Politeísmos (49 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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—Sara, esto no sos vos. Vos estás ahí, en alguna parte, y voy a ayudarte. Quiero que respirés. Que no pensés más que en respirar.

Cristina adelantó el cuerpo para ver mejor lo que Lucien estaba haciendo. Quiso incorporarse y se levantó sin esfuerzo, grácilmente, como si no pesara nada. Sara se apoyaba contra el cubo y escupía, mientras Lázaro la sostenía y le susurraba una y otra vez “respirá”.

—Lucien... —musitaba la lechuza—. ¿Ves? —y le señalaba el vómito—. ¿Ves esto? Acabo de devolver la pieza de un puzzle que tenía de pequeña... —y reventaba en carcajadas—. ¿Cómo es posible? Hoy no he comido nada... ¡Y mucho menos un puzzle! ¿Cómo me he tragado eso? La pieza del ojo del mapache. La maldita pieza del ojo del mapache. La perdí cuando tenía ocho años y nunca pude montarlo completo... Se quedó siempre sin terminar, vacío, vacío, vacío...

—Querida, echaste tu frustración. Seguí respirando.

—No puedo seguir... No puedo...

—Podés seguir y vas a hacerlo, Atenea.

Cristina pestañeó. Se estaba sumiendo en una especie de sopor lento y viscoso. Cuando cerraba los ojos, veía texturas aterciopeladas y formas caprichosas: vetas de la madera, vasos sanguíneos, ondas de las yemas de los dedos, fractales de los helechos, cristales de nieve, espirales diminutas que se hacían inabarcables, que partían desde la concha del caracol y llegaban a la galaxia. Sentía frío en el estómago y fuego en el entrecejo, como un pinzamiento. Separó los párpados y sólo pudo ver, de nuevo, la ancha espalda de Lucien cubriendo a la gótica de blanco que hundía el rostro en el cubo. Volvió a pestañear y contempló perfectamente la cara de Sara, cómo dislocaba la boca en una violenta náusea y arrojaba chorros de una papilla como légamo, mientras se sorbía las lágrimas.

—Mira... —gimió Sara— Un globo de cumpleaños —iba a meter la mano en el balde y a revolver cuando Lucien la detuvo—. Se ha pinchado... ¡Mierda! ¡Se ha pinchado!

—Así es mucho mejor, Atenea. Dejalo que estalle.

—Mi barra de labios de sabor a cereza... mi primer beso... —dio otra arcada y soltó unos chorros fétidos del color de la descomposición—. La camiseta que llevaba cuando me tocó ese cerdo... Me encantaba mi camiseta fucsia de las dos mariposas... Está tan sucia, Lucien, tan vieja... ¿Crees que si la lavo podré volver a...? No, ya no me entrará, maldita sea...

—Sara. Respirá. Esto no sos vos. Esto es circunstancial.

—Oh dios mío... oh dios...

—Respirá.

Cristina apartó la vista de la pareja y le dio un vértigo. El malestar general de su cuerpo había desaparecido. Era ingrávida. Había atravesado el techo sin darse cuenta. Su cuerpo estaba en el suelo, abajo, tan lejos... Tras la impresión inicial, graznó desde el fondo de su conciencia. Le entró un júbilo imparable. Sacudió las alas enormes y se dispuso a alejarse de allí para no volver. Los ojos pardos de Lucien —bajo los cuales se transparentaron otros inhumanos, a los que no quería, bajo ningún concepto, enfrentarse— la detuvieron.

Esperá
.

Cristina descendió y pudo contemplar con claridad cómo cada persona de la sala llevaba fuera a su pájaro. Ángeles tenía un cuervo gigantesco agarrado al hombro, que aguardaba con calma. A Nevermore le picoteaba el suyo a la altura del corazón. Lilith cargaba con su ave en la cabeza; Corvuscorax estaba limpiándose las plumas remeras. Lucien lo guardaba dentro. El ruido desagradable de las náuseas se repitió y Sara soltó un gemido largo y lastimero, como de cachorrillo. Quiso tocar el vómito y Lázaro volvió a impedírselo.

