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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (53 page)

BOOK: Predestinados
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A Helena le dio un brinco el corazón y empezó a escudriñar las tenebrosas aguas del océano en busca de algún barco aparentemente abandonado. No podía quitarse de la cabeza la mirada salvaje y brutal de Creonte mientras intentaba clavarle el cuchillo en el corazón. Helena no quería a su madre, apenas la conocía, pero no le deseaba aquello a nadie. Había un demonio dentro de Creonte y ella sospechaba que solo había visto una diminuta fracción de lo que era capaz de hacer en su breve y única refriega.

Súbitamente, la figura de Héctor salió escopeteada, como si una ráfaga de velocidad lo hubiera propulsado. La vista de Helena no era tan aguda en una luz tan tenue como la de Héctor, de forma que tuvo que entrecerrar los ojos para avistar lo que el joven había distinguido. En cuanto reconoció lo que sus ojos veían, la joven se tambaleó y casi se desploma desde el cielo.

Había varias figuras sobre la playa. No había ni una hoguera ni linternas que iluminaran la escena, de modo que resultaba muy complicado adivinar con exactitud cuántas personas eran. Aceleró el vuelo, alcanzando a Héctor desde el aire y, sin poder hacer nada, fue testigo de cómo un hombre descomunal obligaba a una mujer a arrodillarse. Helena oyó a la extraña gritar y, de repente, aquel chillido se silenció con un balbuceo. Volando incluso más rápido que antes, Helena descendió en picado y se acercó lo bastante como para reconocer el cuerpo de Pandora desplomándose sin vida sobre los pies de Creonte mientras otra Pandora, encadenada y clavada en el suelo tras ella, titilaba y adoptaba la silueta de Dafne.

Un segundo más tarde, Héctor emitió un rugido bestial al ver el cuerpo inerte sobre la arena. El joven empezó a sacudirse con una rabia impropia de este mundo y un dolor sobrehumano y, en ese instante, Helena supo que las furias se habían apoderado de él. Todavía lejos de la escena, saltó por la arena húmeda con la mirada clavada en Creonte, que contemplaba incrédulo a Dafne. El chico estrechó el cuchillo ensangrentado y avanzó con aire asesino hacia Dafne.

—¡Aléjate! —le ordenó Helena a Creonte tras aterrizar en la arena, junto a su madre encadenada.

Los puños de Helena se iluminaron de un resplandor azul, lo cual significaba que estaba reuniendo energía en su mano. Consciente de que le triplicaban en número y en armamento, Creonte se dio media vuelta de inmediato y corrió hacia el interior de la isla. A tan solo unos segundos de distancia de su objetivo, Héctor gruñó y cambio de dirección, siguiendo los pasos de Creonte.

—¡Héctor, espera! ¡No vayas solo! —gritó Helena, que se sentía incapaz de dejar a su madre allí, atada y malherida.

Sin embargo, Héctor no le hizo caso. Los dos jóvenes corrían a toda velocidad. Se parecían tanto que incluso podían ser hermanos gemelos y, a ojos de cualquier mortal, parecía que Héctor estuviera persiguiendo una versión algo borrosa de sí mismo.

Helena se giró hacia su madre y se apresuró a arrancarle las esposas y los grilletes.

—¿Qué has hecho, madre? —le preguntó apretando los dientes.

—¡Desde luego, esto no! —exclamó Dafne apenas sin aliento señalando el cuerpo de Pandora.

—¡Te he visto disfrazada de Pandora desde el aire! —repuso Helena, que se pasó la mano por el pelo mientras caminaba en círculos, tratando de asimilar lo ocurrido.

—Lo hice para confundir a Creonte… ¡No sabía que la mataría! —¿Y no utilizaste el cesto para influir en él? —preguntó Helena, algo escéptica.

—¡Nunca le hubiera influido para asesinar! —afirmó Dafne con vehemencia mientras se incorporaba y se colocaba delante de su hija—. Solo intentaba ganar algo de tiempo, entretenerle todo lo que pudiera. ¡Jamás pensé que haría eso!

