento de Berta y de Pedro lo que esperaba de ellos.
—Comprendo que va a ser muy duro para ustedes regresar a Eros cuando acaban de llegar de él. Sin embargo, les pido por favor que se resignen a vivir en él uno o dos meses más, hasta que esté en marcha la explotación de los yacimientos.
—¡Volver! —exclamó Berta Anglada, palideciendo—. ¿Tenemos que volver a aquel infierno?
—¡No! —gimió «Mendi»—. ¡Pídanos cualquier cosa menos eso!
Cervera explicó la necesidad ineludible de que fuera así:
—Ayer, en cuanto el profesor von Eiken nos hizo saber el asombroso resultado de su análisis, nos apresuramos a mandar a Eros una fuerza de doscientos cruceros interestelares para que lo ocuparan militarmente. El asteroide 433 estará tan superhabitado como Madrid a partir de ahora. Vamos a levantar allí una factoría aislada del vacío por una gran campana de vidrio. No es probable que se sientan solos, aburridos y desamparados como antes.
—Aunque se construya toda una urbe en Eros, ese planetilla será siempre un infierno —aseguró Pedro Mendizábal.
—Piensen que de Eros va a salir la fuerza que hará estable y permanente la paz del Universo. No digo que la consecución de esa paz dependa exclusivamente de ustedes. Otros pueden sustituirles, claro está, pero lo que se pide ahora de ustedes no es mucho comparado con los beneficios que reportarán a la Humanidad. Dentro de dos años, tal vez antes, dispondremos de una Policía Sideral que será a la vez la potencia más pequeña y más fuerte del Universo. El día que tengamos mil cruceros del nuevo tipo, podremos reírnos de Marte y de sus malditos hombres grises. Toda la aviación del mundo habrá quedado tan considerablemente atrasada con respecto a los aparatos de la Policía Sideral, que nada se perderá con que los echemos a la chatarra. La Policía Sideral podrá entonces desempeñar el cometido para el que fue creada. Procederá al desarme universal y será bastante poderosa para rechazar todo ataque que proceda de Marte o de cualquier otra potencia.
—¿Será, realmente, tan fuerte esa Policía Sideral? —preguntó Berta Anglada.
—Será invencible, como lo son ahora el autoplaneta y los aviones de Miguel Ángel Aznar. Es por eso por lo que anoche mismo aprobamos definitivamente la creación de la Policía Sideral. Todavía no disponemos del millar de nuevos cruceros que nos hacen falta, pero los tendremos dentro de poco.
Berta y Pedro cruzaron una mirada de angustia.
—Bien —suspiró el especialista en minerales—. ¡Si no hay más remedio que volver a Eros…!
—¿Pero vamos ahora hacia allá? —interrogó Berta sorprendida—. ¡Oh, no! —Rió el general—. Ahora vamos a visitar el autoplaneta Rayo, de Miguel Ángel. Este autoplaneta es la piedra fundamenta de la nueva Policía del Espacio. Míster Aznar saldrá dentro de unas horas rumbo a Marte para parlamentar con los hombres grises. Ustedes marcharán con él. De regreso de Marte, el autoplaneta se detendrá en el asteroide 433 y les desembarcará a ustedes y al profesor von Eiken, que va a ayudarles en los preliminares de la extracción del nuevo mineral. Es posible, incluso, que el Rayo se quede allá, según sea el resultado de su embajada a Marte.
—¿Cree usted, general, que los hombres grises accederán a entrar en el bloque de naciones y planetas? —preguntó Berta.
—Poco importa lo que yo crea, hija mía. El almirante Aznar se propone recurrir incluso a la amenaza para intimidar a los marcianos y conseguir de ellos una actitud más razonable. Esperemos que tenga éxito.
Elevándose sobre una columna de gases, el giroscopio se acercaba al autoplaneta Rayo, suspendido e inmóvil sobre Madrid a dos mil millas de altura. Con relación a la tierra y al propio giroscopio, el autoplaneta aparecía ligeramente inclinado.
Visto de lejos, con el anillo que le rodeaba por la línea del ecuador, presentaba un gran parecido con Saturno.
Tal como lo veía Berta Anglada, el autoplaneta era una gran esfera de color amarillo brillante. Esta esfera de 400 metros de diámetro se veía salpicada a distancias regulares de pequeñas protuberancias, en las que, heridas por el Sol, relampagueaban las lentes de aumento de centenares de proyectores de Rayos Z.
El anillo que envolvía a esta enorme esfera formaba un alero de 100 metros de ancho, midiendo 20 de espesor. Incluido el anillo ecuatorial, la envergadura del Rayo era de seiscientos metros.
