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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (50 page)

BOOK: Politeísmos
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Ángeles percibía el cuarto que la rodeaba tal y como era, pero con una rara asociación plástica. Cada cosa tenía un significado; cada detalle encerraba un símbolo. Podía ver la belleza del instrumento más cotidiano. Estuvo por lo menos quince minutos apreciando la singularidad de un vaso de vidrio. Tenía una interesante agudeza sensorial. Olía y saboreaba una gama variada de alimentos imaginarios. Distinguía colores a los que no sabía dar un nombre. Las sombras se convertían en humo, los rostros de sus compañeros se fundían con las paredes de la estancia, los cabellos y las ropas aleteaban sin cesar. Soplaba una brisa ficticia pero tangible. Al mirar a las aves que se sumían en sí mismas a su alrededor, experimentaba un sentimiento de comunidad, de hermanamiento, de fraternidad, de unidad absoluta. Tenía visiones sobre ellos, de otros momentos, de otros cuerpos, otras vidas o tal vez la actual, pero no sabía si sus intuiciones pertenecían al pasado o al futuro.
El tiempo
, se decía su pájaro, es un invento del hombre.
El tiempo no existe como tal a no ser que creas en su existencia y le des cuerpo. Antes del ser humano no había principio ni final porque no había nadie para pensarlo. Cada criatura que vivía, se reproducía y moría era la misma que nacía. Antes del tiempo, todos éramos el mismo, y éramos eternos. Si dejases de pensarlo, el tiempo desaparecería
. La mujer cerró los ojos y se vio dibujando una raya larga, ascendente, en un papel dañinamente blanco. Separó el lápiz, acercó las uñas y cogió la línea con naturalidad. La levantó de la hoja, la sostuvo, la dobló como si fuera de plastilina, hizo primero una rosquilla con ella, luego la frunció hasta formar un churro, la hizo rodar como una albóndiga y, cuando era una pelota, la aplastó y desapareció. El aire se teñía de colores lentamente, como si se diluyera pintura en un vaso de agua. Todo se volvió azul y la mujer se preparó para la llegada de los espíritus, de los vivos y de los muertos, del pasado y del futuro, como una avalancha. Se vio a sí misma una, dos, tres, cien veces, en otros cuerpos. Escuchaba la voz de su cuervo al tiempo que la producía. Podía preguntarle lo que quisiera y se contestaba con sencillez, y recibía noticias abrumadoras e increíbles que asimilaba con tranquila aceptación. Si cerraba los ojos, podía ver el rostro de su futuro hijo, que ni siquiera había concebido aún. Empollando la imagen bajo el ala, sobre su hombro izquierdo, el cuervo pió.

