—Pero Cambremer es un nombre auténtico y muy antiguo —repuso el general.
—No veo inconveniente en que sea antiguo —respondió secamente la princesa—; pero, en todo caso, no es eufónico —añadió, pronunciando la palabra eufónico como si estuviera entre comillas, afectación de habla muy peculiar al grupo Guermantes
—Quizá. Es realmente muy bonita; está para comérsela —dijo el general, que no perdía de vista a la joven Cambremer—. ¿No es usted de mi opinión, princesa?
—Me parece que se hace ver mucho, y no sé si eso es siempre agradable en una mujer tan joven, porque se me figura que no es de mi tiempo —contestó la señora de los Laumes (esa expresión «de mi tiempo» era rasgo común a los Gallardon y a los Guermantes).
Pero la princesa, al ver que el general seguía mirando a la damita, añadió, un tanto por malevolencia hacia ella como por amabilidad hacia el general: «No es siempre agradable… para el marido. Siento mucho no conocerla; ya que tanto le gusta a usted, se la habría presentado —dijo la princesa, que probablemente no hubiera hecho lo que decía de haber conocido a la joven Cambremer—. Pero voy a decirle a usted adiós porque es hoy el santo de una amiga mía y tengo que ir a darle los días», dijo con tono modesto y sincero, reduciendo la reunión mundana a donde iba a ir, a la sencillez de una ceremonia aburrida, pero a la que era menester asistir por obligación y delicadeza. «Además, tengo que ver allí a Basin, que mientras que estaba yo aquí ha ido a visitar a unos amigos suyos; creo que usted los conoce, tienen nombre de puente, los Jena».
—Fue primero un nombre de victoria, princesa —dijo el general—. ¡Qué quiere usted!, para un soldado viejo como yo —añadió, quitándose el monóculo para limpiarlo, como el que se cambia de vendaje, mientras que la princesa miraba instintivamente a otro lado—, esa nobleza del Imperio es otra cosa, claro, pero en su género vale algo; son gentes que después de todo se han batido como héroes.
—No; si yo tengo un gran respeto a los héroes —dijo la princesa con tono levemente irónico—; si no voy con Basin a casa de esa princesa de Jena no es por nada de eso, sino porque no los conozco, nada más. Basin los conoce y los quiere mucho. No; no es lo que usted se imagina, no hay ningún
flirt
, yo no tengo por qué oponerme. Y, además, ¿para qué me sirve oponerme? —añadió con melancólica voz, porque todo el mundo sabía que el príncipe de los Laumes engañaba constantemente a su encantadora prima desde el día mismo que se casó con ella—. Pero, bueno; ahora no es ése el caso. Son conocidos suyos hace mucho tiempo, y hace muy buenas migas con ellos, con mucho gusto por mi parte. Claro que su casa, por lo que me ha dicho Basin, no… Figúrese usted que todos sus muebles son estilo «Imperio».
—Pero, princesa, es muy natural, es el mobiliario de sus abuelos.
—No digo que no; pero por eso no deja de ser feo. Comprendo perfectamente que no todo el mundo puede tener cosas bonitas; pero, por lo menos, que no se tengan cosas ridículas. ¡Qué quiere usted!; no conozco nada más académico y más burgués que ese horrible estilo, con unas cómodas que tienen cabezas de cisne, como las pilas de baño.
—Pero, si no me equivoco, creo que hasta tienen cosas de valor; me parece que en su casa está la famosa mesa de mosaico donde se firmó el tratado de…
—¡Ah!, yo no digo que no tengan cosas interesantes desde el punto de vista histórico. Pero por eso no va a ser bonito… si es horrible. Yo también tengo cosas de esas que Basin ha heredado de los Montesquieu. Pero las guardo en las buhardillas de Guermantes para que no las vea nadie. Y, además, ya le digo a usted que tampoco es por eso; me precipitaría a ir a su casa con Basin, iría allí en medio de sus esfinges y sus cobres si los conociera, pero… no los conozco. Y desde pequeña me tienen dicho que no está bien ir a casa de personas que uno no conoce —dijo con tono pueril—. Y hago lo que me enseñaron. ¿Qué harían esas buenas gentes al ver entrar en su casa a una persona desconocida? Quizá me recibieran muy mal.
