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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (60 page)

BOOK: Politeísmos
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Paula encendió un pitillo.

—Hay otras... posibilidades —dijo él, al cabo, negándose a rendirse—. Podemos irnos a Lisboa. Puedes hacerlo allí, joder. Ir a clase. Sacártelo.

—Ojalá, Álex. Ojalá. ¿Sacarme una ingeniería en portugués? Si ni siquiera lo he conseguido en español... Sé realista. Además, a mí lo que me gusta es el trabajo de campo; es absurdo dar tantas vueltas. Debería intentarlo con las oposiciones de forestal, pero ya me he cansado. Estoy harta, Álex. No merece la pena.

—Siempre merece la pena.

—No. No siempre.

Álex carraspeó. Esperó unos segundos.

—¿Y ahora, Paula?

—¿Ahora? —la chica expulsó el humo—. Ahora quiero tener hijos. No es ninguna novedad; siempre he querido. Si tú no hubieras aparecido, Álex, yo ni me estaría planteando todo esto. Con Fran tengo lo que tengo. Le quiero, como puedo querer a un amigo. No quiero hacerle daño. Así que no importa cómo estemos. “Ni soy feliz ni falta que me hace”; y eso lo dijo Einstein antes que yo. Así son las cosas —la chica meneó la cabeza—. ¿Recuerdas nuestra promesa?
Yo ya he perdido
. Álex, la vida te atropella. No puedes hacer nada por evitarlo.

—Sí. Puedes apartarte de la carretera. Y
aún
no has perdido —Álex se apretó las sienes. Levantó la cabeza y su mirada de angustia la atravesó como un taladro—. Por favor, Paula. Vente conmigo. Déjame que te haga feliz. Déjame despertarte. Vuelve a
creer
antes de que sea demasiado tarde... —los ojos del lobo empezaban a reflejar auténtica urgencia—. Paula. Te lo suplico.
Cree
.

—Álex.
Creo
. Sin embargo... es como un
desgarramiento
. Creo que el ser humano es el experimento más dañino y peligroso que ha producido la naturaleza, pero soy una de ellos. Pienso que el perro es un animal cobarde, manso e idiota, pero quiero al mío más de lo que te puedas imaginar. Considero que estaría muy bien que el hombre desapareciera del planeta, pero me parece espantoso que la gente muera. Sería estupendo que el mundo entero fuera un espacio protegido, pero compro, consumo y tiro mi kilo y medio de basura al día, igual que tú.

—Qué va. Yo me la guardo toda en casa —replicó con desenfado.

—Álex —le interrumpió ella—. Imagina lo siguiente: ¿y si pudieras salvar de la extinción a todos los lobos del planeta a cambio de una vida humana?

—¿Dónde hay que firmar? —respondió al momento.

Paula se sonrió.

—¿Y si fuera la de tu madre?

Él pestañeó. Miró hacia la calle.

—Qué tontería. Como si fuera a aparecerme de la nada un supervillano en leotardos riéndose con voz cavernosa y chillando: “¡La vida de los lobos a cambio de la de tu madre!”.

—Responde. ¿Lo harías?

Álex subió las pupilas.

—Creo que sí —acabó diciendo—. Aunque pienses que soy un cerdo. Y si fuera mi vida en lugar de la de ella, sin dudarlo.

—¿Y si fuera la mía? —insistió Paula achicando los ojos.

Él se lamió los labios.

—Ése es un golpe bajo, princesa.

—No. Ése es el
desgarramiento
. Puede que seas un lobo, pero también eres una persona. No puedes ser
realmente
un lobo aunque te mates en ello. Es así. Pero yo
creo
.

—Qué va. Mira; la respuesta es

. Si fuera la tuya, también. No te lo he dicho porque estoy intentando meterme en tus bragas y lo mismo te cabreaba; aunque quiero pensar que lo que te tocaría la moral es que te hubiera dicho que no. Yo me ofrecería encantado. ¿Y tú, princesa?

—Sí. Por supuesto que sí. Pero a lo que me refiero...

