Por el camino de Swann (24 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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—Cuando digo que nos vean, me refiero a que nos vean leer: es que por insignificante que sea lo que una está haciendo, siempre molesta que haya unos ojos que nos estén mirando.

Por generosidad instintiva y por involuntaria cortesía, se callaba las palabras premeditadas que había juzgado indispensables para la realización de su deseo. Y a cada momento, en el fondo de sí misma, una virgen tímida y suplicante imploraba y hacía retroceder a un soldadote rudo y triunfante.

—Sí, es muy probable que nos estén mirando a esta hora en un campo tan solo como éste —dijo irónicamente su amiga—. Y si nos miran, ¿qué? —añadió, creyendo que debía acompañar con un guiño malicioso y tierno aquellas palabras que recitaba por bondad, como un texto agradable a la señorita de Vinteuil, y con un tono que quería ser cínico—, y ¿qué? Si nos ven, mejor.

La hija de Vinteuil se estremeció y se levantó de su asiento. Aquel corazón suyo escrupuloso y sensible, ignoraba cuáles palabras debían venir espontáneamente a adaptarse a la situación que sus sentidos estaban pidiendo. Iba a buscar lo más lejos que podía de su verdadera naturaleza moral el lenguaje propio de la muchacha viciosa que ella quería ser, pero las palabras que en aquella boca le hubieran parecido sinceramente dichas le sonaban a falso en la suya. Y las pocas que decía le salían en un tono afectado, en el cual sus hábitos de timidez paralizaban sus intentos de audacia, y todo salpicado de «¿tienes frío, tienes calor, tienes ganas de quedarte sola y leer?».

—La señorita me parece que tiene esta noche ideas muy lúbricas —dijo, por fin, como si repitiera una frase oída otras veces a su amiga.

La señorita de Vinteuil sintió que su amiga arrancaba un beso del escote de su corpiño de crespón, lanzó un chillido, escapó, y las dos se persiguieron saltando, con sus largas mangas revoloteando como alas, cacareando y piando como dos pajarillos enamorados. Por fin, la hija de Venteuil acabó, por caer en el sofá, cubierta por el cuerpo de su amiga. Pero como ésta estaba de espaldas a la mesita donde se hallaba el retrato del viejo profesor de piano, la señorita de Vinteuil comprendió que no lo iba a ver si no le llamaba la atención, y le dijo, como si acabara de fijarse en el retrato:

—Y ese retrato de mi padre, siempre mirándonos; yo no sé quién lo ha puesto ahí; ya he dicho veinte veces que no es su sitio.

Me acordé de que esas palabras eran las palabras que Vinteuil dijo a mi padre, refiriéndose a la obra musical. Sin duda se servían de aquel retrato para profanaciones rituales, porque su amiga le contestó con esta frase que debía de formar parte de las respuestas litúrgicas:

—Déjale donde está, ya no nos puede dar la lata. Y que no gemiría y te echaría chales encima si te viera así, con la ventana abierta, el tío orangután.

La hija de Vinteuil contestó con unas palabras de cariñosa censura que delataban su bondadosa índole; no porque las dictara la indignación que pudiera causarle aquel modo de hablar de su padre (evidentemente, estaba ya acostumbrada, y quién sabe con ayuda de qué sofismas, a sofocar ese sentimiento), sino porque eran como un freno que para no mostrarse egoísta ponía ella misma al placer que su amiga estaba deseando procurarle. Y además, esa moderación sonriente para contestar a tales blasfemias, aquel reproche cariñoso e hipócrita, se aparecían quizá a su naturaleza franca y buena como una forma particularmente infame, como una forma dulzarrona de aquella perversidad que estaba intentando asimilarse. Pero no pudo resistir a la seducción del placer que sentiría al verse tratada con cariño por una persona tan implacable con los muertos sin defensa; saltó a las rodillas de su amiga y le ofreció castamente la frente, como si hubiera sido su hija, sintiendo con deleite que las dos llegaban al extremo límite de la crueldad, robando hasta en la tumba su paternidad al señor Vinteuil. Su amiga le cogió la cabeza con las manos y le dio un beso en la frente, con docilidad, que le era muy fácil por el gran afecto que tenía a la señorita de Vinteuil y por el deseo de llevar alguna distracción a la vida tan triste de la huérfana.