—¡Sólo tenía quince años!

—Sara. Superalo. No es tan importante. Sólo es una vida con sus miserias, y una vida muy corta, Atenea; vos tuviste otras y cuando te olvidás de ésta, podés recordarlas. Terminá con el problema y salí a volar liberada, sin pesos.

—¡No! ¿Es que no lo ves, Lucien? ¡Se mueve!

—No, querida. Sólo lo ves vos. Ésos son tus demonios; yo no puedo enfrentarme a ellos.

—Es un niño... He devuelto un feto —y le señalaba el contenido de su estómago, un brebaje castaño con tropezones—. Un feto repugnante envuelto en la mierda, triturado y masticado... un niño... un niño vomitado entre ayahuasca. Y se está moviendo.

—Liberate de ello. Echá la culpa, Atenea. Perdonate y dejate salir.

Sara perdió de golpe el conocimiento sobre la cubeta. Lázaro apartó a la chica del vómito y la tendió acostada, mientras el ave blanca y dorada le salía como un arma arrojadiza por la boca y se lanzaba contra el balde, llevada por la inercia, para hundir las garras en la materia de sus miedos.

La lechuza separó el pico plano del rostro acorazonado, pió de forma ululante y sacudió las alas. Alzó el vuelo de forma curiosa, muy parecida a la del murciélago: con cierto esfuerzo, dando vueltas, subiendo y bajando, nunca demasiado lejos de la tierra. Por debajo era tan blanca como una paloma; por encima parecía llevar puesta una capa con capucha del color del oro.

Lucien sonrió. Cogió el cubo, salió de la estancia, lo arrojó al inodoro, regresó, se tumbó y, al tiempo que lo hacía, desplegó unas alas negras de metro y medio de envergadura. El cuerpo cayó como un peso muerto. El pájaro levantó el vuelo.

VI

Sara estaba tan pálida como si le hubiera dado una lipotimia. Tenía un aspecto lechoso, enfermizo, incrementado por el color de la ropa que vestía: blonda imitando prendas antiguas, tul, encaje y gasa, todo con el tono denso de la nata montada. Parecía un espectro con botas de charol blancas. Le sudaban las palmas. Le molestaban los guantes y se los sacó mordiendo la punta de la tela de los dedos con los dientes. Los anudó al cinturón para no perderlos. Tenía la boca llena de saliva y le costaba tragarla. A su alrededor, los cuervos parecían sosegados, expectantes. Atenea dobló las rodillas y se abrazó las piernas. Sentía escalofríos y sabor metálico en la lengua. Guardó el rostro contra la carne y la piel fina de las medias rotas. Escuchaba a Nevermore susurrar enfrente de ella en el círculo: “seis por uno seis, seis por dos doce, seis por tres dieciocho, seis por cuatro veinticuatro”. El hombre recitaba sin prisas, metiéndose despacio en la sensación. La ayahuasca nunca subía de golpe; era como irse sumergiendo en aguas profundas a brazadas. Si se asustaba, bastaba con dejar de bucear para salir a la superficie y aspirar una bocanada de realidad. Miguel sólo le prestaba atención a la tabla de multiplicar. La escuchaba dos veces: en su cabeza y en el exterior, superpuestas. Oía maravillosamente, como si todo se fuera amplificando: su voz, el tamborcillo del disco, el rasguido de la ropa que llevaba, el hálito de Lilith a su lado, la respiración profunda de la neófita a su derecha. Poco a poco, pudo escuchar los latidos veloces del corazón de Cristina y, después, el pulso rítmico de Ángeles, lento, repetido y poderoso como la marea del mar. Entonces oyó con claridad las palpitaciones desquiciadas de Sara, que se encontraba enfrente. Algo más tarde, distinguió a lo lejos los ruidos de la calle: los pitidos de los coches, las conversaciones que mantenían los peatones, los píos de los gorriones y el zureo de las palomas del parque de Plaza de España. Le atronó el escándalo del exterior: fue como si la Gran Vía se hubiera introducido en el cuarto de golpe.

