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Authors: Diane Duane

Tags: #Ciencia ficción

Por prescripción facultativa (30 page)

BOOK: Por prescripción facultativa
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—Desde luego, señor Spock. Páselo a mi pantalla, le echaremos un vistazo.

Los tres se pusieron a trabajar. McCoy observaba el pequeño punto blanco de la pantalla que giraba y giraba para describir la parte más cerrada de su órbita, la vuelta de la horquilla para el pelo. La nave de Orión aún se alejaba del planeta; la órbita que seguía describía una ligera curva que la separaba de la suya y la elevaba fuera del plano del sistema. «Eso es lo que deben hacer —pensó McCoy—. Continúen alejándose del sistema, y lárguense con viento fresco.» Pero eso no era muy probable que sucediese, y él lo sabía.

«Puede que tampoco sea bastante con dos de nosotros…»

—Uhura, ¿cuánto tiempo hará falta para tener lista esa boya? —preguntó.

—No mucho —replicó la mujer—. En este momento trabajo en la programación.

—Perfecto —dijo McCoy, y bostezó.

Uhura miró al médico con una expresión peculiar.

—Doctor, ¿cuándo comió por última vez?

—¿Eh?

—Ya lo suponía —respondió ella, que no necesitaba más aclaraciones—. ¿No debería ir a comer algo?

—¿Cómo? —exclamó el médico, escandalizado—. ¿En medio de una batalla?

—Doctor, no sucederá nada durante al menos los próximos diez minutos, más o menos. Vaya a buscar un bocadillo o algo.

—Puedo hacer que me lo traigan aquí arriba —replicó él, mientras volvía a sentarse en el sillón central.

—Doctor —le dijo Spock mientras miraba la pantalla por encima del hombro de Sulu—, si va usted a mandar, tendrá que aprender a delegar. Hace ya bastante que no se ha tomado un momento de descanso, y ésta no es una batalla a velocidad hiperespacial, donde las condiciones pueden cambiar en cuestión de segundos. Dispone de un momento para refrescarse y comer algo, y le sugiero seriamente que lo haga. Ya le llamaré si surge algo que requiera su atención o su presencia aquí.

—Bueno, si está usted seguro…

Spock le miró con aquella expresión particular que siempre le recordaba a McCoy a un profesor instruyendo con suavidad a un acefálico.

—Ya me voy, ya me voy —dijo finalmente, y se encaminó hacia el turboascensor.

10

Se dirigió a la enfermería, ya que por fin le habían dado una excusa. Mientras caminaba por los pasillos que le eran familiares, le invadió una gran sensación de alivio, como si una vez que traspusiera la puerta todo fuera a arreglarse. El médico no ignoraba que aquello era una ilusión, pero le resultaba agradable.

Cuando entró por la puerta, se encontró con que el lugar estaba sumido en el caos… el tipo de caos que él sabía manejar. Las camas de diagnóstico estaban llenas de gente que se sometía a los análisis de rutina, y en la antesala había cuatro o cinco personas que aguardaban para ser atendidas; nada grave. Lia ponía una escayola de presión en una pierna del alférez Blundell y le daba una conferencia sobre los deportes de alto impacto en gravedad cero. McCoy respiró con alivio el aire de su lugar preferido y lo atravesó a grandes zancadas.

Hubo una alegría general al verle, aunque Lia levantó los ojos con una mirada medio burlona y le dijo:

—¿Qué hace usted por aquí? Él le lanzó una mirada feroz.

—¿No puedo comprobar cómo funciona mi propio departamento? —le preguntó—. He venido a investigar la forma chapucera en que usted dirige este lugar. Malgasta una escayola perfectamente buena en él. Mark, ¿cuántas veces hemos hablado con usted sobre la forma en que se lanza por la pista de squash?

—No quiere utilizar el regenerador rápido conmigo —protestó Mark Blundell.