—¿Sabes lo que me dan ganas de hacerle a ese mamarracho? —dijo cogiendo el retrato.

Y murmuró al oído de la hija de Vinteuil algo que yo no pude oír.

—No, no te atreves.

—¿Que no me atrevo yo a escupir en esto, en
esto
? —dijo la amiga con brutalidad voluntaria.

Y no oí nada más, porque la señorita de Vinteuil, con aspecto lánguido, torpe, atareado, honrado y triste, se levantó para cerrar las maderas y los cristales de la ventana. Pero ahora ya sabía yo el pago que después de muerto recibía Vinteuil de su hija por todas las penas que en la vida le hizo pasar.

Y, sin embargo, he pensado luego que si el señor Vinteuil hubiera podido presenciar esa escena, quizá no habría perdido toda su fe en el buen corazón de su hija, en lo cual, acaso, no estuviera del todo equivocado. Claro que en el proceder de la señorita de Vinteuil la apariencia de la perversidad era tan cabal, que no podía darse realizada con tal grado de perfección a no ser en una naturaleza de sádica; es más verosímil vista a la luz de las candilejas de un teatro del bulevar que no a la de la lámpara de una casa de campo esa escena de cómo una muchacha hace que su amiga escupa al retrato de un padre que vivió consagrado a ella; y casi únicamente el sadismo puede servir de fundamento en la vida a la estética del melodrama. En la realidad, y salvo los casos de sadismo, una muchacha acaso puede cometer faltas tan atroces como las de la hija de Vinteuil contra la memoria y la voluntad de su difunto padre, pero no las resumiría tan expresamente en un acto de simbolismo rudimentario y cándido como aquél; y la perversidad de su conducta estaría más velada para los ojos de la gente y aun para los de ella, que haría esa maldad sin confesarlo. Pero poniéndonos más allá de las apariencias, la maldad, por lo menos al principio, no debió de dominar exclusivamente en el corazón de la señorita de Vinteuil. Una sádica como ella es una artista del mal, cosa que no podría ser una criatura mala del todo, porque ésta consideraría la maldad como algo interior a ella, le parecería muy natural y ni siquiera sabría distinguirla en su propia personalidad y no sacaría un sacrílego gusto en profanar la virtud, el respeto a los muertos y el cariño filial, porque nunca habría sabido guardarles culto. Los sádicos de la especie de la hija de Vinteuil son seres tan ingenuamente sentimentales, tan virtuosos por naturaleza, que hasta el placer sensual les parece una cosa mala, un privilegio de los malos. Y cuando se permiten entregarse un momento a él hacen como si quisieran entrar en el pellejo de los malos y meter también a su cómplice, de modo que por un momento los posea la ilusión de que se evadieron de su alma tierna y escrupulosa hacia el mundo inhumano del placer. Y al ver cuán difícil le era lograrlo, me figuraba yo con cuánto ardor lo debía desear. En el momento en que quería ser tan distinta de su padre, me estaba recordando las maneras de pensar y de hablar del viejo profesor de piano. Lo que profanaba, lo que utilizaba para su placer y que se interponía entre ese placer y ella, impidiéndole saborearlo directamente, era, más que el retrato, aquel parecido de cara, los ojos azules de la madre de él, que le transmitió como una joya de familia, y los ademanes de amabilidad que entremetían entre el vicio de la señorita de Vinteuil y ella una fraseología y una mentalidad que no eran propias de ese vicio y que le impedían que lo sintiera como cosa muy distinta de los numerosos deberes de cortesía a que se consagraba de ordinario. Y no es que le pareciera agradable la perversidad que le daba la idea del placer, sino el placer lo que le parecía cosa mala. Y como siempre que a él se entregaba acompañábalo de esos malos pensamientos que el resto del tiempo no asomaban en su alma virtuosa, acababa por ver en el placer una cosa diabólica, por identificarla con lo malo. Acaso se daba cuenta la hija de Vinteuil de que su amiga no era del todo mala, que no hablaba con sinceridad cuando profería aquellas blasfemias. Pero, por lo menos, tenía gusto en besar en su rostro sonrisas y miradas, acaso fingidas pero análogas en su expresión viciosa y baja, las que hubieran sido propias de un ser no de bondad y de resignación, sino de crueldad y de placer. Quizá podía imaginarse por un momento que estaba jugando de verdad los fuegos que, con una cómplice tan desnaturalizada, habría podido jugar una muchacha que realmente sintiera aquellos sentimientos bárbaros hacia su padre. Pero puede que no hubiera considerado la maldad como un estado tan raro, tan extraordinario, que tan bien lo arrastraba a uno y donde tan grato era emigrar, de haber sabido discernir en su amiga, como en todo el mundo, esa indiferencia a los sufrimientos que ocasionamos, y que, llámese cómo se quiera, es la terrible y permanente forma de la crueldad.