Y, por coquetería, añadió a la sonrisa que la inspiraba esta hipótesis, y para embellecerla más, una expresión soñadora y dulce de la mirarla, que tenía fija en el general.
—Demasiado sabe usted, princesa, que no cabrían en su pellejo de alegría…
—No, ¿por qué? —le preguntó la princesa con extrema vivacidad, ya para aparentar que no se daba cuenta de que el general lo decía porque ella era una de las primeras damas de Francia, ya porque le gustara oírselo decir—. ¿Por qué, usted qué sabe? Quizá les desagradar mucho. Yo no sé, pero si juzgo por mí, ya me molesta tanto a veces ver a la gente que conozco, que si tuviera que ir a ver también a los que no conozco, por muy «heroicos» que fueran, sería cosa de volverse loca. Además, salvo en el caso claro de amigos viejos, como usted, a quienes no tratamos por eso sólo, yo no sé si eso del heroísmo se puede llevar muy bien en sociedad. A mí me es bastante cargante tener que dar comidas; pero figúrese usted si tuviera que dar el brazo a Espartaco para ir a la mesa… No, no; si nos juntamos trece no seré yo quien llame a Vercingitoris para que haga el catorce. Lo reservaría para las reuniones de gran gala. Y como en mi casa no las hay…
—¡Ah!, princesa, no en balde es usted una Guermantes. Bien claro se le ve el ingenio de la casa.
—Pero siempre se habla del ingenio de los Guermantes, yo no sé por qué. Como si les quedara algo a los demás, ¿verdad? —añadió soltando una carcajada alegre y ruidosa y recogiendo y juntando los rasgos fisonómicos todos en la red de su animación, con los ojos chispeantes, encendidos en un flamear radiante de alegría, que sólo podían prender las palabras, aunque fuera la misma princesa la que las decía, de alabanza a su ingenio o su belleza—. Ahí tiene usted a Swann, que está saludando a su Cambremer, ahí, junto a la vieja Saint-Euverte, ¿no lo ve? Pídale que lo presente, pero dése prisa, porque me parece que se va.
—¿Se ha fijado usted que mala cara tiene? —dijo el general.
—Vamos, Carlitos. Por fin viene. Ya empezaba a creer que no quería verme.»
Swann estimaba mucho a la princesa de los Laumes, y además, al verla, se acordaba de Guermantes, tierra cercana a Combray, región toda aquella que le gustaba muchísimo, y donde no iba ahora por no separarse de Odette. Y empleando unas formas medio artísticas, medio galantes, con las que se hacía grato a la princesa, y que se le ocurrían espontáneamente en cuanto volvía a tocar en aquel su ambiente de antes, y deseoso, además, de expresarse a sí mismo la nostalgia que sentía del campo, dijo, como entre bastidores, de modo que lo oyeran a la vez la marquesa de Saint-Euverte, con quien estaba hablando, y la princesa de los Laumes, para quien estaba hablando:
—¡Ah!, ahí está la princesa bonita. Mire usted, ha venido expresamente de Guermantes para oír el
San Francisco de Asís
, de Liszt, y como es un abejaruco lindo que ha venido volando, no ha tenido tiempo más que de picotear unas cerecillas de pájaro y unas flores de espino y ponérselas en la cabeza; todavía tienen unas gotitas de rocío y de esa escarcha que tanto miedo debe de dar a la duquesa. Es precioso, princesa.