—¿Y por qué habría de utilizarlo, cuando usted hace caso omiso de todo lo que le decimos? No, se quedará sentado y sufrirá un poco, muchacho. Además, Taka, que está allí, necesita protoláser más que usted y, en cualquier caso, ya le hemos regenerado ese hueso cuatro veces durante este año. Ya ha sobrepasado el umbral; no quiero que las células se olviden de cómo curarse por sí solas. Limítese a permanecer sentado durante las próximas cuatro semanas, y reflexione sobre lo erróneo de sus procedimientos.

—Esto es tortura, eso es lo que es. Presentaré una queja ante la Flota Estelar.

—Hágalo, y le pondré en régimen de pan y agua. Y vitaminas —agregó McCoy, mientras entraba en su oficina.

El silencio cayó momentáneamente al cerrarse la puerta. Se acercó a su escritorio unos instantes hasta que dio con el objeto que habitaba en el fondo. Había pasado demasiado tiempo. Sacó lo que buscaba, miró amorosamente el envoltorio blanco con su elegante impresión en negro y lo abrió.

—No debería comer eso —le dijo Lia—. Sabe muy bien que es malo para su piel.

—Después me dirá que me causará afecciones cardíacas —replicó él con desdén—. Siéntese y cállese, o no le daré ni un trocito.

McCoy se sentó y masticó el chocolate, un regalo que le había hecho Dieter durante la última visita, una barra gigantesca del mejor agridulce, satinado como el manto de un pura sangre y muchísimo más sabroso.

—Tome —dijo mientras rompía un cuadradito y se lo tendía a la enfermera—. Para que no diga que nunca le doy nada.

—Pero ¿cómo podría, después de ese último resfriado?

—No se lo cuente a nadie —le advirtió él—. Arruinaría usted mi reputación.

Ella le sonrió.

—¿Qué tal se las arregla por ahí arriba?

—Lia, aquello es un puro infierno. Peor aún. En el infierno, uno puede alegar que le liaron con engaños. En esto me metí yo mismo, por tomarle el pelo a Jim en tantas ocasiones.

Ella sacudió la cabeza.

—Apuesto a que se dará de patadas cuando se entere de lo sucedido.

McCoy asintió, mordió otro pedazo de chocolate y se dispuso a guardarlo.

—¿Quiere otro trozo? —le preguntó a la enfermera.

—No. Alguien de los de ahí fuera lo olerá en mi aliento y se pondrá a exigir su parte.

McCoy rió entre dientes.

—Bien. Será mejor que me marche de aquí. Ni siquiera debería haber venido. Se lo prometí a Jim.

—Yo no le delataré —le aseguró Lia—. Por cierto, los resultados de esos análisis sobre médula ósea están a su disposición.

—Después —dijo McCoy mientras se marchaba.

Al salir miró el rostro de sus pacientes: todos serenos, todos contentos de verle.

—¡Todos ustedes —le dijo al grupo en general—, mejórense y lárguense de aquí!

Las risas le siguieron por el pasillo y el camino de regreso al turboascensor. La sensación de desgracia inminente, mantenida lejos de sí durante aquel corto instante, volvió a aplastarle.

«Al diablo con ello», se dijo, y la apartó por la fuerza. Había hecho muy poco ejercicio de control anímico últimamente, se había limitado a reaccionar ante las cosas a medida que se presentaban, en lugar de alterar creativamente su estado de ánimo para utilizar las situaciones en su propia ventaja. «Soy el amo de todo lo que conozco —se dijo con severidad mientras entraba en el turboascensor—. ¡Soy el amo de mi destino; soy el capitán de mi alma!»

«¿Pero lo saben los de Orión?»

