Por prescripción facultativa (28 page)

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Authors: Diane Duane

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Por prescripción facultativa
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—Dos de las otras naves klingon abandonan la órbita, doctor —informó Spock—. En formación táctica.

La computadora sacó a la pantalla frontal una visión táctica, que enfocaba el espacio del planeta desde lo alto de su polo norte. La
Enterprise
estaba casi fuera de la pantalla, en la parte inferior; sus números de identificación, sobre los ejes Y y Z, cambiaban rápidamente. Detrás de ella, la nave pirata se deslizaba hacia la izquierda y ascendía desde el plano del sistema para seguirla. Muy cerca de ella, la
Ekkava
disparaba por retaguardia. Más cerca del planeta, las otras naves klingon abandonaban la órbita en línea recta, por detrás de él.

—Pero bueno, ¿adónde van ahora —preguntó McCoy—, y qué van a hacer?

—Puedo proporcionarle una imagen visual, si lo prefiere, doctor —ofreció Spock.

—No, déjela como está —se apresuró a decir McCoy.

Cuando veía naves, veía gente, y vidas, y sus juramentos comenzaban a mantener dentro de su cabeza escandalosas discusiones con otras obligaciones. Pero cuando veía una imagen nítida y limpia de computadora, como aquélla, le recordaba más las lecturas de los aparatos de la enfermería que cualquier otra cosa: diagramas, quizá complejos, pero ordenados y comprensibles. Y entendía de táctica. Ajedrez de cuatro dimensiones, las damas, el gwyddbwyll, hacía mucho tiempo que no jugaba a ninguno de ellos.

Había también otras fuentes de buenas ideas.

—Esa gente —dijo mientras miraba el punto de luz que representaba a los piratas— no abusan mucho de las sutilezas, ¿verdad? Llegar y disparar, esa parece ser su táctica preferida.

—Estoy de acuerdo con usted —comentó Spock, mientras descendía de su puesto y se detenía junto al sillón de mando por un instante—. Históricamente, han preferido armarse excesivamente, y utilizan simplemente la fuerza para reducir a la inefectividad cualquier resistencia. La sorpresa y la traición han sido siempre sus armas preferidas.

McCoy asintió con la cabeza.

—Eso es bueno.

—¿Bueno? —inquirió Uhura, ligeramente perpleja.

—Sí, Uhura. ¿Ha conseguido hacer algo con ese código klingon?

—¿Cómo? Ah, ya lo creo. Lo rompí hace un rato.

—¿El nuevo?

—Tuve unos minutos libres.

—¡Maravilloso! Envíe lo siguiente a la
Ekkava
: «Vamos a jugar al escondite. Observen órbita».

Spock parecía preocupado.

—Doctor… ¿es prudente eso?

—Ya lo creo. Hágalo, Uhura. Codifíquelo y láncelo.

La mujer trabajó durante un momento en su terminal.

—Hecho.

—¿Puedo preguntarle qué estrategia pretende emplear, doctor? —inquirió Spock.

McCoy se inclinó hacia atrás.

—¿Está usted familiarizado con los métodos de guerra del siglo veinte? La idea era huir en silencio.

—La estrategia tiene algunas virtudes —observó Spock—, pero tenga en cuenta algunos aspectos de nuestra presencia, como las radiaciones y el calor residuales, que no podemos bloquear ni ocultar de ninguna otra forma.

—Eso ya lo sé. Pero, Spock, ¿no es cierto que estando tan cerca de la estrella dentro del sistema solar, el espacio está aún demasiado «caliente» para que nos vean fácilmente sólo por las radiaciones caloríficas?

—Eso es verdad —replicó Spock—, pero cuanto más nos acerquemos a la heliopausa del sistema de la estrella, menos protección tendremos ante ese método de detección.

—Lo sé —le dijo McCoy—. No tengo intención de alejarme tanto. Aunque espero que nuestros amigos piensen que sí. ¿Qué tal va esa órbita, Chekov?

