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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (61 page)

BOOK: Politeísmos
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Paula se había quedado dormida. El sueño había empezado muy normal: estaba en el trabajo y tomaba notas de los pedidos a gente que no dejaba de conversar como si ella formara parte del mobiliario. Tecleó en la caja y, cuando se giró, tenía a Álex en la mesa 44/1, mostrando los dientes con la mandíbula apretada, como si más que sonreír estuviera pensando en sacudirle a alguien una dentellada en la garganta. Bowie se sentaba al lado, pero en el sueño de Paula el perro no era Bowie; era Fran, y resultaba completamente natural que tuviera ese aspecto. Álex le tiraba de las orejas de cuando en cuando, le hacía de rabiar, le chascaba los dedos ante el hocico y le pedía que le diera la pata. El perro tenía la boca abierta y le colgaba la lengua. Se le caía un hilo de baba. Cuando le puso delante un plato de nachos, plantó las zarpas delanteras sobre la mesa, se incorporó y, meneando la cola como un plumero, empezó a deglutir los triángulos crujientes de trigo, entre las carcajadas despectivas del lobo, que se sujetaba la tripa y se balanceaba de la risa. Paula riñó a Fran por echar las migas en el suelo y el perro le chupó las manos. Álex estiró las piernas largas por debajo de la mesa y le preguntó a Paula que cuándo coño iba a traerle algo de comer, que se moría de hambre y llevaba diez minutos esperando. La chica entró a las cocinas y sacó una cierva viva, llevándola por un cordel rojo que le hacía un lazo en el gaznate, como la cinta de seda de un regalo. El animal caminaba casi de puntillas, levantando mucho las patas flacas. Era pardo, delicado de cuerpo, con la cabeza grande, el cuello esbelto, las orejas largas, el hociquillo en punta, los ojos brillantes y aterrorizados. Carecía de cuernos.

—Suéltala —le pidió él, relamiéndose con una lengua antinaturalmente larga y plana.

Paula inclinó el gesto, como si no comprendiera. Álex, en un movimiento rápido, cogió el cuchillo que había sobre el mantel de papel, se levantó y le dio un tajo al lazo. La cierva empezó a brincar locamente entre las mesas y las sillas, lanzó al suelo todas las botellas, los papelitos del albarán, los vasos limpios. Pisó con los duros y pequeños cascos negros un suelo sembrado de cristales. Entonces, Álex se sonrió con malevolencia. Saltó sobre la mesa, haciendo un ruido metálico con las descomunales botas, y empezó a perseguirla, derribando las lámparas de papel plisado, los cojinetes de los sillones, las cartas de merienda y de bebidas, los cubiertos, los platos, las cestas. La cierva, acorralada, con los ojos abiertos de pánico, entró de golpe a las cocinas. En la cacería derribaron los estantes de acero y metacrilato con los platos preparados y humeantes, echaron al suelo cazuelas y sartenes llenas de comida. La presa quedó atrapada contra la pared. Careó al lobo, hizo una corveta y giró la cabeza con angustia. Álex se acercaba y se retiraba con franca diversión, haciendo un gesto de chulería con las manos, diciendo: “Venga”, “Vamos”, “Cocéame”, al tiempo que esquivaba los cascos y aguardaba el momento oportuno en que quedara el cuello al descubierto. Entonces, se lanzó.

Paula contempló maravillada cómo desencajaba la mandíbula y la cerraba en torno a la garganta de la cierva, haciendo un ruido bronco al tiempo que desgarraba el pellejo aterciopelado y arrastraba la carne entre los dientes. Salió despedido un chorretón de sangre que manchó las paredes blancas, los muebles metálicos, las mesas de preparar las comidas, los platos de loza con sándwiches, pizzas y espaguetis. Paula tenía salpicaduras en la cara. Álex hundía los brazos y la cabeza entera en el amasijo de intestinos húmedos. Se echó hacia atrás con un jadeo de placer, lamiéndose toda la boca. Estaba empapado de sangre hasta los ojos. Se deslizaba en hilos y carreras sobre el cuero del abrigo. Tenía el pelo pringoso y le goteaba. Empezó a roer el morro de la cierva, arrancando tiras de piel amelocotonada y dejando al descubierto los huesos del cráneo. La chica se acercó y él gruñó profundamente, desde lo más hondo de la tráquea.

