Mamá se sentó junto a mi cama; había cogido
François le Champi
, libro que, por el color rojizo de su cubierta y su título incomprensible, tomaba a mis ojos una personalidad definida y un misterioso atractivo. Yo nunca había leído novelas de verdad. Oí decir que Jorge Sand era el prototipo del novelista. Y ya eso me predisponía a imaginar en
François le Champi
algo de indefinible y delicioso. Los procedimientos narrativos destinados a excitar la curiosidad o la emoción, y algunas expresiones que despiertan sentimientos de inquietud o melancolía, y que un lector un poco culto reconoce como comunes a muchas novelas, me parecían a mí únicos —porque yo consideraba un libro nuevo, no como una cosa de la que hay muchas semejantes, sino como una persona única, sin razón de existir más que en sí misma— y se me representaba como una emanación inquietante de la esencia particular a
François le Champi
. Percibía yo por debajo de aquellos acontecimientos tan corrientes, de aquellas cosas tan ordinarias y de aquellas palabras tan usuales algo como una extraña entonación, como una acentuación rara. La acción comenzaba a enredarse; y la encontraba oscura con tanto más motivo que, por aquel tiempo, muchas veces, al estar leyendo, me ponía a pensar en otra cosa por espacio de páginas enteras. Y a las lagunas que esta distracción abría en el relato, se añadía, cuando era mamá la que me leía alto, el que se saltaba todas las escenas de amor. Y todos los raros cambios que suceden en la actitud respectiva de la molinera y del muchacho, y que sólo se explican por el avance de un amor que nace, se me aparecían teñidos de un profundo misterio, que yo creía que tenía su origen en ese nombre desconocido y suave de «Champi», nombre que vertía, sin que yo supiera por qué, sobre el niño que lo llevaba, su color vivo, purpúreo y encantador. Si mi madre no era una lectora fiel, lo era en cambio admirable para aquellas obras en que veía el acento de un sentimiento sincero, por el respeto y la sencillez de la interpretación y por la hermosura y suavidad de su tono. En la misma vida, cuando eran personas vivas y no obras de arte las que excitaban su ternura o su admiración, conmovía el ver con qué deferencias apartaba de su voz, de sus ademanes o de su palabras el relámpago de alegría que hubiera podido hacer daño a esa madre que perdió un hijo hacía tiempo; el recuerdo de un día de cumpleaños o de santo que trajera a la mente de un viejo sus muchos años, o la frase de asuntos domésticos acaso desagradable para este joven sabio. Asimismo, cuando leía la prosa de Jorge Sand, que respira siempre esa bondad y esa distinción moral que mi abuela enseñara, a mi madre a considerar como superiores a todo en la vida, y que mucho más tarde le enseñé yo a no considerar como superiores a todo en los libros, atenta a desterrar de su voz toda pequeñez y afectación que pudieran poner obstáculo a la ola potente del sentimiento, revestía de toda la natural ternura y de toda la amplia suavidad que exigían a estas frases que parecían escritas para su voz y que, por decirlo así, entraban cabalmente en el registro de su sensibilidad. Para iniciarlas en el tono que es menester encontraba ese acento cordial que existió antes que ellas y que las dictó, pero que las palabras no indican; y gracias a ese acento amortiguaba al pasar toda crudeza en los tiempos de los verbos, daba al imperfecto y al perfecto la dulzura que hay en lo bondadoso y la melancolía que hay en la ternura, encaminaba la frase que se estaba, acabando hacia la que iba a empezar, acelerando o conteniendo la marcha de las sílabas para que entraran todas, aunque fueran de diferente cantidad, en un ritmo uniforme, e infundía a esa prosa tan corriente una especie de vida sentimental e incesante.
Mis remordimientos se calmaron y me entregué a la dulzura de aquella noche que iba a pasar con mamá a mi lado. Sabía que una noche así no podría volver; que el deseo para mí más fuerte del mundo, tener a mi madre en mi alcoba durante estas horas nocturnas, estaba muy en pugna con las necesidades de la vida, y el sentir de todos para que la realización, que aquella noche le fue concedida, pasara de ser cosa facticia y excepcional. Al día siguiente, retornarían mis angustias, y ya no tendría allí a mamá. Pero cuando esas angustias mías estaban en sosiego, ya no las comprendía; además, mañana estaba aún muy lejos, y yo me decía que ya tendría tiempo de hacer ánimo, aunque no podría ser mucho, que se trataba de cosas que no dependían de mi voluntad, y que si me parecían más evitables era por el espacio que aún me separaba de ellas.
* * *
Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me acordaba de Combray, nunca vi más que esa especie de sector luminoso, destacándose sobre un fondo de indistintas tinieblas, como esos que el resplandor, de una bengala o de una proyección eléctrica alumbran y seccionan en un edificio, cuyas restantes partes siguen sumidas en la oscuridad: en la base, muy amplia; el saloncito, el comedor, el arranque del oscuro paseo de árboles por donde llegaría el señor Swann, inconsciente causante de mis tristezas; el vestíbulo por donde yo me dirigía hacia el primer escalón de la escalera, tan duro de subir, que ella sola formaba el tronco estrecho de aquella pirámide irregular, y en la cima mi alcoba con el pasillito, con puerta vidriera, para que entrara mamá; todo ello visto siempre a la misma hora, aislado de lo que hubiera alrededor y destacándose exclusivamente en la oscuridad, como para formar la decoración estrictamente necesaria (igual que esas que se indican al comienzo de las comedias antiguas para las representaciones de provincias) al drama de desnudarme; como si Combray consistiera tan sólo en dos pisos unidos por una estrecha escalera, y en una hora única: las siete de la tarde. A decir verdad, yo hubiera podido contestar a quien me lo preguntara que en Combray había otras cosas, y que Combray existía a otras horas. Pero como lo que yo habría recordado de eso serían cosas venidas por la memoria voluntaria, la memoria de la inteligencia, y los datos que ella da respecto al pasado no conservan de él nada, nunca tuve ganas de pensar en todo lo demás de Combray. En realidad, aquello estaba muerto para mí.
¿Por siempre, muerto por siempre? Era posible.
En esto entra el azar por mucho, y un segundo azar, el de nuestra muerte, no nos deja muchas veces que esperemos pacientemente los favores del primero.
Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas —también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos—, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.