Lucien pensaba. La ayahuasca llamaba al tigre y a la serpiente, las dos potencias que latían en la mixtura. Era tentador dejarse llevar por la liana amazónica —la soga del muerto, la cuerda del espíritu, como la llamaban los indígenas— y ser engullido por la boa del bejuco trepador o dejarse descuartizar por el follaje verde amarillento, podrido a manchas por un secado imperfecto, y sumergirse en el jaguar que rugía desde la infusión de barro. El impulso chamánico del brebaje de la selva era antiguo y acarreaba las visiones de las generaciones de hombres que la habían tomado para despertar sus almas selváticas. En los tallos del yagé y las hojas de la chalipanga se agazapaban desde hacía siglos los mayores predadores de la jungla y luchaban en la poción. La liana del yagé era la fuerza: la boa constrictor. La hoja de la chalipanga era la luz y portaba al tigre pintado. Las alucinaciones comenzaron lentamente, sin que se diera cuenta: se arrastraban líneas fosforescentes y trenzados como estelas, en violento contraste de color y bruscos cortes geométricos, y tomaban el cuerpo de gruesas culebras con escamas damadas como tableros. Resplandecían estructuras repetitivas, llenas de orden en su aparente simpleza. Los moteados negros superpuestos sobre el dorado, como una salamandra al contrario, llenaban el paisaje hasta que no hubo más que panteras americanas, una sobre otra, encajadas, los hocicos con las colas, los estómagos con los lomos, hasta atestar el suelo y el cielo de jaguares bruñidos. Recordó a un escritor de tigres que leyó de chico y llegó a la conclusión de que él también debía haber probado la ayahuasca alguna vez en su vida, y dedicó el resto de ella a intentar describir la experiencia. Estaba a punto de entender la fórmula matemática que se ocultaba en los topos del felino y en el ajedrezado de la boa; había visto las semejanzas de los dos diseños, se le habían superpuesto y había averiguado en qué se parecían las marcas del tigre lunar y la serpiente jaquelada y por qué era tan trascendental su semejanza. Tenía algo que ver con la creación del universo. Meditó sobre las nervaduras de la planta, sobre las venas de los cuerpos y los recorridos de la savia por el interior de árboles tan altos como rascacielos. La boa le pareció una arteria pulsátil: las pintas grandes del jaspeado de su piel fría y lisa eran las células de la corriente sanguínea. Lucien abrió los ojos y apartó las visiones, seleccionando otro camino tras inspirar profundamente. Aquella sabiduría le interesaba, pero no le pertenecía, y había asuntos más urgentes. Un viento poderoso le impulsaba a abrir las alas, pero se contuvo. Se sumergió en la introspección de sus capas, con los ojos abiertos clavados en la lechuza. Las tonalidades eran intensas. El blanco de Sara destacaba por encima de todas las cosas, así que no le costaba mantener la atención agudizada por la planta fija en Atenea sin parpadear. Lucien tomó aire. La ayahuasca no tenía secretos para él, pero la respetaba y no se atrevía a subestimarla; sabía que, aunque podía controlar el viaje, centrar la visión en cada asunto y alejar las distracciones, eso podía torcerse en cualquier momento, y no tenía interés en apartarse por completo de la realidad. Sentía las visiones de Ángeles a su izquierda y el pánico de Sara a su derecha. Se mantuvo en la delgada línea del viaje introspectivo, sin cruzarla para entrar en el continuo jubiloso en el que estaba su compañera. Contempló con los ojos del cuervo la hilera de personalidades que llevaba dentro, mientras vigilaba con los ojos del hombre a la lechuza. Lucien se examinó sin mucho interés. Estaba en el interior de un humano y lo conocía a la perfección: sus tragedias y sus triunfos, sus defectos y sus virtudes, sus desdichas y sus alegrías, pero dentro del cuervo latían cien hombres: todos los que había devorado en la larga vida de su pájaro. Podía abrir el buche y degustar cada espíritu, recorrer sus vidas miserables, sus recuerdos efímeros y diminutos y, con ellos, la historia completa de la humanidad. Veía al anciano, al joven, al adolescente, al niño, a la criatura de pecho, una y otra vez, y los resquebrajaba desde dentro como frágiles cáscaras de huevo. Podía sobrevolar otras épocas y otros lugares y reconocerlos a vista de pájaro. Podía hablar cualquier idioma de los que había conocido antes. Podía regresar a donde le apeteciera, pero no quería hacerlo. Atenea brillaba debido al efecto del enteógeno, que destacaba el blanco sobre los demás tonos. Alrededor, una luz entre el verde y el oro se anudaba como un árbol con sus hojas y su corteza. Lucien veía el aura de Sara con una claridad imposible de conseguir sin la droga. Su lechuza se encogía, desaparecía, titilaba. El blanco resplandeciente de su vestido no engañó a sus sentidos: el alma se había apagado. Lucien estrechó los ojos del hombre y abrió de golpe los del cuervo.

Sara dio un grito escalofriante y empezó a sufrir convulsiones. Una serpiente gigantesca se enroscaba en torno a ella y le apretaba los miembros. Se revolvió para librarse de la presa. Abrió los ojos y enfocó; no era una serpiente. Era Lucien, pero lo percibía como una mancha de alquitrán, una sombra negativa que intentaba chuparle las fuerzas, que pugnaba por devorarla, que trataba de extraer todo lo que había en ella de luz, de vida y de pureza. Le distinguió el cuervo descomunal, oyó el crotoreo del pico y le entró terror, un miedo irracional hacia el carroñero, el que todo lo ve y todo lo consume, el que se alimenta de lo que queda, el que aguarda, el que se encuentra por encima del predador y la presa, el que mata lo que ya está muerto. Los ojos del pájaro le parecieron infinitamente viles, origen y confín de todos los males del planeta. Sara lloraba y reía al mismo tiempo. Gritaba incoherencias, suplicaba que la soltara, pedía aire, aire fresco, que no estuviera contaminado por el aliento dulzón y nauseabundo de la putrefacción. Notaba las manos de Lucien sobre ella. La estaban manchando, la llenaban de suciedad, convertían su piel en tierna gelatina amoratada, le reblandecían los órganos, hacían que fermentase la piel, que el pelo cayera y creciesen las uñas hacia dentro, la cubrían con una cortina de gusanos rosados, suaves y temblorosos, que olisqueaban la carne descompuesta, se introducían por el hueco de las orejas, por la boca y por el ano e iban royéndola desde dentro. Sintió los amores temblorosos de las lombrices blancas y sus nacimientos por miles: cuanto más engullían el detrito mórbido de la pulpa lívida de su cuerpo y acariciaban el hueso, más había de la chica dentro de los gusanos que de gusanos en su cuerpo. Lucien tenía uno de sus globos oculares en la boca, con las tiras de músculos colgando del pico. Tragó y se llevó, con el ojo, su segunda vista, su fuerza, su poder, su sabiduría. Lucien no la soltaba, y Atenea sostuvo un grito hasta que se le rompió la garganta. Tuvo una intuición violenta y en cuanto la formuló no pudo quitársela de la cabeza:
Su contacto es corrupción
.

