Por el camino de Swann (2 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Estas evocaciones voltarias y confusas nunca duraban más allá de unos segundos; y a veces no me era posible distinguir por separado las diversas suposiciones que formaban la trama de mi incertidumbre respecto al lugar en que me hallaba, del mismo modo que al ver correr un caballo no podemos aislar las posiciones sucesivas que nos muestra el
kinetoscopio
[1]
. Pero, hoy una y mañana otra, yo iba viendo todas las alcobas que había habitado durante mi vida, y acababa por acordarme de todas en las largas soñaciones que seguían a mi despertar; cuartos de invierno, cuando nos acostamos en ellos, la cabeza se acurruca en un nido formado por los más dispares objetos: un rinconcito de la almohada, la extremidad de las mantas, la punta de un mantón, el borde de la cama y un número de los
Débats Roses
, todo ello junto y apretado en un solo bloque, según la técnica de los pájaros, a fuerza de apoyarse indefinidamente encima de ello; cuarto de invierno, donde el placer que se disfruta en los días helados es el de sentirse separado del exterior (como la golondrina de mar que tiene el nido en el fondo de un subterráneo, al calor de la tierra); cuartos en los cuales, como está encendida toda la noche la lumbre de la chimenea, dormimos envueltos en un gran ropón de aire cálido y humoso, herido por el resplandor de los tizones que se reavivan, especie de alcoba impalpable, de cálida caverna abierta en el mismo seno de la habitación, zona ardiente de móviles contornos térmicos, oreadas por unas bocanadas de aire que nos refrescan la frente y que salen de junto a las ventanas, de los rincones de la habitación que están más lejos del fuego y que se enfriaron; cuartos estivales donde nos gusta no separarnos de la noche tibia, donde el rayo de luna, apoyándose en los entreabiertos postigos, lanza hasta el pie de la cama su escala encantada, donde dormimos casi como al aire libre, igual que un abejaruco mecido por la brisa en la punta de una rama; otras veces, la alcoba estilo Luis XVI, tan alegre que ni siquiera la primera noche me sentía desconsolado, con sus columnitas que sostenían levemente el techo y que se apartaban con tanta gracia para señalar y guardar el sitio destinado al lecho; otra vez, aquella alcoba chiquita, tan alta de techo, que se alzaba en forma de pirámide ocupando la altura de dos pisos, revestida en parte de caoba y en donde me sentí desde el primer momento moralmente envenenado por el olor nuevo, desconocido para mí, moralmente la
petiveria
[2]
, y convencido de la hostilidad de las cortinas moradas y de la insolente indiferencia del reloj de péndulo, que se pasaba las horas chirriando, como si allí no hubiera nadie; cuarto en donde un extraño e implacable espejo, sostenido en cuadradas patas, se atravesaba oblicuamente en uno de los rincones de la habitación, abriéndose a la fuerza, en la dulce plenitud de mi campo visual acostumbrado, un lugar que no estaba previsto y en donde mi pensamiento sufrió noches muy crueles afanándose durante horas y horas por dislocarse, por estirarse hacia lo alto para poder tomar cabalmente la forma de la habitación y llenar hasta arriba su gigantesco embudo, mientras yo estaba echado en mi cama, con los ojos mirando al techo, el oído avizor, las narices secas y el corazón palpitante; hasta que la costumbre cambió el color de las cortinas, enseñó al reloj a ser silencioso y al espejo, sesgado y cruel, a ser compasivo; disimuló, ya que no llegara a borrarlo por completo, el olor de la
petiveria
, e introdujo notable disminución en la altura aparente del techo. ¡Costumbre, celestina mañosa, sí, pero que trabaja muy despacio y que empieza por dejar padecer a nuestro ánimo durante semanas entras, en una instalación precaria; pero que, con todo y con eso, nos llena de alegría al verla llegar, porque sin ella, y reducida a sus propias fuerzas, el alma nunca lograría hacer habitable morada alguna!