—Pero, cómo, ¿conque la princesa ha venido expresamente de Guermantes? Eso es ya demasiado, no lo sabía; verdaderamente, no sé cómo darle las gracias —exclamó la Saint-Euverte, ingenuamente, poco hecha al modo de hablar de Swann. Y fijándose en el peinado de la princesa—: Es verdad, imita como si fuera castañitas, pero no, eso no… es una idea deliciosa. ¿Y cómo conocía la princesa el programa? Ni siquiera a mí me lo habían dicho los músicos.
Swann, que siempre que veía una dama con la que tenía costumbre de hablar en tono de galantería, le decía alguna cosa delicada que pasaba inadvertida para muchas de las gentes del gran mundo, no se dignó explicar a la marquesa de Saint-Euverte que había hablado en pura metáfora. La princesa se echó a reír a carcajadas, porque en su círculo de íntimos se tenía en gran estima la gracia de Swann, y además, porque no podía oír ningún cumplido dirigido a ella sin que le pareciera muy fino y gracioso.
—Encantada, Carlos, de que le gusten a usted mis florecillas de espino. ¿Cómo es que estaba usted saludando a esa Cambremer? ¿También es vecina de campo suya?
La marquesa de Saint-Euverte, viendo que la princesa estaba muy a gusto charlando con Swann, se había ido.
—También lo es de usted, princesa.
—¡Mía! Pero esa gente en todas partes tiene tierras. ¡Qué envidia me dan!
—No son los Cambremer, sino los padres de ella; es una señorita Legrandin que iba a Combray. Yo no sé si usted se acuerda de que es condesa de Combray y de que el cabildo le debe a usted un censo.
—Lo que me debe el cabildo no lo sé, pero lo que sé es que el cura me saca todos los años cien francos, cosa que no me hace ninguna gracia. En fin, esos Cambremer tienen un nombre bastante chocante. Menos mal que acaba a tiempo, pero acaba mal —dijo riéndose.
—Pues no empieza mucho mejor —contestó Swann.
—En efecto, es una abreviatura doble.
—Sin duda fue alguien muy irritado y muy fino que no se atrevió a apurar la primera palabra.
—Pero, ya que no pudo por menos de empezar la segunda, debía haber rematado la primera, para acabar de una vez. Carlitos, estamos haciendo unos chistes deliciosos, pero es muy fastidioso eso de no verlo a usted —añadió con tono zalamero—, porque me gusta mucho que hablemos un rato. ¿Querrá usted creer que no he podido meter en la cabeza a ese idiota de Froberville que el nombre de Cambremer era chocante? La vida es una cosa horrible; hasta que no lo veo a usted, no dejo de aburrirme.
Indudablemente, esto no era absolutamente cierto. Pero Swann y la princesa tenían un mismo modo de juzgar las cosas menudas, que daba como resultado —efecto, a no ser que fuera la causa de ello— una gran analogía en la manera de expresarse y hasta en la pronunciación. Esa semejanza no llamaba la atención, porque sus voces eran muy diferentes. Pero si se lograba quitar a las frases de Swann la sonoridad que las envolvía y los bigotes por entre los cuales brotaban, se veía muy claro que eran las mismas frases e inflexiones de voz, el estilo del grupo Guermantes. Respecto a las cosas importantes, las ideas de Swann y de la princesa no coincidían en ningún punto. Pero desde que Swann se sentía tan triste, siempre con aquel escalofrío que no sobrecoge cuando vamos a echarnos a llorar, experimentaba el imperioso deseo de hablar de su pena, como un asesino de su crimen. Al oír lo que le dijo la princesa, de que la vida era una cosa horrible, sintió una impresión tan dulce como si le hubiera hablado de Odette.
—Sí, la vida es una cosa horrible. A ver si nos vemos a menudo, mi querida princesa. Lo agradable que tiene el pasar un rato con usted es que usted no está alegre. Podríamos vernos una de estas noches.