De pronto, escuchó el latido formidable de los dos corazones de Lucien: el del cuerpo humano y el del pájaro inmenso. Coincidían puntualmente y marcaban los segundos con mayor precisión que un reloj. Nevermore parpadeó y oyó el movimiento como si hubiera levantado un huracán con las pestañas. Lucien continuaba latiendo y eso era sorprendente, increíble, exacto y regular, la imagen misma del orden del universo. Convergían alrededor de su pulso todos los ruidos, que se organizaban y unificaban. La siguiente pulsación, un sonido simple como una gota que cayera contra el suelo, coincidió con el susurro de su propia voz que murmuraba la tabla, con un redoble de tambor, con las inspiraciones de la bandada, los ruidos de la calle, la ciudad, el país, el mundo entero, que se orquestaba bajo la batuta de la corriente sanguínea de Lucien. Con el latido posterior, retumbó el cosmos y todos los corazones bombearon la sangre al unísono. Nevermore jadeó impresionado. Había sido como si un ejército entero hubiera golpeado en el mismo momento el suelo con los cascos de sus caballos. Le estremeció de la cabeza a los pies una sensación de éxtasis muy semejante a un orgasmo. Aguardó ansiosamente el siguiente latido y volvió a repetirse el espasmo del universo. Cerró los ojos, entonces, y vio la música de las esferas. Observó que cada nota tenía un color y esta revelación le emocionó tanto que estuvo a punto de llorar. Sintió la conexión entre la luz y el sonido como un descubrimiento trascendente. Las palpitaciones sacudían las partículas, hacían vibrar el espectro visible y teñían el aire en diferentes tonalidades: verde, castaño, naranja, azul, dorado. Estallaban, bailaban, se expandían y contraían al ritmo del corazón de Lucien. Nevermore abrió la boca de asombro, inconscientemente, y se transformó en un cuervo. Sabía que tenía rostro humano, pero el cabello le hacía un pico de viuda, la nariz se le aguzaba, los ojos se achicaban, sus ademanes eran aleteos, su carácter el del ave. Le sorprendió la sensación: era como un híbrido, un hombre-pájaro. Antes de que se percatara, había salido del cuerpo y era, de verdad, un cuervo.

Lilith se cogía los tobillos con la cabeza gacha. Tenía los ojos cerrados, entumecidos, y le lagrimeaban. Cada pequeño ruido hacía que se agitara. Sentía unos deseos imparables de taparle la boca a Nevermore para que dejara quieta la tabla de multiplicar, que, además, comenzaba a recitar en orden inverso, alterado, cruzando dígitos, sacando conexiones extrañas, cambiando las cifras y generando ecuaciones y fórmulas incomprensibles, que se iban volviendo más y más complejas según las retorcía, hasta que no pudo entender ni media palabra de lo que estaba diciendo. Rechazó el sonido y, con las pupilas fijas en el interior de sus párpados, las giró hacia atrás, como para mirarse el cerebro por dentro.