Si era muy sencillo ir por el lado de Méséglise, ir por el lado de Guermantes era otra cosa, porque el paseo era largo y había que tener confianza en el tiempo. Parecía que empezaba una serie de días buenos: Francisca, desesperada de que no cayera ni una gota para las «pobres sementeras», al ver tan sólo unas cuantas nubes blancas vagando por la superficie tranquila y azulada del cielo, exclamaba lloriqueando: «No parece sino que allá arriba no hay más que unos perros de mar jugando y enseñando los hocicos. ¡Sí que están pensando en mandar agua a los pobres labradores! Y luego, cuando ya esté crecido el trigo, empezará a llover, y vena y vena, sin saber el agua de dónde cae, como si cayera en el mar». El jardinero y el barómetro daban invariablemente a mi padre la misma favorable respuesta, y entonces aquella noche, en la mesa, se decía: «Mañana, si el tiempo sigue así, iremos por el lado de Guermantes». Salíamos, en seguida de almorzar, por la puertecita del jardín, e íbamos a parar a la calle de Perchamps, estrecha y en brusco recodo, llena de gramíneas, por entre las cuales dos o tres avispas se pasaban el día herborizando, calle tan rara como su nombre, al cual atribuía yo el origen de sus curiosas particularidades y de su áspera personalidad; en vano se la buscaría en el Combray de hoy, porque en el lugar que ocupaba se alza ahora la escuela. Pero mi imaginación (igual que esos arquitectos de la escuela de Viollet le Duc, que al imaginarse que se encuentran detrás de un coro Renacimiento, o de un altar del siglo XVII, rastros de un coro románico, vuelven el edificio al mismo estado en que debía de estar en el siglo XII) no deja en pie una sola piedra del nuevo edificio, hace cala y reconstituye la calle de los Perchamps. Claro que dispone para estas reconstituciones de datos más precisos que los que suelen tener los restauradores: unas imágenes conservadas en la memoria, las últimas quizá que actualmente existan, y que pronto dejarán de existir, de lo que era el Combray de mi infancia: y como fue Combray mismo el que las dibujó en mi imaginación antes de desaparecer, tienen la emoción —en lo que cabe comparar un pobre retrato a esas efigies gloriosas cuyas reproducciones le gustaba regalarme a mi abuela— de los grabados antiguos de la Cena o de un cuadro de Gentile Bellini, donde se ven, en el estado en que ya no existen, la obra maestra de Vinci o la portada de San Marcos.

Pasábamos por la calle del Pájaro, delante de la Hostería del Pájaro Herid, con su gran patio, en el que entraban almas veces allá en el siglo XVII, las carrozas de las duquesas de Montpensier, de Guermantes y de Montmorency, cuando las señoras tenían que ir a Combray con motivo de alguna diferencia con un arrendador o de una cuestión de homenaje. Salíamos al patio, y por entre los árboles se veía asomar el campanario de San Hilario. De buena gana me habría sentado allí para estarme toda la tarde leyendo y oyendo las campanas: porque estaba aquello tan hermoso, tan tranquilo, que el sonar de las horas no rompía la calma del día, sino que extraía su contenido, y el campanario, con la indolente y celosa exactitud de una persona que no tiene más quehacer que ése, apretaba en el momento justo la plenitud del silencio para exprimir y dejar caer las gotas de oro que el calor había ido amontonando en su seno, lenta y naturalmente.