—Ya. Vale: eres un lobo y un hombre. En eso consiste. En acabar con el ser humano. Si no lo ves así... no crees —la contradijo Álex con la voz dura—. No lo haces, aunque darías cualquier cosa por ello. Miras para atrás y te regodeas en el pasado.
Creer
te recuerda a otra época en que eras más joven, más salvaje, más libre y más feliz por dentro.

—¿Cómo no voy a creer? Álex. Yo
he visto
. Puede que fuera todo pura sugestión, pero no lo puedo olvidar así como así.

—¿Sugestión?
¿Sugestión?
¿Ésa es la conclusión a la que llegas? —el lobo apretó los puños y luego los soltó sobre la mesa. Respiró despacio, intentando controlar la rabia que crecía como una marea y se apoderaba de él—. Paula. ¿Recuerdas la primera vez que follamos?

—Sí —a la chica se le subieron los bordes de los labios con melancolía y una pizca de irrisión—. Tenía la regla y te importó un pimiento. Cuando acabamos, las sábanas parecían la escena del crimen de una película gore...

Él zanjó el lado nostálgico de la cuestión.

—Estábamos en la cama, sentados de piernas cruzadas, mirándonos y hablando de la religión. Tú llevabas el colmillo y tenías el tic de acariciártelo de vez en cuando. ¿Recuerdas lo que te dije? Antes de follar. Justo antes.

—Hace ya muchos años...

—Te dije... Te dije: “Hasta que no crees que hay algo dentro” —Álex flexionó todas las falanges de los dedos— “no lo puedes ver”. Entonces nos enrollamos por primera vez. Yo me aparté y te pregunté...

—“¿Crees?” —recordó ella, con la imagen fija en la retina de la expresión apremiante y ansiosa de un chico de diecisiete años que le había sujetado la cara entre las dos manos y la había obligado a contemplarle con una intensidad hasta violenta. Aquella mirada era dolorosamente semejante a la que Álex tenía en este mismo instante.

Había sido como una epifanía. De pronto había escuchado el castañeteo jubiloso, previo a la caza, de unos colmillos inhumanos, había distinguido la mata de pelo espeso como una borra de lana, había visto los ojos fulgurantes, oblicuos, del color de una llama.

Álex le cogió las manos sobre la mesa de la cafetería. Tomó aire y preguntó:

—¿Y ahora, Paula?
¿Ves?

La chica bajó los párpados.

—No.

El lobo la soltó. Rindió la cabeza. Dejó la barbilla contra el centro de las clavículas. Se puso de pie sin mirarla y se acercó a la barra. Llamó al camarero con la vista perdida en otro lugar, como ocultando la cara. Tenía la voz algo temblorosa.

—Cóbrame.

Cuando se giró y le habló, ya estaba perfectamente normal.

—Vas a llegar tarde a casa, Paula. Seguro que Fran ya ha salido del trabajo y te está esperando.

Ella se incorporó sin ganas.

—Álex —musitó cuando reparó en la bolsa que estaba en el asiento de al lado—. Mañana no vendrás, ¿verdad? Se acabó.

—Mañana estaré ahí, Paula —murmuró él con derrotismo.

—Mañana y pasado libro. No te pases a lo tonto.

—Pues el viernes —respondió con desconfianza, pensando ir por si acaso.

La chica tomó aire.

—No me traigas más rosas, Álex. Te lo pido por favor.

—Voy a hacer lo que me salga de los cojones —replicó con vehemencia, creciéndose de pronto.

—No, Álex. No puedo subírmelas y no quiero tirarlas.

Él separó los labios, sorprendido. Luego asintió. La chica se enroscó el plástico del asa de la bolsa en la muñeca. Él recogió las vueltas.

—Paula —la llamó antes de que se marchara. Hizo una pausa, buscando el modo de soltar lo que quería decirle de modo que no sonara grotesco. Acabó por considerar que importaba una mierda lo ridículo que pareciera, porque era la verdad: iba a hacerlo y le daba exactamente igual que ella se riera de él—. Esta noche voy a rezar. Te lo juro. Voy a rezar por ti, joder. Sólo por ti.

Ella no se rió.

Paula saludó a Javi con la mano y se inclinó para rozarle los labios sin entusiasmo a Fran. Estaban cenando pizza congelada hecha en el microondas delante de la tele, con Bowie mirándolos con ojos de hambre, esperando los rebordes de pan.