Estaba en un cuarto gris, con las paredes blandas y rugosas, que producían descargas eléctricas si las tocaba. Se había deslizado por la madriguera del conejo —que, comprendió con un instinto profundo, no era más que el cuello del útero materno— y había caído en la mitad de su cabeza. Estaba llena de trastos inútiles, material de aluvión que no supo ni por qué guardaba. Había un montón de cajones, de armarios, de cómodas, de baúles, de arcones, roperos y cofres. Algunos eran tan grandes que estorbaban en su cráneo y apenas la dejaban caminar; otros, tan pequeños como joyeros. Empezó a abrirlos, todos al tiempo, a sacar las cosas y a lanzarlas al suelo, que temblaba como si estuviera vivo con cada impacto. Pronto se apilaba a su lado una montaña de cachivaches que en algún momento de su vida habían tenido importancia. Aparecían objetos de los que ya ni se acordaba, y la tentación de acariciarlos y de sumergirse en sus recuerdos era penetrante y aguda. Sin embargo, había una voz de hombre, continua, exigente, suave y musical, amable pero inflexible. Estaba en el centro de su cerebro, como un clavo que entrara desde las sienes, y la impulsaba a seguir buscando algo, algo importante, algo que había perdido y que, además, no recordaba lo que era. Le entró un terror indecible: ¿y si ya lo había encontrado y no lo había reconocido? Volvió a husmear entre todos los cacharros, a golpear las puertas de los armarios, levantar las tapas de los baúles, abrir y cerrar cajones. Escuchó de nuevo la voz de Lucien: “No te muevas. Yo me encargo. Seguí respirando”. Lilith expulsó el aire en un resoplido de alivio y de agradecimiento; aquellas palabras le produjeron una serenidad de espíritu tal que estuvo a punto de quedarse dormida, pero la ayahuasca la mantenía despierta, aunque soñara. Era como un duermevela. Sentía cómo Lucien ordenaba el cuarto de su cabeza, doblaba las camisas, apilaba las cajas, guardaba los papeles en carpetas, igualaba los lomos de los libros y sacaba la basura hasta que apareció un cofre de oro. Lilith escuchó a su propia conciencia preguntando: “¿Tienes la llave?”, y Lucien le respondió: “Vos estás ahí, en alguna parte, y voy a ayudarte”. Extrajo un manojo de su bolsillo, escogió una llavecita diminuta de oro puro, con la cabeza entrelazada como un trébol de alambres y tres pequeños dientes desiguales en el eje. La introdujo en el candado, abrió la arqueta haciendo crujir las bisagras y del interior del cofre de metal precioso salió volando un cuervo, liberado por fin del nido.

Corvuscorax se concentraba en su cuerpo; en el vello moreno, la sudoración grasienta, en la piel de gallina, las glándulas sebáceas, la epidermis, los capilares finos, la capa de colágeno, las venas y arterias que se estiraban y retorcían, la sangre viscosa que se arrastraba como una lombriz infinita, las cuerdas de los gusanos de sus nervios, el tejido almohadillado de los músculos flácidos, las astillas compactas de los huesos erosionados, el saco de vísceras encharcado de humores. Con una indiferencia admirable, se recorrió desde las puntas de las uñas hasta la aurícula derecha del corazón y desde allí al ventrículo y al pulmón por la arteria. Retozó en el bofe, disfrutó del veneno del carbono de la respiración, aspiró el oxígeno fresco, mareante, exquisito, regresó con el impulso de la sístole. Al siguiente movimiento, Corvuscorax estaba en la aorta y en el río de su organismo. Según recorría las paredes carnosas de su corazón, el cuello, el cerebro, los brazos, la columna vertebral, el abdomen, las piernas, iba diagnosticándose enfermedades: hipertensión, insuficiencia cardiaca, colesterol, infarto. En su tracto digestivo localizó un principio de úlcera repugnante, carente de la luminosidad que flotaba a su alrededor entre los jugos y los ácidos; en sus huesos, un tumor latente que algún día no muy lejano iniciaría la metástasis hasta contaminar el esqueleto por entero. Vio la arenilla de los riñones, la cirrosis del hígado, los puntos negros del encéfalo. Se preguntó, alegremente, qué explotaría antes. Todo eran
posibilidades
. No tenía por qué producirse ninguna. Dentro de la corriente sanguínea resplandeciente, visionaria, que le mostraba la ayahuasca, se abría un conjunto infinito de probabilidades, de manchas oscuras y de huecos vacíos, dolorosos e infernales. Algunos podían rellenarse; otros no. Recogió de sus células la urea, el nitrógeno, las toxinas, y ascendió vertiginosamente al corazón, navegando las aguas sanguinolentas de sus venas. Retornó a los pulmones y salió volando por la boca, expulsado con el aliento. Se limpió las plumas remeras y aguardó tranquilamente, inclinado y chascando el pico, a que el cuerpo que habitaba se muriera.

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