Yo no quitaba la vista de encima a mi madre; sabía bien que cuando estuviéramos a la mesa no me dejarían quedarme mientras durara toda la comida, y que para no contrariar a mi padre, mamá no me permitiría que le diera más de un beso delante de la gente, 40 como si fuera en mi cuarto. Así que ya me estaba yo prometiendo para cuando, estando todos en el comedor, empezaran a cenar ellos y sintiera yo que se acercaba la hora, sacar por anticipado de aquel beso, que habría de ser tan corto y fugitivo, todo lo que yo únicamente podía sacar de él: escoger con la mirada el sitio de la mejilla que iba a besar, preparar el pensamiento para poder consagrar gracias a ese comienzo mental del beso, el minuto entero que me concediera mi madre al sentir su cara en mis labios, como un pintor que no puede lograr largas sesiones de modelo prepara su paleta y hace por anticipado de memoria, con arreglo a sus apuntes, todo aquello para lo cual puede en rigor prescindir del modelo. Pero he aquí que, antes de que llamaran a cenar, mi abuelo tuvo la ferocidad inconsciente de decir: «Parece que el niño está cansado, debería subir a acostarse. Porque, además, esta noche cenamos tarde». Y mi padre, que no guardaba con la misma escrupulosidad que mi muela y mi madre el respeto a la fe jurada, dijo: «Sí, anda, ve a acostarte». Fui a besar a mamá y en aquel momento sonó la campana para la cena. «No, no, deja a tu madre; bastante os habéis dicho adiós ya; esas manifestaciones son ridículas. Anda, sube.» Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre, porque ésta no le había dado permiso para venirse conmigo, como se le daba todas las noches con el beso. Aquella odiada escalera por la que siempre subí con tan triste ánimo echaba un olor a barniz que en cierto modo absorbió y fijó aquella determinada especie de pena que yo sentía todas las noches, contribuyendo a hacerla aún más cruel para mi sensibilidad, porque bajo esa forma olfativa mi inteligencia no podía participar de ella. Cuando estamos durmiendo y no nos damos cuenta de un dolor de muelas que nos asalta, sino bajo la forma de una muchacha que está ahogándose y que intentamos sacar del agua doscientas veces seguidas, o de un verso de Molière que nos repetimos sin cesar, nos alivia mucho despertarnos y que nuestra inteligencia pueda separar la idea de dolor de muelas de todo disfraz heroico o acompasado que adoptará. Lo contrario de este consuelo es lo que yo sentía cuando la pena de subirme a mi cuarto penetraba en mí de un modo infinitamente más rápido, casi instantáneo, insidioso y brusco a la vez, por la inhalación —mucho más tóxica que la penetración moral— del olor de barniz característico de la escalera. Ya en mi cuarto, había que taparse todas las salidas, cerrar las maderas de la ventana, cavar mi propia tumba, levantando el embozo de la sábana, y revestir el sudario de mi camisa de dormir. Pero antes de enterrarme en la camita de hierro que había puesto en mi cuarto, porque en el verano me daban mucho calor las cortinas de creps de la cama grande, me rebelé, quise probar una argucia de condenado. Escribí a mi madre rogándole que subiera para un asunto grave del que no podía hablarle en mi carta. Mi temor era que Francisca, la cocinera de mi tía, que era la que se encargaba de cuidarme cuando yo estaba en Combray, se negara a llevar mi cartita. Sospechaba yo que a Francisca le parecía tan imposible dar un recado a mi madre cuando había gente de fuera, como al portero de un teatro llevar una carta a un actor cuando está en escena. Tenía Francisca, para juzgar de las cosas que deben o no deben hacerse, un código imperioso, abundante, sutil e intransigente, con distinciones inasequibles y ociosas (lo cual le asemejaba a esas leyes antiguas que, junto a prescripciones feroces como la de degollar a los niños de pecho, prohíben con exagerada delicadeza que se cueza un cabrito en la leche de su madre, o que de un determinado animal se coma el nervio del muslo).
