Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (46 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Tomás no pudo contener la risa y dijo:

—Venga, Álex, no empieces otra vez con los códigos deontológicos y morales esos. Sabes que todo depende de hasta dónde tú quieras llegar. Tan sólo imaginaros las posibilidades de programación que tendremos y la cantidad de cosas nuevas que podremos hacer. Programas que jamás hayáis soñado controlando los cinco sentidos. Además, un día u otro habríamos acabado en Virtual Cognition. Se está comiendo el mercado a pasos agigantados.

Álex arrugó el entrecejo y se consideró vencido.

—¿Brindamos ahora? —insistió Tomás.

Sus dos compañeros alzaron sus copas y bebieron. Laura se quedó mirando un momento a Álex y después introdujo un espinoso tema:

—Intercom impedirá que nos vayamos. Tenemos un contrato con ellos.

—No —comenzó a decir Tomás mientras se llevaba la servilleta a la boca—. Ya les avisé el mes pasado que pensábamos irnos y que cumpliríamos nuestro contrato. Lo estuve leyendo detenidamente y es un contrato por un año o de tres planetas de lucha. Y, si no cuento mal, Anthrax es ya el tercero que hemos creado.

—¡Está bien! —Laura tenía una sonrisa que no podía ocultar su entusiasmo'—. Lo cierto es que desde que vi el anuncio en las revistas he tenido ganas de trabajar en ese sitio. Pero eso no disculpa el hecho que no nos avisases. ¿No es así, Álex?

El técnico asintió con cierta resignación y comenzó a interesarse por los detalles del nuevo trabajo.

—¿Sabes qué sistema de ordenadores utilizan? Nos iría muy bien poder pasar nuestro último trabajo y realizar las modificaciones para los sentidos. También necesitaríamos la documentación referente a la... —se quedó unos segundos pensando la palabra que debía utilizar— ¿programación cerebral?

—Se trata de un sistema similar al de Intercom —informó Tomás—. Supongo que el programa de base será más o menos el mismo. Lo de las librerías sensitivas, que es como ellos llaman a la programación cerebral, no me ha parecido demasiado complicado. Mañana os pasaré algunas fotocopias.

Comieron en silencio hasta que Álex dijo con cierta timidez expectante respecto a la reacción de sus acompañantes:

—Casi no me creo que pueda poner en marcha mi bomba lógica.

Tomás y Laura se quedaron mirando a Álex con sus tenedores en la boca.

—¿Cómo? —dijeron al unísono.

—Veréis. El año pasado, uno de los nuevos se dejó el terminal conectado y se fue a casa. Lancé un programa que no hace nada, se queda dormido esperando una señal para despertar. Entonces, todos los usuarios se desconectarán porque todo el sistema se parará. Además, de vez en cuando y de forma aleatoria se activa una especie de virus-aviso. ¿No os suena el hombrecito con traje y sombrero hongo diciendo en los momentos más inesperados «Disfruta, cretino. Esta tontería que te rodea está a punto de acabarse»?

Era increíble. El enojoso virus que tenía en jaque a la empresa era responsabilidad de Álex. Sus compañeros le conocían bien, sabían de su actitud crítica respecto a la realidad virtual, pero nunca habían pensado en él como el autor de las famosas bromas virtuales.

—Bueno, puedo pararlo porque el programa está esperando dos señales. Si borran mi cuenta de uso le llegará una señal para que no espere y lo borrará todo. Si soy yo el que pone en marcha otro programa que tengo preparado acabará y no pasará nada. No os parece bien, ¿verdad? —continuó Álex, como un niño al que han pillado en medio de una travesura.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó incrédula Laura—. ¿Te han tratado mal en Intercom?

—No, no me han tratado mal. No es ésa la cuestión. Ya sabéis a qué responde todo. También era una especie de seguro de vida: pensé que si me despedían podría chantajear a la empresa de esta forma —dijo en tono triste—. ¡Y porque soy un informático de los pies a la cabeza! No me podéis negar que entendéis la satisfacción que significa cargarse todas las protecciones de los ficheros de datos de un sistema. Vosotros sois como yo: tenemos poder sobre la máquina.

