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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (62 page)

BOOK: Politeísmos
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Paula gritó. Chilló, intentó revolverse. Le silbaban los oídos. Estaba rodeada por los trozos de carne, en medio de los cuajarones de sangre batida, espesa, como un puré de piel y vísceras. No podía dejar de gritar. Quería marcharse de ahí, correr todo lo rápido que pudiera, pero sentía un peso dulce, intenso y exigente en el lugar donde antes había estado Álex, que la impedía moverse. Se quitó el coágulo sanguinolento que la cegaba, arrastró los grumos, escupió y pudo verle.

Tenía encima un inmenso lobo gris, grande, poderoso y altivo. Se entremezclaban en su pelaje áspero los mechones blancos, pardos, plateados y negros. Los belfos estaban fruncidos y la miraba con sus ojos amarillos desde los cuévanos retostados de las cuencas, como pintados en contraste. Se sacudió para librarse de los churretes humanos.

—Esto te va a doler —le advirtió la bestia con la voz susurrante de Álex.

Y, sin más, mostró los dientes, bajó la cerviz y empezó a devorarla.

Álex se dejó caer contra el colchón, respirando entrecortadamente.

Libérala. Libérala, joder. Libérala.

El lobo deglutía la carcasa humana y se atragantaba con los pelos largos de la melena. Rascaba con las garras, metía el hocico, arrancaba tajadas, desgarraba y buscaba, hasta que encontró la fronda del pelaje abigarrado, castaño rojizo, lustroso, pardo, negro y blanco, entre la carne abierta. Con delicadeza, tomó un pellizco entre los caninos y tiró; tiró hasta que extrajo al animal envuelto en el saco de entrañas, chorreando licores olorosos y turbios. Nació la loba del estómago como un dios en triunfo, luchando. Se arrancó el resto de la piel reventada de la chica humana. La luna se elevaba en el cielo detrás de un nubarrón de tormenta. Las dos siluetas lupinas se olisquearon, se lamieron las trufas, las fauces húmedas, apretaron sus lomos meneando las colas. Los ojos oblicuos, grandes como puños de un recién nacido, abrían huecos de luz en la sombra de sus figuras.

Álex echó la cabeza hacia atrás y cantó, con los ojos semicerrados. Cuando la nota del macho estaba en lo más alto, ella lo acompañó con un silbido, un ulular, un sonido largo, sostenido y magnífico. Los dos lobos aullaron recortados contra el cielo en un éxtasis glorioso, apartados del mundo y del tiempo, hasta que rayó el alba.

Paula despertó llorando el mismo instante en que Álex se quedaba dormido.

—¡Dios!

La chica apretó la manta contra su pecho y hundió la cabeza en las manos. El despertador marcaba las diez de la mañana; Fran se había marchado y Javi debía de seguir durmiendo, porque la casa estaba en completo silencio. Paula estuvo un buen rato ahí, sin moverse, mientras gemía y se le caían las lágrimas. Después, se quitó la ropa de cama de un empujón y se levantó. Se metió en el baño y puso el agua hirviendo. Entró en la bañera y frotó con la esponja cada centímetro del cuerpo con dureza, hasta que la piel brilló roja y dolorida, como si intentara quitarse los restos de sangre y de carne rota que se habían adherido al pelaje castaño de la loba en el sueño. Cuando salió, desnuda, mojando la tarima y arrastrando la melena empapada por toda la espalda, mientras se le caían goterones y resbalaban por sus corvas, fue al salón y cogió el teléfono.

—Hola, qué tal. Soy Paula Ferreiro. ¿Me puedes pasar al gerente?

Le pusieron un hilo musical idiota y esperó unos minutos. Se sentó en el sillón; robó un cigarro de una cajetilla que había en la mesa del ordenador y lo encendió. Entre caladas tranquilas, detenidas, habló con el encargado.

—Sí... —decía—. Ya sé que tendría que haber avisado con quince días. No, no importa. Sí. Comprendo que así no se hacen las cosas. Lo siento. Muchas gracias.