A juzgar por la repentina obstinación con que Francisca se oponía a llevar a cabo algunos encargos que le dábamos, este código parecía haber previsto complejidades sociales y refinamientos mundanos de tal naturaleza, que no había nada en el medio social de Francisca ni en su vida de criada de pueblo que hubiera podido sugerírselos; y no teníamos más remedio que reconocer en su persona un pasado francés, muy antiguo, noble y mal comprendido, lo mismo que en esas ciudades industriales en las que los viejos palacios dan testimonio de que allí hubo antaño vida de corte, y donde los obreros de una fábrica de productos químicos trabajan rodeados por delicadas esculturas que representan el milagro de San Teófilo o los cuatro hijos de Aymon. En aquel caso mío el artículo del código por el cual era muy poco probable que, excepto en caso de incendio, Francisca fuera a molestar a mamá en presencia del señor. Swann por un personaje tan diminuto como yo, expresaba sencillamente el respeto debido, no sólo a los padres —como a los muertos, los curas y los reyes—, sino al extraño a quien se ofrece hospitalidad, respeto que, visto y un libro, quizá me hubiera emocionado, pero que en su boca me irritaba siempre, por el tono grave y tierno con que hablaba de él, y mucho más esa noche en que precisamente el carácter sagrado que atribuía a la comida daba por resultado el que se negara a turbar su ceremonial. Pero para ganarme una chispa más de éxito, no dudé en mentir y decirle que no era ya a mí a quien se le había ocurrido escribir a mamá, sino ella, la que al separarnos me recomendó que no dejara de contestarle respecto a una cosa que yo tenía que buscar; y que se enfadaría mucho si no se le entregaba la carta. Se me figura que Francisca no me creyó, porque, al igual de los hombres primitivos, cuyos sentidos eran más potentes que los nuestros, discernía inmediatamente, y por señales para nosotros inaprensibles, cualquier verdad que quisiéramos ocultarle; se detuvo mirando el sobre cinco minutos, como si el examen del papel y la forma de la letra fueran a enterarla de la naturaleza del contenido o a indicarle a qué artículo del código tenía que referirse. Luego salió con aspecto de resignación que al parecer significaba: «¡Qué desgracia para unos padres tener un hijo así!» Volvió al cabo de un momento a decirme que estaban todavía en el helado y que el maestresala no podía dar la carta en ese instante delante de todo el mundo; pero que cuando estuvieran terminando, ya buscaría la manera de entregarla. Inmediatamente mi ansiedad decayó; ahora ya no era como hacía un instante, ahora ya no me había separado de mi madre hasta mañana, puesto que mi esquelita iba, enojándose sin duda (y más aún por esta artimaña me revestiría de ridículo a los ojos de Swann), a hacerme penetrar, invisible y gozoso, en la misma habitación donde ella estaba, iba a hablarle de mí al oído; puesto que ese comedor, vedado y hostil —en el cual no hacía aún más que un momento hasta el helado y los postres me parecían encubrir placeres malignos y mortalmente tristes porque mamá los saboreaba lejos de mí— iba a abrírseme como un fruto maduro que rompe su piel y dejaría brotar, para lanzarla hasta mi embriagado corazón, la atención de mi madre al leer la carta. Ya no estaba separado de ella; las barreras habían caído y nos enlazaba un hilo deleitable. Y no se acababa todo ahí; mamá iba a venir, sin duda.