Rió suavemente mientras el turboascensor se ponía en movimiento. Las dudas eran absolutamente comprensibles (dijo una de las secciones psiquiátricas del fondo de su mente). Repentinamente instalado en un trabajo nuevo y desconocido, cuyas sutilezas sabía sólo de oídas, si es que las conocía, y con las vidas de otros dependiendo de él, era inevitable que se sintiera ahogado, sin control de la situación, incompetente. Pero al mismo tiempo, contaba con la ventaja de haber escuchado frecuentemente a uno de los practicantes de más éxito en el arte de mandar una nave, cuando, con una copa o el plato de la cena delante, se dedicaba a analizar en voz alta su propia actuación: qué había funcionado, qué no lo había hecho y por qué. McCoy sabía escuchar y había interiorizado mucho de lo que Jim comentaba, sin pensar siquiera realmente en ello cuando lo hacía. Y habían jugado juntos al ajedrez, lo cual era aún mejor que los análisis que Jim realizaba después del juego, porque le había proporcionado a McCoy pruebas y experiencia de primera mano de los caminos y medios empleados por un maestro de lo impredecible en estrategia y táctica. McCoy consideraba el ajedrez como una valiosísima y poderosa herramienta de diagnóstico, y en el presente caso iba a ser todavía más útil que todo eso. Podría salvar las vidas de todos ellos.

«Si soy capaz de conservar la cordura. Soy, efectivamente, el capitán de mi alma. Desgraciadamente, soy también el comandante de esta maldita nave. Algo un poco más peligroso, y que afecta a muchísima más gente… Así que conserva la serenidad, lancémonos de cabeza y hagámoslo lo mejor posible.»

Las puertas del turboascensor se abrieron ante él. Nadie levantó siquiera la mirada. Todos observaban sus respectivas pantallas y comprobaban el estado de la nave y las otras naves que había en el área.

McCoy fue a sentarse. En la pantalla frontal, la
Enterprise
aparecía en un punto muy avanzado de la segunda pata de la parábola. Sin embargo, el indicador de la nave pirata había desaparecido.

—¿Adónde han ido? —preguntó McCoy.

—No lo sabemos —replicó Spock. El estómago de McCoy comenzó a retorcerse otra vez—. Creo que podrían haber tomado medidas electrónicas para contrarrestarnos.

—¿Cómo qué? ¿Un camuflaje?

—Posiblemente.

—Oh, maravilloso. Era justo lo que necesitábamos. ¿De dónde pueden haberlo sacado?

—Posiblemente han comprado uno de segunda mano a los romulanos —replicó Sulu—. Han puesto en venta una parte de su tecnología más antigua. Pero si se trata del camuflaje antiguo, no habrá problemas. Conocemos su manifestación identificativa, y en cuanto nuestros sensores vuelvan a encenderse podremos localizarles sin problemas.

—¿Cuando vuelvan a encenderse?

—Hemos sufrido un fallo leve, doctor —le explicó Spock en tanto tecleaba diligentemente en su consola—. Uno de nuestros escáneres de partículas se ha fundido. En este momento lo reemplaza un grupo del departamento de ingeniería, pero el trabajo les llevará por lo menos media hora, y tendremos que proceder con cautela cuando hayan instalado el nuevo. No podemos realizar las secuencias de prueba a plena potencia mientras intentamos ocultarnos.

McCoy suspiró.

—¿Cuánto trabajo han realizado ya?

—Alrededor de la mitad —replicó Scotty—. Bajaría yo mismo, pero no merece la pena; no se trata de un trabajo creativo, sino de una simple tarea de sustitución. Yo no podría hacerlo más rápido.

«Comienza a salirle de dentro el hombre de Glasgow», pensó McCoy. Ésa nunca era la mejor de las señales. El acento de Aberdeen de la infancia de Scotty se dejaba oír habitualmente de vez en cuando, pero en los momentos de tensión se hacía más pronunciado y adquiría los matices más ásperos y los sonidos más guturales de Glasgow y sus puertos espaciales.

—Tiene toda la razón —le dijo a Scotty, y se volvió a mirar a Uhura—. ¿Qué tal va nuestra boya?

—Está casi lista —replicó la oficial de comunicaciones—. ¿Quiere hablar con el señor Spock respecto al curso? McCoy negó con la cabeza. —Spock, confío en su juicio.