—Trazada, doctor —replicó el interpelado, y pulsó un botón.

Apareció en la imagen táctica. Era una hipérbola realmente cerrada, casi la forma del recorrido de un cometa, o la de una antigua horquilla para el pelo. Una de las patas era tangente respecto al círculo de la órbita que la
Enterprise
había recorrido en torno al planeta. La otra pasaba a una distancia de unas cincuenta mil millas del mismo y después comenzaba a caer nuevamente hacia él en la curva de honda que McCoy había pedido.

Una parte de la horquilla de pelo, cerca del giro del extremo, estaba marcada en un rojo que la diferenciaba del blanco del resto de la hipérbola.

—Habrá de utilizar los motores en ese punto —explicó Chekov— para poder mantener la órbita, doctor.

—Comprendido. Éntrela y ejecútela.

—Hecho, doctor.

—Una vez que la hayamos ejecutado, corte la energía de todo lo que pueda cortarse. Scotty —continuó McCoy—, eso vale también para los motores hiperespaciales. Si recuerdo bien lo que Jim solía decir sobre los sondeos, ésa sería una de las principales cosas que les permitiría seguir nuestra pista.

—Sí —replicó Scotty, con tono de profunda infelicidad.

—No ha de mantenerlos apagados hasta que se enfríen —explicó McCoy—. Reencenderlos en caliente le llevará… ¿cuánto tiempo?

—En la actual configuración de recursos energéticos, seis minutos.

—De acuerdo.

—Mensaje de Kaiev, doctor —dijo Uhura—. Dice: «Recibido. Tomada nota curso. Cambio a posición opuesta».

—Ésa es su órbita —comentó Chekov mientras su dedo bailaba por la consola—. Trata de decir que invertirá su propia parábola. Peligroso. Debe de haber planeado emplear los motores de reacción…

Calló durante un momento; luego Chekov sacó la órbita de la
Ekkava
a la pantalla. Giró limpiamente, se desvió de su curso visible hasta el momento y se alejó en línea recta del planeta, para luego girar nuevamente, en una curva de honda como la de la nave de McCoy, pero con otro ángulo y desde más arriba. Las dos órbitas se acercaban bastante en las proximidades del planeta y luego se separaban.

—Muy bien —comentó McCoy suavemente—. Cualquier nave que persiga a uno de los dos sin saber dónde está el otro acabará por encontrarse con cualquiera de ellos detrás de sí, sin sospecharlo. No es una gran ventaja —continuó McCoy—, pero es lo mejor que podemos conseguir de momento. No podemos vencer por las armas a ese tipo. Y no podemos correr más que él. No podemos hacer gran cosa hasta saber qué tipo de escáner tiene.

—Seremos vulnerables mientras los motores de propulsión estén en funcionamiento —comentó Spock.

—Eso ya lo sé. No podemos evitarlo. ¿Qué tal las computadoras de esa gente, Spock?

Spock adoptó un aire meditativo.

—Según los rumores que corren, han comprado algunas de segunda mano a los romulanos. Eso sería tan afortunado como desafortunado. Si las computadoras son de modelo antiguo, mucho mejor. Pero los romulanos fabrican computadoras muy buenas, son flexibles y pueden actualizarse con facilidad. ¿Está preocupado por la posibilidad de que procesen rápidamente los datos del escáner?

—Sí.

—Yo diría que no son tan rápidas como, digamos, las de los klingon —comentó juiciosamente Spock—, pero siempre existen factores impredecibles en cualquier valoración semejante. Como ha dicho usted mismo, doctor, la sutileza no suele ser el estilo de esa gente. La mayoría de los que se enfrentan con los piratas son destruidos, o huyen para evitar que los destruyan. No están habituados a un enfrentamiento prolongado… y menos aún con una fuerza combinada de la Flota Estelar y los klingon. Podríamos durar bastante tiempo.