Yo me creía que si Swann hubiera leído mi carta y adivinado su finalidad se habría reído de la angustia que yo sentía; por el contrario, como mucho más tarde supe, una angustia semejante fue su tormento durante muchos años de su vida, y quizá nadie me hubiera entendido mejor que él; esa angustia, que consiste en sentir que el ser amado se halla en un lugar de fiesta donde nosotros no podemos estar, donde no podemos ir a buscarlo, a él se la enseñó el amor, a quien está predestinada esa pena, que la acaparará y la especializará; pero que cuando entra en nosotros, como a mí me sucedía, antes de que el amor haya hecho su aparición en nuestra vida, flota esperándolo, vaga y libre, sin atribución determinada, puesta hoy al servicio de un sentimiento y mañana de otro, ya de la ternura filial, ya de la amistad por un camarada. Y la alegría con que yo hice mi primer aprendizaje cuando Francisca volvió a decirme que entregarían mi carta, la conocía Swann muy bien: alegría engañosa que nos da cualquier amigo, cualquier pariente de la mujer amada cuando, al llegar al palacio o al teatro donde está ella, para ir al baile, a la fiesta o al estreno donde la verá, nos descubre vagando por allí fuera en desesperada espera de una ocasión para comunicarnos con la amada. Nos reconoce, se acerca familiarmente a nosotros, nos pregunta qué estábamos haciendo. Y como nosotros inventamos un recado urgente que tenemos que dar a su pariente o amiga, nos dice que no hay cosa más fácil, que entremos en el vestíbulo y que él nos la mandará antes de que pasen cinco minutos. ¡Cuánto queremos —como en ese momento quería yo a Francisca— al intermediario bienintencionado que con una palabra nos convierte en soportable, humana y casi propicia la fiesta inconcebible e infernal en cuyas profundidades nos imaginábamos que había torbellinos enemigos, deliciosos y perversos, que alejaban a la amada de nosotros, que le inspiraban risa hacia nuestra persona! A juzgar por él, por este pariente que nos ha abordado y que es uno de los iniciados en esos misterios crueles, los demás invitados de la fiesta no deben ser muy infernales. Y por una brecha inesperada entramos en estas horas inaccesibles de suplicio, en que ella iba a gustar de placeres desconocidos; y uno de los momentos, cuyo sucederse iba a formar esas horas placenteras un momento tan real como los demás, aún más importante para nosotros, porque nuestra amada tiene mayor participación en él, nos le representamos, le poseemos, le dominamos, le creamos casi el momento en que le digan que estamos allí abajo esperando. Y sin duda los demás instantes de la fiesta no deben de ser de una esencia muy distinta a ése, no deben contener más delicias, ni ser motivo para hacernos sufrir, porque el bondadoso amigo nos ha dicho: «¡Si le encantará bajar! ¡Le gustará mucho más estar aquí hablando con usted que aburrirse allá arriba!» Pero, ¡ay!, Swann lo sabía ya por experiencia, las buenas intenciones de un tercero no tienen poder ninguno para con una mujer que se molesta al verse perseguida hasta en una fiesta por un hombre a quien no quiere. Y muchas veces el amigo vuelve a bajar él solo.