—De acuerdo. Da igual —dijo Helena que, de repente, dio por acabada la conversación. Se quitó la chaqueta y cubrió el horripilante cadáver. «Es el cadáver de Pandora», pensó antes de girarse hacia su madre y preguntar— : ¿Estás herida?

—Estaré bien. Tienes que parar a Héctor —advirtió Dafne cambiando de tema—. Ve. Yo llevaré a Pandora con su familia. Después nos encontraremos.

Helena asintió con la cabeza, acatando así las indicaciones de su madre. Sabía que Dafne no le había contado toda la verdad, pero era consciente de que eso tendría que esperar. Saltó hacia el cielo y se dirigió hacia el oeste, planeando muy cerca del suelo para localizar a Héctor y a Creonte que, sin duda, avanzaban por el tenebroso interior de la isla a una velocidad estratosférica. Helena no podía manipular la luz como los hijos de Apolo; en tal oscuridad, ella era la que estaba en desventaja. Deseaba que Lucas estuviera allí en esos momentos. Él podría ver perfectamente incluso en las tinieblas del páramo. Además, también sabría dónde buscarlos. Pero, sobre todo, Helena ansiaba que Lucas estuviera allí para no tener que enfrentarse a Héctor y a Creonte ella sola.

Tras desechar ese pensamiento voló de una punta a otra de la isla, rastreando cada rincón sin poder localizarlos. Dio marcha atrás, a sabiendas de que su adversario no era lo bastante estúpido como para seguir corriendo hasta el océano. Creonte estaba atrapado en la isla, a menos que intentara llegar a algún lugar desde donde poder escapar. Helena giró bruscamente y voló en dirección norte, hacia el transbordador.

Era tarde, demasiado tarde para embarcarse en el último transbordador, pero quizá Creonte no conocía esa información.

Un segundo después, Helena se estaba aproximando a la zona más poblada de la isla, al centro del pueblo; solo tenía dos opciones: o volar más alto para evitar que alguien la viera, o aterrizar e ir a pie el resto del camino. Decidió que avanzaría por tierra firme, puesto que era muy probable que alguien la viera. Empezó a correr hacia el transbordador, atenta a cada movimiento, a cada ruido. Al cruzar por la calle India, percibió los golpes y los ruidos sordos típicos de un combate cuerpo a cuerpo. Sus pies aporreaban las aceras mientras trotaba por la calle en aquella dirección, consciente del lugar hacia donde se dirigía, donde las Hadas habrían organizado todo esto: el ateneo de Nantucket.

Helena dobló una esquina y se dio cuenta de que una capa de humo borraba por completo el extremo de la calle. Incluso en una habitación a oscuras es posible detectar otros objetos a tu alrededor, pero las sombras de Creonte eran tan densas que no solo cegaban la visión de Helena, sino que mutilaban todos sus sentidos. Entonces, comprendió por qué se había ganado el apodo de Maestro de las Sombras. No solo manipulaba la luz, sino que creaba la misma oscuridad que reina en las escaleras hacia el sótano, o en el fondo del armario, ese tipo de ambiente tenebroso absoluto que se relaciona con asesinos en serie y con monstruos. Helena tuvo que reprimir un grito cuando se adentró en esa negrura.

En algún lugar dentro de ese agujero negro, oía la pelea de Creonte con Héctor, ambos cegados de rabia. Estaba desconcertada. Esa nada que Creonte había engendrado era capaz de anular a cualquiera, y no lograba empujar sus pies hacia allí. Llamó a gritos a Héctor e hizo crujir los dedos, frustrada; de repente, sus manos empezaron a brillar con el fulgor azuloso de la electricidad. Entonces se le ocurrió una idea.