A McCoy no le gustaba demasiado la forma en que Spock se había expresado, pero podía comprender por qué lo había hecho.

—De acuerdo. Apaguen todo lo que no sea esencial, incluidos los escudos. No me hace mucha gracia que nos quedemos sin escudos, pero resaltan como una bombilla eléctrica en la oscuridad, y si no pueden vernos, no pueden dispararnos. Al menos no con mucha certeza. Reduzcan la potencia de las luces, apaguen los motores hiperespaciales, todos saben lo que deben hacer. Háganlo.

Todos se pusieron a trabajar en las diversas terminales del puente. Las luces redujeron su brillo al modo nocturno.

—Uhura —dijo McCoy—, haga que toda la nave pueda oírme, ¿quiere?

Ella asintió con la cabeza.

—Aquí el doctor McCoy —comenzó, y por primera vez en toda aquella historia se le quebró la voz. Carraspeó—. Lo siento. Damas y cabelleros, estamos a punto de reducirnos a un total silencio para hacernos pequeños durante un rato, con la esperanza de que una nave muy grande que nos persigue nos pierda durante el tiempo suficiente para permitirnos hacer algo que la detenga. Ustedes no tienen por qué guardar silencio… —miró a Spock en busca de confirmación, el vulcaniano le hizo un gesto de asentimiento—, pero el pensamiento positivo es siempre una ayuda. Mientras tanto, por favor, eviten utilizar cualquier tipo de aparato que no sea imprescindible, recuerden que nuestros escudos están desactivados y que tendremos fugas de electrones bastante bonitas y visibles, si no tenemos cuidado. Se producirá una corta carrera con motores de propulsión dentro de unos… —miró a Chekov— veinte minutos. Después de eso navegaremos a la deriva, de vuelta al planeta, y consideraremos otras opciones para poder dominar esta nefasta situación. Mantengan todos la calma y piensen en cosas positivas. McCoy fuera.

Se sentó en el asiento de mando y esperó.

—Doctor, esto podría no resultar… ¿es usted consciente de ello? —preguntó Spock.

—Pensaba que podía confiar en usted para que lo señalara —replicó McCoy—. Spock, limítese a confiar en mí por esta vez. Además —agregó—, ¿se le ocurre a usted algo que tenga más probabilidades de mantenernos con vida en este momento?

Spock vaciló durante un momento.

—No me gustaría darle falsas esperanzas —respondió—, pero… no. La estrategia tiene mucho de encomiable.

—Con eso me basta, entonces. Lo peor que puede suceder —continuó, reclinándose contra el respaldo del asiento de mando— es que nos vuelen a todos en pedazos, pero Jim continuará vivo en la superficie del planeta… así que esta situación —agregó con un tono de voz más bajo— no será una pérdida absoluta. Es algo muy desafortunado… sí, pero los de Orión no nos habrán matado a todos.

Spock asintió con expresión pensativa y regresó a su puesto.

«Ahora viene la parte peor —pensaba McCoy—. La espera. ¿Cómo la soporta Jim? Permanecer aquí sentado, cuando lo que querría es estar ahí afuera y patearle el culo a alguien… y largarse del todo, no luchar en absoluto. Porque hay bastantes ocasiones en las que preferiría no hacerlo.» Aquella era una actitud mental con la cual, de momento, le resultaba curiosamente difícil simpatizar. McCoy mismo, en aquel instante, quería desesperadamente ver la nave pirata estallar y desaparecer del espacio, sólo para reducir un poco la tensión.

«Pero las vidas…»

—¿Cuánta gente —le preguntó a Spock— dijo usted que había en esa nave?

—Es difícil hacer una estimación exacta —replicó el vulcaniano—, pero yo calcularía aproximadamente setecientos.

—Gracias, señor Spock.