Verdad que ahora ya estaba bien despierto, que mi cuerpo había dado el último viraje y el ángel bueno de la certidumbre había inmovilizado todo lo que me rodeaba; me había acostado, arropado en mis mantas, en mi alcoba; había puesto, poco más o menos en su sitio, en medio de la oscuridad, mi cómoda, mi mesa de escribir, la ventana que da a la calle y las dos puertas. Pero era en vano que yo supiera que no estaba en esa morada en cuya presencia posible había yo creído por lo menos, ya que no se me presentara su imagen distinta, en el primer momento de mi despertar; mi memoria ya había recibido el impulso, y, por lo general, ya no intentaba volverme a dormir en seguida; la mayor parte de la noche la pasaba en rememorar nuestra vida de antaño en Combray, en casa de la hermana de mi abuela en Balbec, en París, en Donzières, en Venecia, en otras partes más, y en recordar los lugares, las personas que allí conocí, lo que vi de ellas, lo que de ellas me contaron.

En Combray, todos los días, desde que empezaba a caer la tarde y mucho antes de que llegara el momento de meterme en la cama y estarme allí sin dormir, separado de mi madre y de mi abuela, mi alcoba se convertía en el punto céntrico, fijo y doloroso de mis preocupaciones. A mi familia se le había ocurrido, para distraerme aquellas noches que me veían con aspecto más tristón, regalarme un linterna mágica; y mientras llegaba la hora de cenar, la instalábamos en la lámpara de mi cuarto; y la linterna, al modo de los primitivos arquitectos y maestros vidrieros de la época gótica, substituida la opacidad de las paredes por irisaciones impalpables, por sobrenaturales apariciones multicolores, donde se dibujaban las leyendas como en un vitral fugaz y tembloroso. Pero con eso mi tristeza se acrecía más aún porque bastaba con el cambio de iluminación para destruir la costumbre que yo ya tenía de mi cuarto, y gracias a la cual me era soportable la habitación, excepto en el momento de acostarme. A la luz de la linterna no reconocía mi alcoba, y me sentía desosegado, como en un cuarto de fonda o de «chalet» donde me hubiera alojado por vez primera al bajar del tren.

Al paso sofrenado de su caballo, Golo, dominado por un atroz designio, salía del bosquecillo triangular que aterciopelaba con su sombrío verdor la falda de una colina e iba adelantándose a saltitos hacia el castillo de Genoveva de Brabante. La silueta de este castillo se cortaba en una línea curva, que no era otra cosa que el borde de uno de los óvalos de vidrio insertados en el marco de madera que se introducía en la ranura de la linterna. No era, pues, más que un lienzo de castillo que tenía delante una landa, donde Genoveva, se entregaba a sus ensueños; llevaba Genoveva un ceñidor celeste. El castillo y la
landa
[2a]
eran amarillos, y yo no necesitaba esperar a verlos para saber de qué color eran porque antes de que me lo mostraran los cristales de la linterna ya me lo había anunciado con toda evidencia la áureo-rojiza sonoridad del nombre de Brabante. Golo se paraba un momento para escuchar contristado el discurso que mi tía leía en alta voz y que Golo daba muestras de comprender muy bien, pues iba ajustando su actitud a las indicaciones del texto, con docilidad no exenta de cierta majestad; y luego se marchaba al mismo paso sofrenado con que llegó. Si movíamos la linterna, yo veía al caballo de Golo, que seguía, avanzando por las cortinas del balcón, se abarquillaba al llegar a las arrugas de la tela y descendía en las aberturas. También el cuerpo de Golo era de una esencia tan sobrenatural como su montura, y se conformaba a todo obstáculo material, a cualquier objeto que se le opusiera en su camino, tomándola como osamenta, e internándola dentro de su propia forma, aunque fuera el botón de la puerta, al que se adaptaba en seguida para quedar luego flotando en él su roja vestidura, o su rostro pálido, tan noble y melancólico siempre, y que no dejaba traslucir ninguna inquietud motivada por aquella transverberación.

Claro es que yo encontraba cierto encanto en estas brillantes proyecciones que parecían emanar de un pasado merovingio y paseaban por mi alrededor tan arcaicos reflejos de historia. Pero, sin embargo, es indecible el malestar que me causaba aquella intrusión de belleza y misterio en un cuarto que yo había acabado por llenar con mi personalidad, de tal modo, que no le concedía más atención que a mi propia persona. Cesaba la influencia anestésica de la costumbre, y me ponía a pensar y asentir, cosas ambas muy tristes. Aquel botón de la puerta de mi cuarto, que para mí se diferenciaba de todos los botones de puertas del mundo en que abría solo, sin que yo tuviese que darle vuelta, tan inconsciente había llegado a serme su manejo, le veía ahora sirviendo de cuerpo astral a Golo. Y en cuanto oía la campanada que llamaba a la cena me apresuraba a correr al comedor, donde la gran lámpara colgante, que no sabía de Golo ni de Barba Azul, y que tanto sabía de mis padres y de los platos de vaca rehogada, daba su luz de todas las noches; y caía en brazos de mamá, a la que me hacían mirar con más cariño los infortunios acaecidos a Genoveva, lo mismo que los crímenes de Golo me movían a escudriñar mi conciencia con mayores escrúpulos.