—Creía que hoy salías a las siete y media, Paula —comentó Fran.

El coyote lanzó al aire un cacho de masa blancuzca. El perro lo atrapó al vuelo.

—Tu curro es un puto coñazo, chica —valoró Javi—. Cada semana a una hora, y libras cuando les parece más estético.

—Las fiestas se sortean; yo qué le voy a hacer. Tengo el turno rotativo, Javi.

—Ya. Cuatro y media, siete y media, una y media y tres y media, que yo sepa —enumeró el coyote con una sonrisa hostil—. No tenía ni idea de que hubiera un turno que acabara a las diez.

—Me fui a tomar un café luego. ¿Es un crimen?

—Dejad de discutir ya —les pidió Fran—. Te hemos dejado dos trozos de pizza, Paula. ¿Vienes ya a cenar?

—No tengo hambre —declaró mientras se metía a la habitación—. Coméoslos.

Javi se levantó con la excusa de ir a por una servilleta a la cocina.

—¿Qué llevas en esa bolsa, Paula? —preguntó abriendo la puerta del dormitorio.

Paula sonrió torcidamente. Se empezó a desnudar, ignorándole.

—Joder —dijo él mirando para otro lado—. Tía, que estoy delante y no soy de piedra.

—Búscate novia, Javi. Estoy en mi casa. Y en la bolsa no llevo nada que te interese.

—¿Puedo verlo entonces?

—Si te hace feliz...

La chica se puso una camiseta azul, vieja, amplia, con un estampado del monstruo de las galletas. El coyote, entretanto, miraba el contenido de la bolsa con una cara que decía que esperaba encontrarse antes una bomba de relojería que un peluche en posesión de Paula. Las rosas se habían quedado en el contenedor de abajo.

—¿Y esto? ¿Ya te has quedado preñada? ¿Es para el crío?

Ella levantó el labio. No contestó. Javi manoseaba el juguete. De pronto se fijó en la etiqueta y se quedó pálido.

—Oye, esto es de Inglaterra.

—Sí. Y es un lobo. Aunque no lo parezca. ¿Algún problema?

—Has quedado con el Álex —concluyó Javi dejando caer los brazos.

—Si lo he hecho, es asunto mío, Javi. No tuyo.

—¿Y Fran, qué? ¿Que le den por culo?

—Fran aquí no pinta nada —replicó con agresividad—. No tengo que pedirle permiso para quedar con quien me apetezca.

El coyote pestañeó.

—Paula...

—¿Sí, Javi?

—¿Te parece normal lo que me acabas de decir?

—Completamente. Y también se lo diría a él.

—¿Tú sabes a lo que estás jugando? Mira, yo sé que Álex sigue coladito por ti. En cuanto le des la señal de salida echa a correr.

Paula se le quedó mirando con expresión plácida. Sólo le faltó asentir y añadir un “¿y qué?”.

—Joder... Mira, yo no sé qué rollo os estáis trayendo, pero no me puedes pedir que no le cuente a Fran...

—¿El qué? Álex era mi amigo desde mucho antes que Fran. Desapareció y ha vuelto a aparecer. ¿Qué cosa es más normal que quedar con él?

—Paula. Álex no era tu amigo. Era tu novio. Así que si no quieres que le cuente a Fran esto, ya puedes dejarte de jugar al escondite. Si quieres quedamos con Álex. Todos. En plan normal.

—Javi. Si no quieres que le cuente a Fran que el mes pasado puse yo tu parte del dinero sacándolo de la segunda cuenta porque te lo puliste todo, más te vale cerrar la boca.

—Joder...

—Si hay que ser perra, ladremos, Javi. Cierra la puerta cuando salgas.

El coyote se volvió gruñendo al salón. Se acabaron de ver la película. Cuando Fran fue a acostarse, Paula estaba aferrada al almohadón, con los ojos abiertos.

—Sigues despierta.

—Sí.

—¿Te ha bajado la regla?

—Aún no.

—¿Quieres entonces que lo intentemos?

—Me da igual.

—Joder, Paula —se quejó él—. ¿Así esperas que yo me ponga?