Colgó y echó la cabeza hacia atrás. Regresó al baño. Se peinó largamente, impregnando el cabello lustroso con un acondicionador para desenredarlo. Pensaba con total placidez qué haría ahora. No tenía ni la menor idea, pero tampoco le importaba.

Al día siguiente el lobo pasó por delante del VIPS a las doce y media de la mañana y no encontró a Paula, así que se dio media vuelta, se fue a mirar tiendas de cómics y regresó a las dos horas. Volvió a acercarse, distraído, pero ella no estaba ahí. Se sentó en las escaleras junto a la estatua del Quijote de Plaza de España y le entraron ganas de darles dos hostias a los guiris que se tomaban fotos trepando por la escultura de bronce, no porque desgastaran la capa de óxido que protegía el monumento, que se la pelaba, sino por escandalosos, turistas y domingueros, pero acabó encogiéndose de hombros, considerando que no merecía la pena. Se puso a leer una novela gráfica en blanco y negro con un sombrero de copa en portada. Sobre las tres de la tarde, regresó al restaurante. No la vio, pero no estaba seguro de a qué atenerse; unos días entraba a las cuatro y media y otros salía a esa hora. Sin saber muy bien en qué ocupar el tiempo, se dio una vuelta a la manzana. No le apetecía volverse a su casa a currar en el juego: aún tenía tiempo para el plazo. Subiendo por Leganitos distinguió la esquina de la tienda esotérica y pensó, por qué no, en ir a incordiar un rato a los cuervos. Llamó al timbre de la puerta una, dos, tres y cuatro veces seguidas, hasta que la mujer descorrió el cerrojo. No le había visto con todos los carteles de quiromancia y yoga que tapaban el vidrio.

—Abrimos a las cinco... —informó Ángeles.

—Lo sé, princesa. Por eso vengo dos horas antes, para no toparme con la clientela y mancharos el suelo con vómitos.

—Alejandrito —le saludó ella—. Pasá. ¿Querés almorzar?

—Sorpréndeme. ¿Qué mierda toca hoy para comer?

—Sushi.

—Sushi. Joder. Paso; vosotros coméis y yo os miro. Esa puta alga es como el chicle y se queda entre los dientes. ¿Dónde está Lucien? ¿En “la cucha” que os sirve de vivienda?

La mujer negó con la cabeza, alzando un poco el labio al oír el argentinismo burlón.

—No, en la pieza de las clases. Pasá. A ver si lo animás; está un poco deprimido.

Álex empujó la puerta con la bota.

—Buen día, Haller —dijo Lucien levantando un poco la cabeza y depositando los palillos sobre un cuenco con salsa de soja. Dejó la bandeja a un lado, en el suelo. Estaba sentado sobre las colchonetas, contra la pared, con las piernas cruzadas, y parecía muy cansado—. ¿Qué hacés acá?

—Verte comer con palillos, que siempre es un espectáculo. Por mí no lo dejes, ¿eh? Sigue zampando rollitos de mierda. Lo que me recuerda... ¿Te importa que fume?

—Sabés que me molesta. Y a Ángeles mucho más.

—De puta madre —se encendió el cigarro—. ¿Puedo tirar la ceniza al kétchup japonés ese? —le preguntó señalando la salsa parduzca—. Seguro que le da sabor.

Lucien sonrió con una esquina de la boca.

—Sos único, Alejandro. ¿Qué tal con la loba?

—Pues iba de culo hasta ayer, en que desaté a mi dios interior, lo lancé contra ella y otras polladas por el estilo. Hoy no sé.

El hombre se inclinó hacia delante, con aspecto interesado.

—¿Qué hiciste?

—Cascarme una paja pensando en devorarme a su ser humano, Lucien —soltó con desparpajo—. Así rezamos los lobos; sin psicodelias. Pero no he venido a hablar de mí. Bueno, en realidad he venido porque me aburro. A ver, tú —el lobo se dejó caer a su lado—. Lleváis una semana de lo más misteriosos, y ya ni te pasas por el IRC. ¿Me vas a contar qué coño pasa? ¿Os ha denunciado algún papá por darle ayahuasca a su retoño y tenéis una orden de expulsión?