Arriba, en la parte más alta de la cúpula, sobresalía otra cúpula de cristal. Sobre esta «pequeña» cúpula de cuarenta metros de diámetro se elevaba una torre metálica que sostenía cuatro enormes antenas en forma de plato, con una antena de televisión sobresaliendo en el extremo de la torre.
Por debajo, en el polo opuesto, se veía otra cúpula de cristal con otra antena de características similares a la del polo superior.
Inmóvil en el espacio, aquella enorme mole ofrecía una impresión de gran majestad y poderío.
—¡Es maravilloso! —exclamó Berta.
—Pues espere a verle por dentro —dijo el general.
El giróscopo se acercó lentamente a la esfera, con lo que las proporciones de ésta parecieron agigantarse todavía más.
Elevándose por encima del anillo que rodeaba al autoplaneta, el giróscopo se inmovilizó unos instantes mientras el piloto solicitaba permiso para aterrizar.
Este gran anillo estaba señalizado por una serie de sectores. El giróscopo de las Fuerzas Aéreas de la Federación Ibérica fue a posarse, previo diálogo por radio, en uno de estos sectores numerados. A partir de este instante los tripulantes del giróscopo volvieron a sentir los efectos de la fuerza de gravedad.
El ayudante del general Cervera entró en el salón para dar cuenta de un pequeño inconveniente:
—Nuestro giróscopo tiene demasiada envergadura para el tamaño de las esclusas de recepción del autoplaneta. Nos informan que deberemos desembarcar sobre la plataforma, donde vendrá a recogernos un automóvil.
Con trajes de cosmonauta, escafandras y botellas de oxígeno, el general Cervera, su ayudante, Berta Anglada y Pedro Mendizábal abandonaron el giróscopo por la escotilla de escape y posaron sus plantas sobre la plataforma de vuelos.
Una extraña sensación se apoderó de Berta en este preciso instante. El suelo, firme bajo sus pies, era metálico, con pequeños rombos en relieve para facilitar una buena adherencia. La plataforma se extendía cincuenta metros por detrás y por delante de la cosmonauta. Más allá de! borde de la plataforma podía verse, allá abajo, la Península Ibérica, extendida como una piel de toro, rodeada del azul Mediterráneo por un lado, y el Atlántico por los otros lados.
Por encima de Berta el cielo era totalmente negro, brillando en él a la vez el Sol, la Luna y las estrellas.
Por detrás de Berta, en el muro del sólido caparazón de color amarillo, acababa de abrirse una compuerta, y un automóvil descubierto vino hacia el grupo que acababa de desembarcar del giróscopo.
El conductor del automóvil era un hombre-robot, un extraño artefacto donde los ojos eran dos lentes a modo de teleobjetivos de una doble cámara de televisión, y la boca una rejilla metálica que ocultaba un altavoz. Los oídos eran igualmente dos rejillas metálicas protectoras de sendos micrófonos, y dos brillantes varillas de acero salían de cada lado del cráneo a modo de antenas.
Los cuatro españoles subieron al automóvil eléctrico, el cual se puso en marcha hacia la compuerta por la cual había salido.
El automóvil, con su conductor robot al volante, entró en un largo tubo de ochenta metros, cerrado al fondo por otra puerta. La puerta exterior se cerró a espaldas de los visitantes. Una tenue luz roja llenaba el interior del tubo mientras éste era recorrido por el automóvil. La puerta del fondo se abrió y el automóvil entró en el autoplaneta.
Una brillante luz amarilla envolvió al grupo como un rayo de sol. Berta miró en torno lanzando una exclamación de sorpresa.
Habíase imaginado la cosmonauta el autoplaneta de forma distinta, aunque sin concretar en el detalle. Tal vez esperaba encontrarse ante una serie de pisos superpuestos, a modo de grandes hangares con sólidas vigas de hierro en los techos, y un bosque de columnas para sostenerlos… algo parecido a un antiguo portaaviones, con compartimientos estancos y un laberinto de angostas puertas y empinadas escalerillas comunicando unas cubiertas con otras.
La realidad le mostró algo totalmente distinto.
La mitad superior de la esfera, a partir del anillo medio, formaba una sola cúpula que se levantaba sin obstáculos a doscientos metros de altura por encima de la cabeza de Berta.
Cuatro bellos edificios de cristal y mármol, de 60 pisos cada uno, se levantaban simétricamente distribuidos en el centro de esta ciudad concha, atravesando una lámina de cristal transparente que formaba a modo de una terraza suspendida a ciento cincuenta metros de altura.