Su amor lo había desprendido de tal manera de todo interés, que ahora, cuando por casualidad iba a alguna reunión aristocrática, diciéndose que sus buenas relaciones, igual que una montura elegante que él no sabía estimar bien, podían revestirlo de mayor valor a los ojos de Odette (cosa que no era cierta, porque esas relaciones se envilecían con ese amor mismo que, para Odette, rebajaba el valor de todas las cosas, al tocarla, y les quitaba su precio), sentía, además de la pena de encontrarse en lugares y entre gentes que ella no conocía, el placer desinteresado, propio de la lectura de una novela, o la contemplación de un cuadro donde se presentan las diversiones de una clase social ociosa; lo mismo que se complacía en considerar el funcionamiento de su vida doméstica, la elegancia de su guardarropa, la excelente colocación de su dinero, igual que en leer en Saint-Simón, uno de sus autores favoritos, la mecánica de los días y la composición de las comidas de la señora de Maintenon, o la cauta avaricia y la opulencia de Lulli. Y en la corta parte en que no era absoluto su desprendimiento de las cosas del gran mundo, el motivo de ese placer nuevo que sentía Swann era poder emigrar por un momento a los pocos rincones de sí mismo, donde casi no había entrado el amor y la pena. Y así, la personalidad que le atribuía mi tía, de «el hijo de Swann», distinta de su personalidad más individual de Carlos Swann, le era más grata que ninguna, ahora. Un día, el de los cumpleaños de la princesa de Parma (porque esta dama podía ser indirectamente útil a Odette, proporcionándole billetes para fiestas de gala, jubileo, etc.), quiso regalarle fruta, y no sabiendo donde comprarla, rogó que le hiciera este encargo a una prima de su madre, que, encantada por esta confianza, le escribió dándole cuenta de su misión, y diciendo que no había comprado toda la fruta en el mismo sitio, sino las uvas en casa de Crapote, que tiene la especialidad; las fresas en Jauret, las peras en la tienda de Chevet, donde son más hermosas que en ninguna parte, etc.; y «las frutas han pasado por mi mano una a una». En efecto, a juzgar por el agradecimiento de la princesa, las fresas tenían mucho aroma, y las peras eran muy jugosas. Pero el «las frutas han pasado por mi mano una a una» lo alivió a Swann grandemente de su pena, porque le llevó el pensamiento a una región donde casi nunca iba, a pesar de que le pertenecía como heredero de una familia ricamente acomodada, donde se conservaban tradicionalmente, y siempre dispuesta a ser utilizada en cuanto él lo requería, las señas de las «buenas tiendas» y el arte de hacer un buen encargo.
Claro es que tenía tan olvidado que él era «el hijo de Swann», que, el recobrar por un momento esa personalidad, le proporcionaba un placer más hondo que los habituales, que ya lo hartaban; y aunque la amabilidad de las familias de clase media, que lo consideraban bajo ese aspecto del «hijo de Swann», era menos visible que la de los aristócratas (si bien más halagüeña, porque, en esa clase de gentes, la amabilidad implica siempre consideración), una carta firmada por una alteza, donde lo invitaban a alguna fiesta de príncipes, no le era tan grata como una misiva convidándolo a una boda o pidiéndole que fuera testigo de ella, firmada por amigos viejos de sus padres, algunos de los cuales seguían tratándolo —como mi abuelo, que lo invitó el año antes al casamiento de mi madre—, y otros, no lo conocían casi, pero se consideraban ligados por deberes de cortesía con el hijo y el digno sucesor del difunto señor Swann.
Pero también le parecía que formaban parte de su casa, de su hogar y de su familia las gentes de la aristocracia, por las íntimas y viejas amistades que tenía con algunos de ellos. Y al pensar en sus brillantes relaciones, sentía el mismo apoyo externo, el mismo bienestar que cuando contemplaba las ricas tierras; la hermosa plata y la excelente lencería de mesa que había heredado de los suyos. Y la idea de que si le daba un ataque, su criado correría espontáneamente a avisar al duque de Chartres, al príncipe de Reuss, al duque de Luxemburgo y al barón de Charlus; le servía de gran consuelo, como a nuestra vieja Francisca la consolaba saber que la enterrarían envuelta en sábanas suyas, limpias, marcadas con sus iniciales, sin ningún zurcido (o tan bien zurcidas, que aun aumentaba su valor, haciendo pensar en la habilidad de la zurcidora), y sacaba de la imagen frecuente de esa mortaja una cierta satisfacción, ya que no de bienestar, por lo menos de amor propio. Pero, sobre todo, en aquella idea, como en todos sus actos y pensamientos que se referían a Odette, Swann iba siempre dominado y dirigido por el sentimiento secreto de que a Odette, aunque no por eso lo quería menos, le agradaba más ver a una persona cualquiera, al más pelma de los fieles de los Verdurin, que a él, y cuando se trasladaba a un mundo donde se lo consideraba como el hombre exquisito por excelencia, que todos querían atraerse y ver a menudo, volvía a creer en la existencia de una vida más feliz, casi a apetecerla, como ocurre a un enfermo que lleva en cama, y a dieta, dos meses, al leer en un periódico el
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de un banquete oficial o el anuncio de una excursión por Sicilia.