—Te esperas, princesa. Las normas lupinas de protocolo para cenar no consisten en distinguir la paleta para pescado del cuchillo de la carne sino en estarse muy quietecita hasta que termine el anterior en escalafón. En cuanto me harte te dejo acabártela. Aunque no hayas movido un dedo para alimentarte a ti misma, en esto consiste una manada. Yo te daré de comer hasta que puedas cazar a mi lado.

Y volvió a sumergirse en el estómago de la cierva, sacando la papilla semidigerida de hierba y cortezas de árbol y deglutiéndola.

—Enseguida termino. ¿Te dejo un poco de ensalada? —le preguntó amablemente y, al no obtener respuesta, clavó los colmillos en los intestinos y tiró, desenroscando metros y metros de cuerdas sanguinolentas, lo que pareció divertirle muchísimo. Iba retirándose a cuatro patas del cadáver sin soltar el mordisco, desplegando el aparato digestivo en toda su extensión. Jugueteó con el retorcido como un gato con el cable del teléfono—. Me quedo con esto —sentenció alegremente—. El resto para ti.

Fran-Bowie, junto a los pies de la chica, lamía las sobras de los platos combinados que habían caído al suelo. Paula dio un paso hacia atrás y se topó con la pared.

—¿No tienes hambre?

Ella negó con la cabeza, abrumada, asqueada y fascinada al tiempo. Buscó el manillar de la puerta. Lo encontró, lo giró y salió de allí huyendo.

Álex chascó la lengua. Separó los párpados. Cambió un poco la postura sobre la cama; se le estaban quedando dormidas las piernas. Cogió aire y volvió a rezar, sin palabras, limitándose a escucharse los latidos en el pecho, las muñecas y las sienes.

Paula abrió la puerta trasera del restaurante y la luz que salía del hueco le hizo daño a la vista. Atravesó el umbral cegada y se encontró en medio del monte. Le entraron ganas de bailar de contento. La hierba era muy verde, el cielo muy azul, el sol despedía brillos como la faceta de una joya y la masa arbórea parecía un rebaño de ovejas. Agustín le cogía la mano; era pequeña otra vez.

—Vamos, Paula. No te sueltes de mí.

Cruzaron los pastos y llegaron a un roquedo con matorrales de brezo y ginesta. Se detuvieron a descansar y a compartir un bocadillo tibio, aplastado en papel albal, con una tortilla de patatas desmenuzada en el interior del pan. Bebieron agua de la cantimplora cantarina que tintineaba en el cinto de su hermano mayor. Abajo se veía la laguna gris plata, rodeada de sauces. Antes de que lo pensara, la escena cambió y estaba metiendo los piececitos descalzos en el agua.

—¡Paula! ¡No te metas más adentro!

Pero la niña correteaba sobre las piedras, el fango y la arena. Tocó algo blando, plumoso, en el fondo de la charca. Metió las manos y sacó un peluche gris y blanco. Estaba seco; era como si el agua fuera un plástico. De la nada apareció una mancha parda y le arrebató el muñeco.

—¡El llobu! ¡El llobu! ¡El llobu! —se escuchó a lo lejos.