Sin saber cómo, se encontró de rodillas. Estaba devolviendo todo lo que no podía digerir su cuerpo: bolas oscuras, redondeadas, con cierto brillo superficial, amasijos asquerosos de huesos y pelo. Con la primera egagrópila repugnante echó sus aspiraciones; con la segunda, sus deseos. A la tercera expulsó sus miedos. Se sintió estúpida. El cuervo colosal de Lucien la estaba ayudando, y ella se lo pagaba con desconfianza, con dudas, recelo, odio y temor. Con la cuarta egagrópila cayó la culpa viscosa, descuartizada en pedazos húmedos. Se odió a sí misma, deseó desaparecer, empezó a llorar y a lamentarse por su orgullo y su vanidad. Escupió la soberbia por la boca y se convirtió en un mar de lágrimas y arrepentimiento. La ayahuasca la volvía ligera. La sensación de flotación se incrementaba, pero aún le quedaban lastres pesados que la mantenían en el suelo. Lloró hasta que se quedó sin lágrimas, hasta que cayó en la cuenta de que pocos defectos eran tan mezquinos, tan paralizantes, como la lástima por uno mismo, así que también desterró la autocompasión a arcadas. Con la siguiente pelota triturada, se encontró vomitando el universo azul. Ahora estaba en el techo y relucía. Sus alas eran de blanco y de oro.

Lucien, con un suspiro de placer, salió de su cuerpo. La bandada aleteaba en la estancia, atravesaba las paredes, el edificio: el mundo se les quedaba pequeño. Con un elegante, amplio, batir de las plumas, el cuervo se lanzó verticalmente hacia el firmamento, y los demás lo siguieron.