—No, Haller —suspiró—. Cosas de cuervos.

—Que te follen. Ya he oído eso antes. ¿Yo te cuento mis aventuras amorosas y tú te callas las tuyas, cabrón?

Lucien se rió. Cambió de tema con elegancia.

—Ossian concertó una reunión para el viernes. ¿Vas a venir?

—La quedada del canal, ¿no? Es en el quinto coño. Espero estar follando a esas horas. Pensaré en vosotros —torció el gesto—. Mejor no, que me da un gatillazo fijo.

—¿No tenés ganas de ver a Ossian?

—¿Al ciervo? Un huevo —respondió con sinceridad—. Sobre todo si voy en ayunas —añadió enseñando los colmillos.

A Lázaro le entró una risa musical.

—Nosotros quedamos a las tres en la tienda para ir la bandada completa. Vení, Haller.

—Paso. En tu grupo de colgados la mayoría me odian, y en varios casos es mutuo. Además, ¿de qué va la cosa? ¿Ir a un parque de botellón? Ya estoy viejo para eso.

—Más lo estoy yo, Haller. Sólo voy para charlar e intercambiar experiencias con Ossian. Y a los chicos les viene bien conocer a
otros
.

—Vaya mariconada: “intercambiar experiencias”. Eso también se puede hacer por el ordenador. Si yo fuera, iría a emborracharme. Pero desde mi aventura con las aspirinas, mi estómago no es lo que era.

Lucien chascó la lengua.

—Tendríamos que haber ido al hospital.

—Sí, hombre. Justo en eso estaba yo pensando. Bueno, Lucien. Me canso de ser educado y practicar el arte de la conversación. ¿Me vas a contar qué coño pasa con Mónica?

—¿Mónica? —repitió Lázaro con la voz seca—. ¿Quién te habló de...?

—¿Tú te crees que yo soy imbécil? Nevermore apareció en mi casa a las dos de la mañana preguntando por la niña gótica gilipollas que voló sin paracaídas. Dijo claramente: “Mónica”. Bueno, en realidad sonó algo así como “CRAA”. Pero yo le entendí; acostumbrado a tu acento lo demás está mamado —contempló la colilla, considerando si echarla al suelo o hacer la burrería de apagársela en la mano para no aguantar la bronca de Ángeles. Acabó presionando el filtro contra la suela de la bota—. Cuenta, cuervo. ¿Qué es lo que pasa? ¿Habéis localizado al bebé y no os dejan adoptarlo? ¿Quieres que me encargue yo? ¿A quién hay que matar?

—Haller —Lucien expulsó el aliento con derrota—. Vos no podés entenderlo.

—Claro. Yo soy tonto del culo —le fulminó con la mirada—. Pruébame.

—¿Te acordás de cuando se mató?

—Joder, Lucien. Te recuerdo que estaba delante porque me habías mandado a hacer el subnormal.

—¿Qué pasó exactamente?

—Salió disparada por la ventana, se reventó contra la acera y voló el pajarito.

—¿Y después? —insistió el hombre.

—¿Después? —Álex se encogió de hombros—. Joder, caso cerrado. Gana el bicho. Me di media vuelta y me marché.

—¿Viste? Asuntos de cuervos. Vos sos predador; no podés comprenderlo. Consideraste que la historia terminó, cuando lo cierto es que recién empezaba.

—No te sigo —dijo el lobo, apoyando los codos en las rodillas.

—El cuervo, Haller, espera hasta el final. No mata hasta que la presa no esté muerta.

Álex frunció el ceño.

—¿Y?

—Y, si hubieras esperado un minuto, habrías visto al espíritu de la chica salir justo después del cuervo.

—Bueno —arrugó la frente—. ¿Qué diferencia hay en que te meriendes a tu humano antes o después? Peor sabrá, pero vamos...