Mi madre no subió, y sin consideración alguna con mi amor propio (interesado en que no fuera desmentida la fábula de aquel encargo que, según yo inventé, me diera mamá de buscar una cosa), me mandó a decir con Francisca: «No tiene nada que contestar», esas palabras que luego he oído tantas veces en boca de porteros de «palaces» o lacayos de garitos, dirigidas a una pobre muchacha que se extraña al oírlas: «¿Cómo, no ha dicho nada? ¡No es posible! ¿Y dice usted que le han dado mi carta? Bueno, esperaré un poco». Y —lo mismo que la muchacha asegura invariablemente que no necesita esa otra luz suplementaria que el portero quiere encender en honor suyo, y se está allí, sin oír más que las pocas frases sobre el tiempo que hace, cambiadas entre el portero y un botones, botones al que envía de pronto, al fijarse en la hora que es, a enfriar en hielo la bebida de un cliente— así yo declinaba el ofrecimiento de Francisca de hacerme una taza de tilo o estarse conmigo, la dejaba volver a su cocina, me acostaba y cerraba bien los ojos, procurando no oír la voz de mis padres, que estaban en el jardín tomando café. Pero al cabo de unos segundos me di cuenta de que al escribir a mamá, al acercarme tanto a ella, aun a riesgo de enojarla, tanto que creí tocar ya con el momento de volver a verla, me había cerrado a mí mismo la posibilidad de dormirme sin haberla visto, y los latidos de mi corazón me eran cada vez más dolorosos porque yo acrecía mi propia agitación predicándome una calma que no era sino la aceptación de mi desgracia. De repente, mi ansiedad decayó y me sentí invadir por una gran felicidad, como cuando una medicina muy fuerte empieza a hacer efecto y nos quita un dolor: es que acababa de decidirme a no probar a dormir sin haber visto a mamá, de besarla, costase lo que costase, cuando subiera a acostarse, aun con la seguridad de que luego estuviera enfadada conmigo mucho tiempo. La calma que sucedió al acabarse de mis angustias me dio una alegría extraordinaria, no menos que la espera, la sed y el temor al peligro. Abrí la ventana sin hacer ruido y me senté a los pies de la cama; no me movía apenas para que no me sintieran desde abajo. Afuera las cosas también parecían estar inmóviles y en muda atención para no perturbar el claror de la luna, que duplicaba y alejaba todo objeto al extender ante él su propio reflejo, más denso y concreto que él mismo, y así adelgazaba y agrandaba a la par el paisaje, como un plano doblado que se va desplegando. Movíase aquello que debía moverse, el follaje de algún castaño. Pero su estremecimiento minucioso y total, ejecutado hasta los menores matices y las extremas delicadezas, no se vertía sobre lo demás, no se fundía con ello, permanecía circunscrito. Expuestos sobre aquel fondo de silencio que no absorbía nada, los rumores más lejanos, que debían venir de jardines situados al otro extremo del pueblo, percibíanse, detallados con tal «perfección», que ese efecto de lejanía parecía que lo debían tan sólo a su
pianissimo
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, como esos motivos en sordina tan bien ejecutados por la orquesta del Conservatorio, que, aunque no perdamos una sola nota de ellos, nos parece oírlos fuera de la sala de conciertos, y que hacían a todos los abonados antiguos —y también a las hermanas de mi abuela cuando Swann les daba sus billetes— aguzar el oído como si oyeran el lejano avanzar de un ejército en marcha que aun no había doblado la esquina de la calle de Trévise.
Yo sabía que aquel trance en que me colocaba era uno de los que podrían acarrearme, por parte de mis padres, las más graves consecuencias, mucho más graves en verdad de lo que hubiera podido suponer ningún extraño, y que cualquier persona de fuera habría creído derivadas de faltas verdaderamente bochornosas. Pero en la educación que a mí me daban el orden de las faltas no era el mismo que en la educación de los demás niños, y me habían acostumbrado a poner en primera línea (sin duda por ser aquellas contra las cuales necesitaba precaverme más cuidadosamente) esas faltas cuyo carácter común era, según yo comprendo ahora, el que se incurre en ellas al ceder a un impulso nervioso. Pero entonces no se pronunciaba esa palabra, no se declaraba ese origen que pudiera hacerme creer que el sucumbir tenía excusa y que era incapaz de resistencia. Pero yo conocía muy bien esas faltas en la angustia que les precedía y en el rigor del castigo que llegaba después; y bien sabía que la que acababa de cometer era de la misma familia que otras, por la que fui severamente castigado, pero más grave aún. Cuando fuera a ponerme delante de mi madre en el momento de subir ella a acostarse, y viera que me había estado levantado para decirle adiós, ya no me dejarían estar en casa, y al día siguiente me mandarían al colegio; era cosa segura. Pues bien; aunque tuviera que tirarme por la ventana cinco minutos más tarde, prefería hacerlo. Lo que yo quería era mi madre, decirle adiós, y ya había ido muy lejos por aquel camino que llevaba a la realización de mi deseo para volverme atrás.