Cuando luchó por su vida contra Creonte en el vestíbulo de su casa, una sola chispa había iluminado la estancia. Aunque Creonte podía controlar y manipular otros tipos de luz, su energía tenía que ser diferente. Alzó las manos e invocó un destello de luz muy brillante. Acto seguido, una chispa danzaba entre las palmas de sus manos, iluminando toda la escena.

Héctor estaba boca arriba: su primo, encima de él, le golpeaba la cabeza sin parar, sobre los escalones de mármol de la biblioteca. El tenue resplandor se iluminó de repente, desprendiendo una claridad mucho más intensa alrededor de las manos de Helena. Héctor giró sus ojos hinchados hacia ese punto de luz tan brillante. El joven sonrió. Tras liberarse de las desconcertantes sombras de Creonte, pudo oponer resistencia y forcejear con su primo hasta levantarse y enfrentarse a él.

Ambos se abalanzaron el uno sobre el otro incluso antes de que Helena pudiera dar otro paso. Se golpearon las caras contra los peldaños de mármol. Se arrastraron hasta las columnas dóricas mientras trataban de arrancarse la piel, de romperse los huesos. Helena empezó a correr, gritándoles que pararan, pero ya era demasiado tarde. Cuando estaba a media manzana de distancia, Héctor se las arregló para ponerse detrás de Creonte, se lanzó con violencia sobre él y le partió el cuello.

Helena se paró en seco y se quedó paralizada en la mitad de la calle, estupefacta e inmóvil, observando el cuerpo sin vida de Creonte desplomado sobre los escalones. Héctor echó un vistazo al cadáver y después levantó la vista hacia Helena. Por un instante, se liberó de las furias, poseído por completo por su propia rabia. Helena intuyó enseguida que Héctor entendía que lo que acababa de hacer era algo impensable. Había asesinado a su propio primo.

Un cometa oscuro descendió desde el cielo y, un segundo más tarde, se estrelló contra el cuerpo distraído de Héctor, que salió disparado y golpeó las tres columnas, resquebrajando así los cimientos del templo falso.

—¡Lucas, para! —gritó Helena, cuya voz parecía agrietarse de dolor.

Pero el chico no podía escucharla. Las furias se habían apoderado de él, de forma que lo único que podía oír eran sus órdenes, exigiéndole que matara al asesino de su primo. Lucas golpeaba a Héctor sin parar, tratando de matarlo a violentos porrazos.

Helena voló para llegar junto a ellos. Se lanzó hacia el aire con todas sus fuerzas y cayó sobre Héctor y Lucas con toda la gravedad que pudo reunir. Empujando a los dos jóvenes hasta los escombros en que se habían convertido los peldaños de la biblioteca, Helena alzó los brazos, colocándolos en forma de V sobre su cabeza, e invocó dos relámpagos idénticos, uno en cada mano. Antes de que Lucas o Héctor pudieran detenerla, la muchacha arrojó los rayos sobre sus cabezas y los dejó inconscientes ipso facto. Un segundo más tarde, oyó unos pasos veloces tras ella. El resto de la familia Delos estaba allí.

—¡Atrás! —gritó Helena casi afónica mientras se daba media vuelta, topándose con Ariadna y Palas, que venían de calles opuestas.

Héctor estaba inconsciente, pero aún podía incitar las furias en su familia. Su pecado era tan reciente que el impulso de matarle era insistente y cegador, incluso para aquellos que más le querían. Helena había hecho las paces con la casta de Tebas, pero no se había convertido en parte de ella, de modo que, afortunadamente, no sentía la tentación de matar a Héctor, transformado en una paria. En ese momento solo pudo reunir una diminuta y decepcionante chispa. Había estado corriendo durante demasiado tiempo sin beber ni un sorbo de agua.

Miró otra vez a Héctor y a Lucas para asegurarse de que los dos respiraban y después se levantó y caminó por la calle, poniéndose entre el cuerpo inconsciente de Héctor y su familia, que estaba furiosa y ansiosa por matarle.