Nunca decían “un lobo”, “los lobos”, “unos lobos”. El enemigo se había ganado su título. Era “el lobo”, siempre el lobo, el único, como si no hubiera otros: la personificación de la especie, el antagonista, el señor del monte, el carnívoro carnicero que devoraba medio mundo en competición con el hombre. Todo el hemisferio norte del planeta había sido su coto de caza antes de que el ser humano prácticamente lo extinguiera. En la memoria profunda, agazapada bajo la corteza del cráneo, había cosas difícilmente olvidables para el pastor, para el hombre: los dientes blancos, la boca negra, los ojos oblicuos, el sonido de las zarpas blandas sobre la nieve a su espalda, el aullido escalofriante de una manada las noches de invierno en que el
homo sapiens
se apretujaba junto a la hoguera y temblaba, narrándose cuentos.

—¡El llobu!

Agustín cogió a la niña y huyó aterrorizado. Los estaban persiguiendo; tenían que marcharse de allí. Corría entre los hierbajos mochos del pasto requemado como una rastrojera, ascendía por la mitad de la viesca, atravesaba el castañar umbrío, pisoteando una hojarasca tan seca que crujía y dejaba un rastro clarísimo. Paula iba a hombros, pero de Álex. Agustín había desaparecido. La dejó en el suelo.

—Vamos, princesa. Corre tú sola. Puedes hacerlo. Yo les despisto.

Tenían diecisiete años. La chica se quedó quieta, paralizada. Veía cómo se acercaban los hombres desde cada recodo, dispuestos en hilera para cerrarla en torno en cualquier momento. El sueño era de nuevo oscuro, con colores mates, pero olía la fragancia resinosa del bosque, su propio sudor, el de su compañero. Creía que no se podía oler en sueños. Álex la sacó de su ensimismamiento y la empujó para que corriera, al grito de “¡Huye!”; casi la despeñó del golpe. Él salió disparado en dirección contraria, de cabeza hacia la batida, para hacer de cebo.

Sonó un tiro de escopeta, y luego otro.

Paula se detuvo en seco. Abrió mucho los ojos. Se le repetían las palabras de Álex en las sienes; lo que siempre le había dicho una y otra vez desde que le conoció: “Esto es una guerra”.

“Empezó la lucha en el neolítico con palos y piedras y ha llegado hasta nuestros días con el cepo de acero, la estricnina oculta en la carne cruda, los disparos del rifle a bocajarro y a distancia. Y hasta que no caiga el último de los lobos de la tierra, continuará la guerra”.

“El superpredador, la gran alimaña, el mejor amigo y el peor enemigo. El lobo es casi un ser mitológico”.

“Cuando desaparezcan por completo, muchos pensarán que fueron una leyenda”.

La chica subió por el monte, arrastrándose, ayudándose con las manos en los tramos más duros. Una raíz se movió bajo su pie y estuvo a punto de rodar por la ladera. Gimiendo del esfuerzo, trepó hasta que llevó la última bola de pelo negro, que lloraba en su bolsillo, a la lobera segura de la cima. Se introdujo en el recoveco arenoso entre dos piedras con dificultad, dejó al cachorro junto a sus hermanos y se tumbó, encogida. Se le caían las lágrimas sin cesar y sus crías saltaban para lamérselas, rebuscaban los pezones entre la tela de la camiseta, se metían bajo su ropa y le hacían cosquillas con sus afiladísimos dientes. La tironeaban del pelo; envolviéndolos con la mata de cabellos pardos, se quedó ahí, tiritando de frío y de miedo.

Álex apareció arrastrando una pierna herida. Entró en el cubil soltando un taco tras otro y cagándose en el gilipollas al que se le había ocurrido inventar la repetición automática: “No tenía ni puta idea de que se pudiera volver a disparar manteniendo apretado el gatillo. Joder. Casi no lo cuento”. Dio dos vueltas para aplastar el piso de tierra y se tendió a su lado. Ella se le lanzó encima; un lobezno chilló porque lo habían pisado. Álex lo echó a un lado de la gruta y se dejó querer con una sonrisa irónica de suficiencia. “Vamos, princesa”, le decía secándole los surcos de lágrimas de las mejillas con la mano. “Yo soy un lobo matrero, resabiado y viejo. Soy capaz de robarle una oveja de las narices a un mastín español sin que me huela. Estoy lleno de cicatrices que cuentan mi historia. No me va a meter un tiro entre las cejas un abuelete con boina. Y sus perros tienen el culo muy gordo como para alcanzarme”.