—¿Y por qué no viene usted a Guermantes? Mi madre política se alegraría mucho. La gente dice que aquello es feo, pero a mí no me disgusta nada. Tengo horror a las regiones pintorescas.
—Ya lo creo, es una tierra admirable —contestó Swann—, demasiado hermosa, con demasiada vida para mí en este momento; es una tierra para ser feliz. Quizá sea porque yo he vivido allí, pero todas las cosas de ese país me dicen algo. En cuanto se levanta un soplo de viento y los trigales empiezan a agitarse, me parece que va a llegar alguien, que voy a recibir una noticia. Y las casitas que hay a la orilla del río… no, me sentiría muy desgraciado…
—Cuidado, cuidado, Carlitos; ahí está la terrible Rampillon, que me ha visto; tápeme usted, recuérdeme qué es lo que le ha pasado, se ha casado su hija o su querido, yo no sé, o los dos, me parece que los dos, eso es, su querido con su hija. No, ahora recuerdo, es que la ha repudiado su príncipe. Haga usted como que me está hablando, para que esa Berenice no venga a invitarme a cenar. Digo, ya me voy. Oiga, Carlitos, y ya que nos vemos, me dejará usted que me lo lleve a casa de la princesa de Parma, que se alegrará mucho de verlo, y lo mismo Basin, que me está esperando allí. Si no fuera porque Memé nos da noticias suyas… Es que ahora no se lo ve a usted nunca.
Swann no quiso aceptar; había dicho a Charlus que volvería directamente a casa después de la fiesta de la marquesa, y no quería arriesgarse, por ir a casa de la princesa de Parma, a perderse una esquelita que estuvo toda la noche esperando que le entregara un criado en el concierto, y que quizá ahora, al volver a casa, le daría el portero. «Ese pobre Swann —dijo aquella noche la princesa a su marido— sigue tan simpático como siempre, pero tiene un aire tristísimo. Ya lo verás, porque ha dicho que va a venir a cenar una noche. En el fondo, me parece ridículo que un hombre de su inteligencia sufra por una persona de esa clase, y que, además, no tiene ningún interés, porque dicen que es idiota», añadió con esa prudencia de las gentes que no están enamoradas y que se imaginan que un hombre listo no debe sufrir de amor más que por una mujer que valga la pena; que es lo mismo que si nos asombráramos de que una persona se digne padecer del cólera por un ser tan insignificante como el bacilo vírgula.
Swann ya iba a marcharse; pero en el momento de escapar, el general de Froberville le pidió que lo presentara a la damita de Cambremer, y tuvo que volver a entrar en el salón para buscarla.
—Yo digo, Swann, que preferiría ser el marido de esa señora a que me asesinaran los salvajes, ¡eh!, ¿a usted qué le parece?
Esas palabras de «que me asesinaran los salvajes» hirieron a Swann en el corazón; y en seguida sintió deseo de continuar hablando de eso con el general:
—¡Ah!, pero ha habido muchas vidas notables que han acabado así. Ese navegante, cuyas cenizas trajo Dumont d’Urville… La Pérousse… (y con eso Swann se tenía por tan feliz como si hubiera hablado de Odette). Ese tipo de La Pérousse es muy simpático, a mí me atrae mucho —añadió melancólicamente.
—¡Ah, sí!… La Pérousse… —dijo el general—. Sí, es un hombre conocido. Creo que tiene su calle.
—¿Conoce usted a alguien en esa calle? —preguntó Swann un poco inquieto.
—No conozco más que a la señora de Chalinvault, la hermana de ese buen Chanssepierre. El otro día nos dio en su casa una función de teatro muy bonita. Es una casa que llegará a ser muy elegante, ya lo verá usted.
—¡Ah!, con que vive en la calle de La Pérousse. Es una calle simpática, muy bonita, muy triste.
—No, triste no; lo que pasa es que hace mucho tiempo que no va usted por allí; pero aquello ya no está triste, han empezado a edificar por todo aquel barrio.