La chica suspiró. Se sentó en la cama. Distraída, como si le estuviera haciendo un favor, le bajó el pantalón del pijama y empezó a hacer manipulaciones. En menos de diez minutos le tenía encima bombeando, aplastándola con su peso, con la piel caliente, que empezaba a sudar, pegada contra la de ella, fresca e imperturbable. Paula tenía un gesto de hastío y aburrimiento en la cara; agradeció que él la estuviera mordisqueando el cuello para no tenerle que mirar. Acabó retorciéndose un poco para liberarse; apenas podía moverse con el cuerpo de Fran encima como un fardo.

—Vamos a cambiar de postura, anda —le pidió con voz absolutamente neutra, como quien le comenta al vecino del asiento en el autobús que retire las piernas para dejarle pasar.

—Oye, ¿te pasa algo?

—No. Me pesas y estoy incómoda —se dio la vuelta sobre el colchón, a gatas. Cruzó los brazos y apoyó la barbilla sobre ellos, presionando el pecho contra las sábanas.

Mientras Fran la penetraba, Paula empezó a gemir para evitar más preguntas del tipo de “¿Qué te pasa?”. Tenía la cabeza muy lejos; estaba haciendo la lista de las cosas que se les habían acabado para comprarlas en el supermercado. “Nos falta leche”, enumeraba. “Y pasta. Y arroz”. Al pensar en el arroz, no pudo evitar acordarse de Álex echando espumarajos por la boca acerca de su supuesta “vida fácil”. No sabía hasta qué punto decía la verdad y hasta qué punto iba de farol, pero le creía. Álex era un bocazas, pero escrupulosamente sincero, y sólo fanfarroneaba de gilipolleces, y eso cuando tenía dieciocho años. Quizá fuera mañana, aunque le había dicho que no trabajaba. Era capaz de estarse ahí todo el día en el banco. Sonrió suavemente. Se sorprendió pensando en Álex de otra forma al tiempo que Fran se esforzaba en acariciarle el clítoris y en salir y entrar al tiempo sin perder ni el ritmo ni el equilibrio.

Cuando se corrió, sintió asco de sí misma.

IX

Álex se subió al piso. A oscuras, apagó el ordenador y se desnudó. Apartó la almohada y se sentó en la cama, con la espalda pegada contra la cabecera. Agarró el colmillo con las dos manos. En principio se sintió algo estúpido. Era casi infantil volver a rezar, a rezar
de verdad
, después de tanto tiempo. Cuando era un chaval, cerraba los ojos, oía el latido de su corazón y, desde ese rincón común, pasaba a los huesos. Nombraba cada parte del esqueleto y la imaginaba, la
veía
distinta: ampliaba las costillas, retorcía los húmeros, empequeñecía la pelvis, acortaba los fémures, aplastaba el cráneo, estiraba las mandíbulas y multiplicaba las vértebras de la columna hasta que se salían del cóccix en su mente. De los doscientos seis huesos del hombre, pasaba a los trescientos veintiuno del cánido, y los concebía, cada uno de ellos, hasta que eran más reales que los que llevaba dentro. Después, empezaba con los músculos: potenciaba los maseteros, engrosaba y fortalecía ligamentos y tendones, hacía crecer el pelo espeso, áspero, en capas de lana gris, amarillenta, negra y parda. Las orejas peludas se ponían derechas; sacudía el rabo grueso, abría los ojos y veía con imperfección, en colores tenues, apagados, pero olfateaba con una pituitaria que se bebía hasta el mínimo detalle, aunque estuviera muy lejos: no sólo creía distinguir a una persona a través de la puerta, sino que podía decir si estaba nerviosa o alterada —por el sudor—, si era macho o hembra y lo que había comido ese día. Dejaba para el final los dientes y, con un placer exquisito, desgarraba mentalmente las encías para que nacieran las muelas de las que carecía el cuerpo humano. Al llegar a los cuatro colosales colmillos, podía —
sentía
que podía— enfrentarse a cualquier cosa. Cuando era adolescente, rezaba cada día, antes de ducharse y desayunar para ir a clase. Le hacía sentirse fuerte, saludable, pletórico y violento. A veces, terminaba con una petición en particular a su dios; otras, lo hacía sólo por gusto. Ahora, después de tantos años, tenía muy claro qué era lo que iba a pedir.

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