Tenía que dar excusas a la gente de la aristocracia por no ir a visitarlos, y en cambio, se excusaba ante Odette por ir a visitarla a ella. Y eso que las pagaba bien (preguntándose, a fin de mes, por poco que hubiera abusado de la paciencia de Odette, yendo a verla con frecuencia, si era bastante mandarle cuatro mil francos), y para cada una de ellas buscaba un pretexto, el llevarle un regalo, darle una contestación de algo que le interesaba, o haberse encontrado en la calle con el barón de Charlus, que iba a casa de Odette, y que exigió a Swann que lo acompañara. Y cuando no tenía ningún pretexto, rogaba a su amigo Charlus que fuera a su casa, y que le dijera, como espontáneamente, en el curso de la conversación, que se le había olvidado decir una cosa a Swann, y que hiciera Odette el favor de avisarle para que pasara en seguida por casa de ella, y poder decírselo; pero, por lo general, Swann se cansaba de esperar, y Charlus le decía, por la noche, que su estratagema no había resultado. De modo que, ahora, Odette, además de hacer frecuentes viajes, aun cuando estuviera en París, apenas si veía a Swann, y ella que cuando estaba enamorada le decía: «Siempre estoy desocupada» y «¿Qué me importa a mí la gente?», invocaba las conveniencias o pretextaba un quehacer siempre que Swann quería verla. Cuando hablaba de ir a una fiesta de beneficencia, a una exposición, a un estreno, donde iría ella, Odette replicaba que eso sería querer pregonar sus relaciones y tratarla como a una mujerzuela. Hasta tal punto que, para no estar privado en absoluto de verla, Swann, sabedor de que Odette conocía y apreciaba mucho a mi tío Adolfo, que era amigo suyo, fue un día a visitarlo a su casa de la calle de Bellechasse, para pedirle que ejerciera su influencia sobre el ánimo de Odette en favor suyo. Como Odette, siempre que hablaba a Swann de mi tío, lo hacía en un tono romántico, diciendo: «¡Ah!, él no es como tú. Me tiene una amistad tan hermosa, tan pura, tan grande… No me menospreciaría él hasta ese punto de pedirme que lo acompañara a sitios públicos»; Swann estaba un poco azorado, y no sabía en qué diapasón tenía que ponerse para hablar a mi tío de Odette. Empezó por la excelencia apriorística de Odette, el axioma de su superhumanidad seráfica y la revelación de sus virtudes indemostrables, y que no podían conocerse por la mera experiencia: «Quiero hablar con usted; usted ya sabe qué clase de mujer es Odette, que está por encima de cualquier otra mujer, que es un ser adorable, un ángel. Pero ya conoce la vida de París. No todo el mundo la mira con los mismos ojos que usted y que yo. Y hay personas que dicen que yo hago el ridículo, porque ella ni siquiera puede pasar porque la vea fuera de casa, en el teatro. Ella tiene mucha confianza en usted. ¿Por qué no le dice usted unas palabras en favor mío, y le asegura que exagera cuando se imagina que, con solo un saludo, la perjudico?».