El principal atractivo del lado de Guermantes es que íbamos casi todo el tiempo junto al Vivonne. Lo atravesábamos primeramente, a diez minutos de casa, por la pasarela llamada el Puente Viejo. Al día siguiente de llegar, el día de Pascua, si hacía buen tiempo, después del sermón me llegaba yo hasta allí, a ver, en medio de aquel desorden de mañana de festividad grande, cuando los preparativos suntuosos acrecientan la sordidez de los cacharros caseros que andan rodando, como se paseaba el río, vestido de azul celeste, por entre tierras negras y desnudas, sin otra compañía que una bandada de cucos prematuros y otra de primaveras adelantadas, mientras que de cuando en cuando una violeta de azulado pico doblaba su tallo al peso de la gotita de aroma encerrada en su cucurucho. El Puente Viejo desembocaba en un sendero de sirgar, que en aquel lugar estaba tapizado cuando era verano por el azulado follaje de un avellano; a la sombra del árbol había echado raíces un pescador con sombrero de paja. En Combray sabía yo que personalidad de herrero o de chico de la tienda se disimulaba bajo el uniforme del suizo o la sobrepelliz del monaguillo, pero jamás llegué a descubrir la identidad de aquel pescador. Debía conocer a mis padres, porque al pasar nosotros saludaba con el sombrero; entonces yo iba a preguntar quién era, pero me hacía señas de que me callara para no asustar a los peces. Seguíamos por la senda de sirga que domina la corriente con una escarpa de varios pies de alto; al otro lado la orilla era baja, y se dilataba en extensos prados hasta el pueblo y hasta la estación, que estaba distante del poblado. Por aquellas tierras quedaban diseminados, medio hundidos en la hierba, restos del castillo de los antiguos condes de Combray, que en la Edad Media tenía el río como defensa, por este lado, contra los ataques de los señores de Guermantes y de los abades de Martinville. Ya no había más que unos fragmentos de torres que alzaban sus gibas, apenas aparentes en la pradera, y unas almenas, desde las cuales lanzaba antaño sus piedras el ballestero, o vigilaba el atalaya Novepont, Clairefontaine, Martinville le Sec, Bailleau le Exempt, tierras todas vasallas de Guermantes, y entre las cuales estaba enclavado Combray; hoy esas ruinas, al ras de la hierba, las dominaban los chicos de la escuela de los frailes que iban allí a estudiarse la lección, o de recreo, a jugar; pasado casi hundido en la tierra, echado a la orilla del agua como un paseante que toma el fresco, pero que inspira muchos sueños a mi imaginación, porque en el nombre de Combray me hacía superponer al pueblo de hoy una ciudad muy distinta: pasado que atraía mis pensamientos con su rostro añejo e incomprensible, medio oculto por esas florecillas llamadas botones de oro. Había muchos en aquel sitio, escogido por ellos, para jugar entre las hierbas; aislados los unos en parejas o en grupos otros, amarillos como la yema de huevo, y tanto más brillantes, porque como me parecía que no podía derivar hacia ningún intento de degustación el placer que me causaba el verlos, lo iba acumulando en su dorada superficie, hasta que llegaba a tal intensidad que producía una belleza inútil, y eso desde mi primera infancia, cuando desde la senda de sirga tendía yo los brazos hacia ellos sin poder pronunciar todavía bien su precioso nombre de Príncipes de cuento de hadas francés, llegados acaso hacía muchos siglos del Asia, pero afincados para siempre en el pueblo, contentos del modesto horizonte, satisfechos del sol y de la orilla del río, fieles a la vista de la estación, y que conservaban, sin embargo, en su simplicidad popular, como algunas de nuestras viejas telas pintadas, un poético resplandor oriental.

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