La expresión con que le miró el vulcaniano era zumbona. —Posiblemente sea una decisión histórica —comentó—.Ciertamente, original.

McCoy le dedicó una ancha sonrisa.

—No espere que le devuelva el favor cuando le haga el próximo examen de rutina. Adelante, déle a Uhura lo que necesita. Quiero que esa cosa salga ahí fuera. Podemos alterar el curso una vez que la hayamos disparado, ¿verdad?

—Yo preferiría no hacerlo —respondió Spock—. La transmisión desde la nave a la boya probablemente sería captada, y eso podría muy bien denunciar que se trata de un señuelo.

—De acuerdo… ya quemaremos ese puente cuando lleguemos a él. Sulu, ¿dónde están nuestros amigos?

—Las otras tres naves klingon están aún muy fuera de alcance, a la derecha de la pantalla —informó Sulu—, fuera de órbita. La
Ekkava
mantiene silencio; creemos que está más o menos por ahí… —señaló un punto de la hipérbola de la
Ekkava
que estaba un poco más lejos de la altura a la que se hallaba la
Enterprise
—. Llegaremos al punto de mayor proximidad dentro de unos veinte minutos.

McCoy se frotó las manos sudadas una contra otra.

—Bien. Enviemos esa boya ahí fuera. ¿Uhura?

—Lista.

—Láncela.

—Afirmativo.

No hubo, por supuesto, ni sonido ni sensación alguna de retroceso, pero un momento más tarde apareció otro rastro en la pantalla, una diminuta señal verde que corría aceleradamente en dirección al punto de convergencia hacia el que la
Enterprise
y la
Ekkava
avanzaban lentamente.

—Voy a dejarla llegar hasta unas treinta mil millas de distancia del punto de encuentro —informó Uhura—, antes de hacer que comience a transmitir. Eso debería darle a la nave de Orión tiempo más que suficiente para oírla y reaccionar; darán media vuelta a gran velocidad…

Desvió la mirada hacia Spock.

—Probablemente a noventa mil kilómetros por hora, en este punto. Tendrán que aminorar un poco durante la maniobra. Les llevará, según estimo, unos seis minutos coma cuatro cambiar completamente de sentido, y otros ocho minutos llegar a ese sitio.

—Y hacer saltar la boya en pedazos —agregó McCoy—, creyendo que nos disparan a nosotros.

—Oh, el sondeo a corta distancia les dirá que no somos nosotros. Pero dispararán de todas formas para silenciar la boya. Además, al no vernos, puede que supongan que estamos también camuflados en alguna parte del área. Tal vez estén al tanto de las medidas de camuflaje que hemos adoptado, pero tanto si lo están como si no es deseable que efectúen algunos disparos en la zona. Si están camuflados o emplean otras medidas de encubrimiento, habrán de abandonarlas mientras disparan. Y mientras estén ocupados en eso…

—Haremos algunos disparos por nuestra parte. —McCoy se puso de pie y fue a mirar lo que hacía Spock—. ¿Qué tal va ese análisis de las lecturas de los sensores?

—En proceso.

«No tan rápido como a usted le gustaría», pensó McCoy, que conocía aquella forma de expresarse. Miró la pantalla de Spock, que presentaba una imagen de la nave pirata.

—Es una fea cosa gigantesca —murmuró el médico—. Parece un ladrillo cubierto de espaguetis congelados. Fíjese en todas esas tuberías y conductos.

—Conjeturo que la estética no es la preocupación central de los piratas de Orión —comentó Spock. Hizo rotar la imagen en la pantalla—. Observe, doctor —dijo luego—. Esta superficie, la cara más estrecha del cuadrángulo, parece no estar tan acorazada como algunas otras partes, a juzgar por la espectrografía. Podría tratarse de un fallo de diseño. Será difícil saberlo hasta que la nave comience a disparar.

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