Mi tío aconsejó a Swann que dejara de ver a Odette por un poco de tiempo, con lo cual ella le querría más aún, y a Odette que permitiera a Swann hablar con ella en donde él quisiera. Algunos días después, Odette dijo a Swann que había tenido una decepción: mi tío era un hombre como los demás, y había intentado poseerla a la fuerza. Odette quitó de la cabeza a Swann la idea, que se le ocurrió en el primer momento, de ir a desafiar a mi tío; pero, de allí en adelante, Swann se negó a darle la mano. Lamentó mucho esta ruptura con mi tío Adolfo, porque tenía la esperanza, si hubieran podido verse más a menudo y hablar con intimidad, de hacer puesto en claro ciertos rumores referentes a la vida de Odette, hacía años, en Niza, donde mi tío pasaba los inviernos, y Swann creía que quizá se habían conocido allí. Unas pocas palabras que se le escaparon un día a uno, y que aludían a un hombre que fue querido de Odette, trastornaron totalmente a Swann. Pero aquellas cosas, que antes de sabidas le parecían las más terribles de oír, las menos fáciles de creer, una vez que eran ya sabidas, se incorporaban por siempre a sus tristezas, las admitía y no podía imaginarse que no hubieran existido antes. Cada uno de esos rumores retocaba la idea que se forjaba Swann de su querida con una pincelada imborrable. Hasta creyó oír una vez que esa ligereza de costumbres de Odette, ni siquiera sospechada por él, era muy conocida, y que en Bade y en Niza, donde pasaba antes algunas temporadas, disfrutó una especie de notoriedad galante. Hizo por reunirse con algunos calaveras conocidos suyos, aficionados a la vida alegre, para sonsacarles algo; pero ellos ya sabían que Swann conocía a Odette, y, además, él temía recordársela y ponerlos sobre su pista. Pero Swann, que hasta entonces consideraba la cosa más fastidiosa del mundo todo lo referente a la vida cosmopolita de Bade o de Niza, al saber que Odette, en otro tiempo, había hecho una vida bastante libre en esas ciudades de placer, sin poder averiguar si la hacía tan sólo para satisfacer necesidades económicas, que al presente, gracias a él, ya no sentía, o cediendo a caprichos que podían volver ahora, se inclinaba con impotente, ciega y vertiginosa angustia sobre el abismo insondable donde fueron a parar aquellas años del Septenado de Mac-Mahón, cuando era uso pasar el invierno en el Paseo de los Ingleses, de Niza, y el verano a la sombra de los tilos
badenses
[37]
, y los veía dolorosa, magníficamente profundos como los hubiera pintado un poeta; y habría empeñado en la tarea de reconstituir todas las menudencias de la crónica mundana de aquella Costa Azul de entonces, siempre que pudieran ayudarle a comprender algo de la sonrisa o de la mirada —tan sencillas y tan honradas, a pesar de todo— de Odette, mayor pasión que el estudiante de estética que interroga apasionadamente los documentos que nos quedan sobre la Florencia del siglo XV, para penetrar más profundamente en el alma de la
Primavera
, de la
bella Vanna,
o de la
Venus
, de Botticelli. Muchas veces la miraba, soñando, sin decirla nada; y ella decía: «¡Qué triste estás!». Aún no hacía mucho tiempo que de la idea de una Odette buena, igual o mejor que otras criaturas que él conocía, pasó a la idea de una Odette mujer entretenida; ahora, por el contrario, le había sucedido que de la Odette de Crécy, quizá muy conocida de la gente juerguista, de los mujeriegos, había retornado a aquel rostro de expresión tan suave a veces, a aquel temperamento tan humano. Se decía: «Qué significa eso de que en Niza todo el mundo sepa quién es Odette de Crécy? Esas reputaciones, por ciertas que sean, las han formado las ideas ajenas»; y creía que tal leyenda —aunque fuera auténtica— era algo externo a Odette; no era como una personalidad suya, irreductible y dañina; que la criatura que acaso se vio en la necesidad de obrar mal era una mujer de mirar bondadoso, de corazón compasivo para con los que sufren, de cuerpo dócil, que él había tenido en sus brazos, que él había manejado, una mujer que acaso podría llegar algún día a ser enteramente suya, si lograba hacérsela indispensable.