—Mónica no venció, Haller —intentó explicarse Lucien—. Su cuervo quedó confundido y asustado, a merced del hombre. La bandada terminó con la parte del alma que la anclaba a este mundo, pero ya era demasiado tarde. Se perdió, para siempre.

—¿Que se ha perdido? —Álex le miró de forma atravesada—. ¿Cómo que se ha perdido?

—No encuentra su camino, Haller. Está... perdida. Murió demasiado pronto, demasiado de golpe como para que su cuervo pudiera...

—¿Perdida? ¿Cómo que perdida? —preguntó elevando la voz—. ¿Dónde coño está?

Lucien inspiró. Hundió los hombros.

—En el cementerio de la Almudena, Alejandro. Revolotea alrededor de su tumba y contempla a los que van a visitarla. Y espera.

El lobo le dio una patada al suelo.

—¡JODER! ¡Es que ésta es gilipollas hasta el puto final! ¿Espera a qué?

—A que se acabe todo, Haller. Cuando ya no queden almas humanas. Cuando todas las almas puedan liberarse...

—¿Qué me estás contando? —casi le gritó, fuera de sí—. ¿Y luego nos recitamos un credo y esperamos a la resurrección de la carne, con angelotes tocando trompetas y San Pedro con el llavero abriendo las puertas valladas del cielo? Vale —se incorporó—. Ya me he cabreado. Coge un metrobús y vente conmigo, Lucien.

—¿Adónde?

—¿Adónde va a ser? Al puto cementerio. Dime cómo se llega, que sé que tú te vas con los tuyos a pasear por ahí como el que se pasea por el Retiro. Vamos a recuperar almas perdidas, pero sin ayahuasca ni psicodelias. Lo vamos a hacer
a mi manera
.

Lucien meneaba la cabeza mientras ascendían la calle Arenal para coger el 15 en la parada cercana a la Puerta del Sol.

—No vas a lograr nada. Se perdió... y ella era bastante vieja, Haller. Yo la conocía desde hace mucho tiempo... Se perdió, hasta el final. Da igual los siglos que lleves a cuestas; la influencia más pequeña inclina la balanza del otro lado...

—Tú conoces a todo el mundo de otras vidas, Lucien —se carcajeó Álex subiendo al autobús de una zancada—. Y lo peor es que te lo crees de verdad. A ésa lo que le pasa es que tiene un batiburrillo de cristianismo en la cabecita. Te apuesto lo que quieras; tenía una pinta de lo más monjil. ¿A que no está enterrada en el cementerio civil? —le tendió la mano y meneó los dedos, esperando—. Coño, dame el tiquet para que pique, que ya me mira bastante mal el conductor por las pintas que llevo. ¿Qué cojones tendrá la gente en contra del negro? No me jodas, para una vez que vamos vestidos para la ocasión...

Tomaron asiento al fondo. En el trayecto, de más de media hora, hablaron poco. Álex se aburrió y acabó por ponerse los cascos. Se puso a teclear sobre sus piernas, a su bola. Lucien miraba por la ventanilla el mismo recorrido que había visto desde el cielo: Cibeles, Puerta de Alcalá, Retiro, Sainz de Baranda, el Pirulí, La Elipa. Se bajaron junto a una rotonda con una fuente de chorros. Álex seguía con los auriculares, tranquilamente, andando a trancos largos. No había estado nunca en la Almudena, pero caminaba por delante, como si se conociera el camino. Pasaron entre las dos garitas de la entrada, con tejados a cuatro aguas como casetas de comida para pájaros. Álex subió la vista y le entró la risa al contemplar las arcadas.

—Haller. Controlate —le pidió Lázaro, aunque el lobo seguía con la música a todo volumen—. Estamos en un cementerio y por acá andan los guardas.

—¡Joder, Lucien! —exclamó—. ¿Tú te has fijado en las puertas? ¡Parece el castillo de la Bella Durmiente, coño! ¿A quién cojones se le ocurre poner esto es un cementerio?

—Alejandro, la fachada es arquitectura modernista de principios del siglo XX. No seas ignorante.

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