—Ni un paso más —avisó Helena. Descargó todo el voltaje que le quedaba en las yemas de sus dedos en una falsa demostración de poder.

La chica mostro sus manos, iluminadas por ese familiar brillo azul pálido. Bajó por los peldaños en ruinas del edificio. Miró a Ariadna, que la observaba con ojos maliciosos, y a Palas que le mostraba los dientes en un gesto amenazador. Ya no eran Ariadna ni Palas, sino instrumentos de las furias. Tras descender el último escalón, alzó las manos iluminadas para advertirlos que no continuaran. Al reconocer la electricidad de Helena, ambos retrocedieron dos pasos, pero justo cuando estaban a punto de desistir, Cástor dobló una esquina, siguiendo los susurros de las furias. Ante ellos, Helena se hallaba ridículamente en minoría. No tenía la menor idea de hasta dónde tendría que llegar para proteger a Héctor de su propia familia. No podía matarlos, pero tampoco estaba dispuesta a permitir que asesinaran al chico. Si no mordían el anzuelo, no tenía muchas opciones. Nunca se había sentido tan sola en toda su vida.

—¡Helena, tengo a Héctor! Quédate entre nosotros mientras me lo llevo de aquí —dijo Dafne, desde detrás—. ¡Hagas lo que hagas, no dejes que le miren o perderemos esta batalla!

Helena suspiró al oír la voz de su madre, aliviada al saber que tenía a alguien a su lado con la fuerza necesaria para ayudarla a proteger a Héctor.

Le daba igual si agotaba la última gota de agua de su cuerpo. Lo único que ahora le importaba era impedir el ciclo de venganza antes de que este devorara a la familia que tanto apreciaba. Extendió los brazos por completo y con un último esfuerzo hizo que la electricidad bailara alrededor de su cuerpo en círculos casi hipnotizadores. Ariadna, Palas y Cástor se refugiaron tras sus brazos, protegiéndose la vista de un tipo de luz sobre la cual no tenían control alguno.

El halo de luz de Helena desprendía más calor que la superficie del astro rey. Fundió la acera sobre la que Helena se apoyaba, disolviéndola en lava y calentó el aire que la rodeaba hasta el punto de que la atmósfera empezó a zumbar literalmente. El clan Delos se alejó de un salto de aquel calor y brillo insoportables, pero, más importante, se alejaron de Dafne mientras esta se escabullía hacia un rincón oscuro con el cuerpo inconsciente de Héctor colgado sobre el hombro.

El dolor era insoportable. Helena no se veía capaz de sostener la bola de electricidad durante más segundos. En cuanto percibió los pasos de Dafne adentrándose en la oscuridad, se apagó como si de una bombilla se tratara y, tambaleante, trató de zafarse del asfalto líquido que acumulaba bajo sus pies, que le abrasaban y asfixiaban con gases nocivos. A duras penas logró gatear hasta Ariadna, Cástor y Palas, quienes mostraban una única expresión de agonía, pues de repente cayeron en la cuenta de lo que habían estado a punto de hacer. Pero Helena no podía dejar que se derrumbaran, al menos por el momento.

—¡Lucas necesita ayuda! —urgió, señalando los peldaños hechos añicos del Ateneo.

—Ariadna —llamó Cástor con voz quebradiza—. Ve a buscar a Lucas. Helena, ¿puedes caminar?

—No —admitió, sacudiendo la cabeza.

—Los mortales vendrán enseguida —dijo Cástor mientras ayudaba a Helena a ponerse en pie. Enseguida la cogió en volandas, pero se detuvo al darse cuenta de que su hermano no le seguía—. ¡Palas! ¡Tenemos que irnos de aquí!

—Mi hijo —murmuró Palas, que no podía ni moverse.

—¡Papá, venga! ¡Tienes que recoger el cuerpo de Creonte! —siseó Ariadna desde la escalinata del Ateneo. La joven cargó el cuerpo de Lucas sobre sus hombros y con un rápido vistazo comprobó si había algún testigo.

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