McCoy volvió a repantigarse en el asiento y no dijo nada más. Había visto morir alrededor de setecientas personas, por una u otra causa, durante el primer año de facultad de medicina. De todas las enfermedades imaginables: infecciosas, crónicas, toda clase de síndromes, patologías y trastornos. La memoria bloqueaba el número de ellos que habían muerto por algo que les había hecho él, o que no les había hecho. No demasiados, era la esperanza que siempre abrigaba. Era todo lo que cualquiera podía hacer en su situación: tener esperanza.

Aquélla era una buena práctica para la esperanza.

—Dieciocho minutos para motores de propulsión —anunció Sulu.

—¿Cuánta visión puede darnos a esta distancia? —inquirió McCoy.

—No mucha —replicó Sulu—. Con toda la energía cortada, no podemos sondear el área en la forma que nos gustaría; eso nos delataría. ¡Deberá arreglarse usted con el plano táctico aumentado, doctor!

—Con eso me basta.

—Debería bastarle.

Observó el plano táctico e intentó conservar la calma. ¡Tardaban tanto tiempo! Uno se habituaba a que la
Enterprise
fuera a donde le diera la gana con un chasquido de trueno y una nube de polvo. Aquel arrastrarse por las tinieblas era algo agónico. «Pero salvará la vida de Jim… y del resto de nosotros. Espero.»

—Sulu —dijo McCoy—, ¿obtuvo usted una imagen decente de la nave pirata?

—Me preguntaba cuándo iba a pedírmelo —replicó Sulu, y movió los controles durante unos segundos—. Ahí la tiene.

La pantalla se dividió en dos lateralmente; la nueva franja fue ocupada por la cosa enorme que había salido disparada hacia ellos procedente de la nada. En la luz relativamente brillante de la proximidad del planeta, su superestructura y agregados externos podían verse muy claramente.

—¿Qué es eso? —preguntó McCoy señalando un determinado rasgo—. Parece un invernadero.

—Creo que probablemente sea una cúpula de puntería —replicó Sulu—. Sensores instalados fuera de los escudos y cosas por el estilo.

—Esa cosa parece haber sido construida de restos y chatarra —comentó McCoy. Estaba habituado a la pulcritud y elegancia del diseño de la
Enterprise
; aquella cosa parecía torpe e ineficaz comparada con ella. Pero ésa era una peligrosa falacia.

—Probablemente lo haya sido —replicó Sulu perezosamente, mientras se echaba hacia atrás y se desperezaba sin apartar los ojos del curso—. Habrán comprado los trozos aquí y allá… y cuando tuvieron todo junto lo embarcaron a algún apartado astillero, en la base del brazo de Sagitario, o quizás escondido en el Saco de Carbón… nos llegan rumores de lugares así. Unen los trozos en el espacio abierto. Muere mucha gente… pero mueren más cuando acaban de construirla, así se aseguran de que nadie haga correr la información de lo que lleva dentro esa nave, quién la ha hecho construir, cuánto han pagado por ella, con qué está armada… —Sulu parecía asqueado.

—Es curioso… Yo creía que a usted le interesaba la vida aventurera. La piratería de los grandes mares y otras delicias —comentó McCoy.

Sulu rió entre dientes.

—¡Oh, sí, como un anatema! Una espada y el viento en los cabellos… luchar con un barco cañón contra cañón y espada contra espada, llevarse sus doblones y enterrarlos en alguna bonita isla caribeña… —Parecía pensativo—. Ni siquiera ahora han podido encontrar los restos de la
Maria Rea
o la
Estevan
… —Sonrió—. Pero aquellos eran tiempos diferentes. Uno o dos barcos aquí y allá, un poco de redistribución de las riquezas, a esa escala no hacían mucho daño. Pero este tipo de cosas, como destruir un planeta cuando ya no puede rendir beneficios suficientes… —Sacudió la cabeza—. Eso no es para mí, doctor.

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