Y después de cenar, ¡ay!, tenía que separarme de mamá, que se quedaba hablando con los otros, en el jardín, si hacía buen tiempo, o en la salita, donde todos se refugiaban si el tiempo era malo. Todos menos mi abuela, que opinaba que «en el campo es una pena estarse encerrado», y sostenía constantemente discusiones con mi padre, los días que llovía mucho, porque me mandaba a leer a mi cuarto en vez de dejarme estar afuera. «Lo que es así nunca se le hará un niño fuerte y enérgico —decía tristemente—, y más esta criatura, que tanto necesita ganar fuerzas y voluntad.» Mi padre se encogía de hombros y se ponía a mirar el barómetro, porque le gustaba la meteorología, y mientras, mi madre, cuidando de no hacer ruido para no distraerlo, lo miraba con tierno respeto, pero sin excesiva fijeza, como sin intención de penetrar en el misterio de su superioridad. Pero mi abuela, hiciera el tiempo que hiciera, aun en los días en que la lluvia caía firme, cuando Francisca entraba en casa precipitadamente los preciosos sillones de mimbre, no fueran a mojarse, se dejaba ver en el jardín, desierto y azotado por la lluvia, levantándose los mechones de cabello gris y desordenado para que su frente se empapara más de la salubridad del viento y del agua. Decía: «Por fin, respiramos», recorriendo las empapadas calles del jardín —calles alineadas con excesiva simetría y según su gusto por el nuevo jardinero, que carecía del sentimiento de la naturaleza, aquel jardinero a quien mi padre preguntaba desde la mañana temprano si se arreglaría el tiempo— con su menudo paso entusiasta y brusco, paso al que daban la norma los varios movimientos que despertaban en su alma la embriaguez de la tormenta, la fuerza de la higiene, la estupidez de mi educación y la simetría de los jardines, en grado mucho mayor que su inconsciente deseo de librar a su falda color cereza de esas manchas de barro que la cubrían hasta una altura tal que desesperaban a su doncella.

Cuando estas vueltas por el jardín las daba mi abuela, después de cenar, una cosa había capaz de hacerla entrar en casa: y era que, en uno de esos momentos en que la periódica revolución de sus paseos la traía como un insecto frente a las luces de la salita en donde estaban servidos los licores, en la mesa de jugar, le gritara mi tía: «Matilde, ven y no dejes a tu marido que beba coñac».