Allí estaba, cansada muchas veces, con el rostro libre de esas desconocidas cosas que tanto hacían sufrir a Swann; se apartaba el pelo de la frente con la mano; su frente y su cara parecían agrandarse, y entonces, de pronto, un pensamiento sencillamente humano, un buen sentimiento de esos que tienen todas las criaturas cuando se abandonan a sí mismas en un instante de descanso o de recogimiento, brotaba de sus ojos como un rayo amarillo. Y en seguida, todo su rostro se iluminaba como una gris campiña, cuando las nubes que cubren el cielo se apartan, para el momento de la transfiguración, en la hora del poniente. Swann habría podido compartir la vida que en aquel momento latía en Odette, el porvenir que ella entreveía como un sueño; en el fondo de esa vida y de ese futuro, ninguna cosa mala había dejado su residuo. Aquellos momentos, aunque muy raros, no fueron inútiles. Con el recuerdo, Swann iba ensamblando aquellas parcelas, suprimía los intervalos; moldeaba, como en oro, una Odette bondadosa y tranquila, por la que hizo más adelante —como se verá en la segunda parte de esta obra— sacrificios que nunca habría logrado la otra Odette. Pero ¡qué escasos eran esos instantes y qué de tarde en tarde la veía! Ni siquiera en las citas nocturnas, pues ahora Odette aguardaba al último minuto para decirle si podría verla o no por la noche, porque Odette, como sabía que siempre contaba con Swann, quería estar segura, antes de decirle que fuera, que no había ninguna otra persona que solicitara lo mismo. Alegaba que no tenía más remedio que esperar una contestación importantísima para ella, y a veces, después de haber hecho ir a Swann, si algunos amigos la invitaban, cuando ya había comenzado la noche, a ir con ellos al teatro o a cenar, Odette daba un brinco de alegría y se ponía a vestirse en seguida. Conforme iba adelantando, en su atavío, cada uno de sus movimientos acercaba a Swann a aquel momento en que tendría que separarse, en que ella se escaparía con irresistible arranque; y cuando ya, vestida, hundía por última vez en el espejo sus miradas tensas, iluminadas por la atención, se daba un poco de carmín en los labios y se arreglaba un mechón de pelo en la frente, esperando que le trajeran su abrigo de noche, azul celeste, con borlas de oro, Swann ponía una cara tan triste, que Odette no podía reprimir un ademán de impaciencia, y le decía: «¡Vaya una manera de darme las gracias por haberte dejado estar conmigo hasta el último momento! ¡Yo que creía que me había portado bien contigo! ¡Bueno es saberlo para otra vez!». Otras veces, aun a riesgo de que ella se enfadara, Swann se prometía averiguar adónde había ido su querida, y soñaba en una alianza con Forcheville, que quizá le habría podido contar algo. Cuando sabía con quién salía Odette por la noche, era muy raro que Swann no pudiera encontrar, entre todos sus amigos, alguno que conociera, aunque fuese indirectamente, al hombre que la había acompañado y que pudiera pedirle detalles. Y cuando se ponía a escribir a un amigo para aclarar este o el otro extremo, sentía el reposo de no hacerse ya preguntas que no tenían respuesta, y de transferir a otra persona la fatiga de interrogar. Cierto que Swann no adelantaba mucho cuando lograba los datos pedidos. No por saber una cosa se la puede impedir; pero siquiera las cosas que averiguamos, las tenemos, si no entre las manos, por lo menos en el pensamiento, y allí están a nuestra disposición, lo cual nos inspira la ilusión de gozar sobre ellas una especie de dominio. Swann tenía una gran tranquilidad siempre que el que estaba con Odette era el barón de Charlus. Sabía que entre Odette y el barón de Charlus no podía haber nada, y que cuando su amigo salía con ella por dar gusto a Swann, le contaría luego, sin ninguna dificultad, lo que había hecho. Muchas veces Odette declaraba tan categóricamente a Swann que no podía verlo en una noche determinada, o parecía tener tal interés en salir, que Swann consideraba importantísimo que Charlus no tuviera nada que hacer aquella noche, y quisiera acompañarla. Al otro día, sin atreverse a hacer muchas preguntas a su amigo, le obligaba, haciendo como que no entendía bien sus primeras respuestas, a decirle más cosas, con las cuales sentía un gran alivio, porque resultaba que Odette había pasado la noche entregada a los más inocentes placeres. «Como Memé, no entiendo bien… entonces no fuisteis al salir de su casa al museo de Grévin? ¿No? ¡Ah!, fuisteis antes. ¡Tiene gracia! No sabes la gracia que me haces, Memé. Vaya una ocurrencia irse luego al Gato Negro; eso se ve que salió de la cabeza de Odette ¿No? ¿Fue cosa tuya? Es raro. Pero, después de todo, no ibas descaminado, porque Odette debió encontrarse allí con muchos conocidos. ¡Ah!, ¿conque no habló con nadie? Es rarísimo. Parece que os estoy viendo desde aquí, los dos solitos, muy serios. Bueno, Memé, eres muy buen muchacho, ¿sabes?, te quiero mucho.» Y ya Swann se sentía aliviado. Porque para él, que muchas veces, al hablar con personas indiferentes, a quienes apenas si escuchaba, había oído frases como «Ayer vi a la de Crécy con un señor desconocido»; frases que en el corazón de Swann pasaban inmediatamente al estado sólido, endurecidas como una incrustación, y lo desbarraban, y nunca se iban de allí, eran dulcísimas esas otras palabras: «No conocía a nadie, no habló con nadie»; palabras que, circulaban holgadamente por su alma, palabras fluidas, fáciles, respirables. Y luego pensaba que Odette debía considerarlo como persona muy aburrida, para que prefiriera a su compañía aquellos placeres, cuya insignificancia lo tranquilizaba, pero le daba pena al mismo tiempo, como una traición.