Ella le lamía la herida.

Álex jadeaba. Apretaba el colmillo con rabia, rechinaba las muelas. Intentaba por todos los medios vaciar la cabeza del hilo continuo de pensamientos, pero cuando estaba a punto de llegar a concentrarse en los cuarenta y dos dientes que quería que desgarraran su boca, se le mezclaban los sucesos del día, las cosas de las que habían hablado, y le enfurecía la imagen de Paula, la enorme loba parda aterida de pánico, con la cola espesa metida entre las piernas del alma humana. Se lamió los labios y dejó de luchar por mantener la mente en blanco. Que trotara sola, sin trabas, sobre sus cuatro firmes patas. Se descubrió rememorando el cuerpo de la chica, su piel, su cabello impresionante como una sábana hilada, sus ojos de ámbar, sus muslos rotundos, las corvas suaves bajo las rodillas, la tripa pálida con el ombligo como el ojal de un botón, los senos grandes, la garganta clara, la línea firme de la barbilla, los párpados sin pintura y las pestañas largas. Concluyó rápidamente cuál era la mejor forma de concentrarse en ella, sólo en ella.

El sueño había dado otro salto. Ahora estaban follando como animales bajo el firmamento estrellado. Se clavaban cantos como cuchillas, ramas punzantes y frutillos podridos, pero no los sentían. Revolvían la capa profunda del humus a cada movimiento, se les pegaban al sudor las hojas tiernas y la tierra oscura y aromática. Cada vez que Álex la levantaba con las manos rodeando como garfios la carne firme de sus tetas y pegaba el pecho contra la espalda de ella, era como si se fundieran en un solo cuerpo y el universo girara a su alrededor, mientras ellos permanecían quietos. La chica sentía con cada fibra de su piel la de él, caliente, húmeda, latiendo con violencia, y el tacto extraño, tibio y duro, del colmillo de su cuello, que se le hundía en los hombros cuando se contorsionaban para besarse en la boca a mordiscos. Álex se echó hacia atrás, fue inclinándose hasta quedarse en cuclillas en el sotobosque removido. Ella levantó una pierna, se dio la vuelta completa y le cabalgó sacudiendo la larga melena dorada, que se desparramaba sobre la carne iluminada por la luna. Álex la sujetó de las nalgas y empujó, al tiempo, con los ijares y con todo el cuerpo. Cayó encima de Paula; la chica se golpeó en el omóplato con una piedra, pero no se dio ni cuenta. Él no paraba de embestir con todas sus ganas, acariciándole la cara, retirándole los mechones pardos, adheridos a la transpiración. Paula se mordisqueó el labio, mirándole a los ojos.

—Dios... No sabes cuánto te quiero...

Él, entonces, sonrió. Fue una sonrisa extraña, feroz, diabólica, como una media luna en el rostro, repleta de dientes inmensos parecidos a puntas de navaja.

Álex llegó, sin dificultades, a la parte que prefería del rezo. Ya había meditado sus huesos, sus músculos, su pelo. Ya sentía el rabo peludo, las orejas triangulares, el hocico largo. Abrió la boca y se lamió los filos aguzados de unos colmillos inhumanos. Ahora que el lobo llenaba su sangre de azúcar y fuerza, hizo una petición, sólo una:

Libérala
.

La chica se revolvió en sueños. Álex, sobre ella, había dejado de bombear. Hizo un movimiento raro, como una convulsión que le estremeciera de los pies a la cabeza. Ella tomó aire. El silencio era demasiado completo, expectante. Pasaron unos segundos como repiques de tambor. Hubo una detonación.

Él estalló en pedazos desde dentro y la salpicó con sus restos.

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