Como a mi abuelo le habían prohibido los licores, mi tía para hacerla rabiar (porque había llevado a la familia de mi padre un carácter tan diferente, que todos le daban bromas y la atormentaban), le hacía beber unas gotas. Mi abuela entraba a pedir vivamente a su marido que no probara el coñac; enfadábase él y echaba su trago, sin hacer caso; entonces mi abuela tornaba a salir, desanimada y triste, pero sonriente sin embargo, porque era tan buena y de tan humilde corazón, que su cariño a los demás y la poca importancia que a sí propia se daba se armonizaban dentro de sus ojos en una sonrisa, sonrisa que, al revés de las que vemos en muchos rostros humanos, no encerraba ironía más que hacia su misma persona, y para nosotros era como el besar de unos ojos que no pueden mirar a una persona querida sin acariciarla apasionadamente. Cosas son ésas como el suplicio que mi tía infligía a mi abuela, como el espectáculo de las vanas súplicas de ésta, y de su debilidad de carácter, ya rendida antes de luchar, para quitar a mi abuelo su vaso de licor, a las que nos acostumbramos más tarde hasta el punto de llegar a presenciarlas con risa y a ponernos de parte del perseguidor para persuadirnos a nosotros mismos de que no hay tal persecución; pero entonces me inspiraban tal horror, que de buena gana hubiera pegado a mi tía. Pero yo, en cuanto oía la frase: «Matilde, ven y no dejes a tu marido que beba coñac», sintiéndome ya hombre por lo cobarde, hacía lo que hacemos todos cuando somos mayores y presenciamos dolores e injusticias: no quería verlo, y me subía a llorar a lo más alto de la casa, junto al tejado, a una habitacioncita que estaba al lado de la sala de estudio, que olía a lirio y que estaba aromada, además, por el perfume de un grosellero que crecía afuera, entre las piedras del muro, y que introducía una rama por la entreabierta ventana. Este cuarto, que estaba destinado a un uso más especial y vulgar, y desde el cual se dominaba durante el día claro hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió de refugio mucho tiempo, sin duda por ser el único donde podía encerrarme con llave, para aquellas de mis ocupaciones que exigían una soledad inviolable: la lectura, el ensueño, el llanto y la voluptuosidad. Lo que yo ignoraba entonces es que mi falta de voluntad, mi frágil salud y la incertidumbre que ambas cosas proyectaban sobre mi porvenir contribuían, en mayor y más dolorosa proporción que las infracciones de régimen de su marido, a las preocupaciones que ocupaban a mi abuela durante las incesantes deambulaciones de por la tarde o por la noche, cuando la veíamos pasar y repasar, alzado un poco oblicuamente hacia el cielo aquel hermoso rostro suyo, de mejillas morenas y surcadas por unas arrugas que, al ir haciéndose vieja, habían tomado un tono malva como las labores en tiempo de otoño; arrugas, cruzadas, si tenía que salir, por las rayas de un velillo a medio alzar, y en las que siempre se estaba secando una lágrima involuntaria, caída entre aquellos surcos por causa del frío o de un pensamiento penoso.

Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Porque anunciaba el instante que vendría después, cuando me dejara solo y volviera abajo. Y por eso llegué a desear que ese adiós con que yo estaba tan encariñado viniera lo más tarde posible y que se prolongara aquel espacio de tregua que precedía a la llegada de mamá. Muchas veces, cuando ya me había dado un beso e iba a abrir la puerta para marcharse, quería llamarla, decirle que me diera otro beso, pero ya sabía que pondría cara de enfado, porque aquella concesión que mamá hacía a mi tristeza y a mi inquietud subiendo a decirme adiós, molestaba a mi padre, a quien parecían absurdos estos ritos; y lo que ella hubiera deseado es hacerme perder esa costumbre, muy al contrario de dejarme tomar esa otra nueva de pedirle un beso cuando ya estaba en la puerta. Y el verla enfadada destrozaba toda la calma que un momento antes me traía al inclinar sobre mi lecho su rostro lleno de cariño, ofreciéndomelo como una ostia para una comunión de paz, en la que mis labios saborearían su presencia real y la posibilidad de dormir. Pero aun eran buenas esas noches cuando mamá se estaba en mi cuarto tan poco rato, por comparación con otras en que había invitados a cenar y mamá no podía subir. Por lo general, el invitado era el señor Swann, que, aparte de los forasteros de paso era la única visita que teníamos en Combray, unas noches para cenar, en su calidad de vecino (con menos frecuencia desde que había hecho aquella mala boda, porque mis padres no querían recibir a su mujer), y otras después de cenar, sin previo aviso. Algunas noches, cuando estábamos sentados delante de la casa alrededor de la mesa de hierro, cobijados por el viejo castaño, oíamos al extremo del jardín, no el cascabel chillón y profuso que regaba y aturdía a su paso con un ruido ferruginoso, helado e inagotable, a cualquier persona de casa que le pusiera en movimiento al entrar sin llamar, sino el doble tintineo, tímido, oval y dorado de la campanilla, que anunciaba a los de fuera; y en seguida todo el mundo se preguntaba: «Una visita. ¿Quién será?», aunque sabíamos muy bien que no podía ser nadie más que el señor Swann; mi tía, hablando en voz alta, para predicar con el ejemplo, y tono que quería ser natural, nos decía que no cuchicheáramos así, que no hay nada más descortés que eso para el que llega, porque se figura que están hablando de algo que él no debe oír, y mandábamos a la descubierta a mi abuela, contenta siempre de tener un pretexto para dar otra vuelta por el jardín, y que de paso se aprovechaba para arrancar subrepticiamente algunos rodrigones de rosales, con objeto de que las rosas tuvieran un aspecto más natural, igual que la madre que con sus dedos ahueca la cabellera de su hijo porque el peluquero dejara el peinado liso por demás.

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