Con sus garras recogidas para ofrecer la mínima resistencia al viento, las aves contemplaron la ciudad desde arriba. Los bloques de casitas se encajaban como las piezas del Tetris: cuadrados de ladrillos rojos, rectángulos de hormigón, cintas plateadas de las calles, coches como fichas de un juego de mesa, personas como puntos diminutos. El senado, desde arriba, parecía un abanico abierto. Sobrevolaron una mancha arbórea. La lechuza iba más bajo que los demás, extendiendo las alas y planeando a ratos. Cristina cerraba la bandada; la punta de la flecha la abría Lucien. La altura permitía asociaciones interesantes: en perspectiva, el Teatro Real tenía toda la forma de un ataúd gris, la plaza de Oriente era una herradura, los jardines de al lado un rectángulo boscoso y verde, el palacio se asemejaba a la maqueta de un castillito almenado con un patio en el centro. La neófita veía con sus ojos de pájaro cosas que no comprendía; rastros, cuerdas plateadas, caminos en el viento, manchas de colores dorados, criaturas resplandecientes, jirones de espíritu, bultos y sombras en lugares absurdos en los que de ninguna forma podía haber alguien. Sintió tentaciones de irse a explorar por su cuenta y se apartó un poco de la bandada. Antes de que considerara la posibilidad de marcharse seriamente, tenía al cuervo de Lucien suspendido en el aire sobre ella, con las uñas afiladas semejantes a las de una rapaz erguidas ante su rostro, el buche dilatado y el pico abierto. El viento que levantaba su aleteo formidable la impulsó hacia los demás como la resaca del océano. Chascó el pico y gorjeó con timidez. Regresó al grupo; las aves se abatían sobre la piedra berroqueña del Palacio Real y tomaban posiciones: saltaban la cornisa y las balaustradas, planeaban junto a los pilonos y se acercaban a la cúpula nervada de color pizarra de la capilla. Lucien se colgó de la cruz que coronaba el monumento por encima de la bola dorada y, desde lo más alto de la fachada norte, paseó los ojos brillantes por los jardines de Sabatini. Los cuervos lo rodearon agitando las alas y estirando las patas hasta posarse en los pináculos de la bóveda octogonal. Atenea giró el cuello e hizo un ruido ululante. Hermanados por la ayahuasca, sentían y pensaban como uno solo, y en el espectro del córvido de Lucien sólo cabía una idea:
Mónica
. El pájaro de Cristina, de un saltito, giró sobre el posadero. Los cuervos se miraron un instante y, de pronto, salieron disparados en distintas direcciones. Planearon por la ciudad con el pico ganchudo apuntando al suelo, descendiendo en vuelos rasantes de cuando en cuando, persiguiendo surcos de plata, huellas azules, nieblas densas, vestigios espectrales, pisadas y depresiones levísimas que iban dejando los vivos, como trozos de espíritu, buscando un rastro en particular entre miles. Cuando cada cuervo encontró una hebra sutil de las muchas que había dejado Mónica en vida y la atrapó con el pico, no volvió a soltarla. Tragando las hilachas de los despojos del ánima a medida que devanaban la madeja, siguieron el camino que les indicaba la cuerda, deteniéndose cada vez que el resto espiritual tomaba mayor consistencia para engullirlo y dejar el recorrido limpio de pistas equivocadas que no conducían hacia el alma de la chica, sino hacia su recuerdo. El tiempo no tenía importancia en su dimensión, pero era ya noche cerrada, aunque vieran con una claridad diurna, algo violácea.

Lilith y Nevermore habían tomado el mismo camino. Volaban en pareja, a ásperos aleteos. De cuando en cuando, Miguel crotoreaba, se acercaba a ella y le pinzaba las plumas de la cabeza, para recibir un picotazo por respuesta. Pasaron Ópera y siguieron la calle Arenal hasta la puerta del Sol. Rozaron el edificio blanco y teja del reloj y se detuvieron a deliberar sobre el sombrero rojo de la botella de un cartel publicitario de luces de neón. Apenas graznaron y gorjearon antes de subir por la calle Montera y coger Fuencarral: la huella era nítida. En el suelo se distinguían pisadas plateadas de la memoria del espectro de la adolescente, que iban arrancando con los picos y deglutiendo a su paso. A la altura de Infantas, volvieron a pararse en un edificio amarillo crudo con barandas de acero. La discusión fue más larga; Lilith creía saber el lugar hacia donde conducía su rastro, y se negaba a ir allí con rotundidad tozuda. Cambiaron los cordones de plata y se separaron entonces: Miguel continuó ascendiendo entre los árboles y los farolillos de Fuencarral, mientras el cuervo de la chica, desplegando las alas y sacudiendo las plumas, se metía por la bocacalle, daba un brinco y llegaba hasta la paralela entre edificios similares, cada uno pintado de un color diferente. Se precipitó desde la cornisa ocre; había estado a punto de pasarse. De un saltito, bajó a la farola de la fachada, a la balaustrada de un balconcillo y luego a la puerta negra, decorada con una reja elevada, de un bar que estaba cerrado. Pasó la entrada sin que se le descolocara una pluma. Parpadeó; no había nada, nadie. Se posó sobre la barra del local y la recorrió entera a pasitos cortos, torpes, hasta pisar con las garras una lápida de granito con un candelabro y unas flores. Para cerciorarse, voló por todo el antro. Sentía la presencia, tenue y lejana, de lo que estaba buscando, difuminada entre otras desconocidas y ahogadas todas por la impresión dañina, feroz, como una mancha inmensa que llenaba el local y dejaba churretes a su paso, de un aura infinitamente más poderosa que la que quería localizar. Traspasando paredes, miró el cuarto oscuro, la segunda estancia, los baños. Graznando de frustración, cruzó el techo, los tres pisos, el tejado. El resto psíquico del lobo era demasiado fuerte. Perdió la cuerda y no volvió a encontrarla. Indecisa, se preguntó qué hacer.

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