—Si tienes tanto poder, ¿por qué utilizaste otro terminal para lanzar el programa en lugar de utilizar el tuyo? —preguntó con desdén Tomás.

—Porque entonces no había conseguido lanzar programas sin que se registrara quién los ponía en marcha. Ahora ya no me haría falta. Creo que ya sé cómo hacerlo —respondió Álex mirando duramente a los ojos de su interlocutor. La pregunta le había ofendido.

—Bueno, vamos a calmarnos un poco —terció Laura—. Tampoco ha pasado nada todavía. Cuando volvamos a Intercom, lo primero que vas a hacer es desconectar todo el carnaval que has montado en la red.

—Venga, Álex. No te lo tomes a mal —dijo Tomás mientras vertía la mitad del contenido del sobre de azúcar en la taza de café—. Imagínate cómo me siento yo: hace apenas cinco horas que me has volado la cabeza.

—No me des las gracias, Tomás. Ha sido todo un placer. —El humor de Álex había mejorado.

—Entonces, ya que estoy muerto, no voy a poder pagar la comida. Tú invitas.
«Touché.»

10

El camarero se acercó y dejó un platito con la cuenta sobre la mesa. Se quedó de pie esperando a que dejaran el dinero en la pequeña bandeja y volvió a llevársela. Ya en la salida, Álex abrió la puerta y dejó pasar cortésmente a sus compañeros. En ese momento entraba otro cliente.

Ricardo esperó a que el camarero le indicara una mesa, aunque en el restaurante sólo se encontraban dos chicas comiendo juntas. Se quitó la chaqueta y se sentó. Miró la carta detenidamente y se decidió por un menú del día, que le pareció lo bastante barato como para no mermar en exceso su economía. El camarero llegó a la mesa.

Ricardo le indicó con el índice el menú que quería y el joven chino desapareció por una puerta que daba a la cocina. Ricardo se quedó mirando a las dos chicas que comían dos mesas más allá. No podía oír su conversación. Tampoco podía verlas bien porque una de ellas era bastante gruesa y su cabello desarreglado tapaba la cabeza de la otra.

Recordó la noche anterior con Amanda; le hubiera gustado poder comer con ella, pero le era imposible. Sabía muy bien que sus relaciones con ella se limitarían siempre al mundo virtual donde él era guapo y ella era perfecta. Recordó a una chica que había conocido a los tres meses de conectarse y con la que había mantenido relaciones, si es que podía llamarse así a lo que ocurría en Intercom. El se había enamorado de ella, una rubia escultural muy simpática. Por supuesto ella también se había enamorado de aquel hombre maravilloso al que veía cada día y con el que pasaba largos ratos los fines de semana.

Al cabo de ese tiempo decidieron que su aspecto físico no era nada demasiado importante y que podían ver su aspecto real sin que por ello dejaran de quererse. Estuvo preparándose durante todo el día para aquel encuentro; se duchó, se afeitó dos veces para estar impecable, se puso su mejor traje y disimuló como pudo su avanzado estado de calvicie. Se miró al espejo y comprendió que aquello no podía funcionar de ninguna manera: seguro que Rita saldría despavorida en cuanto le viera.

Se sentó en la cama y comenzó a sentir miedo; la quería mucho, y sabía perfectamente que, después de verle, sería incapaz de dirigirle la palabra aunque fuera el hombre más atractivo del universo de Intercom. Sintió nervios en el estómago. Por su cabeza pasaban retazos de los mejores momentos vividos con Rita, e imaginaba trozos de las desastrosas conversaciones que podían darse esa misma noche. Durante más de media hora permaneció sentado en la cama sin atreverse a salir de casa para ir al restaurante donde habían quedado. Al fin, salió de su cuarto dispuesto a enfrentarse, aunque fuera por una sola vez, con la realidad a la que no tenía ningunas ganas de enfrentarse: él mismo.

Cogió la revista
Actualidad Virtual
que habían acordado como contraseña para reconocerse mutuamente. Durante el trayecto en el autobús en cada parada estuvo tentado de bajarse y volver a casa, dando cualquier excusa para no ir. Veía su cara reflejada en la ventanilla y se desmoralizaba cada vez más: su pelo, sus ojeras, su nariz, sus ojos, nada recordaba a su equivalente en Intercom.

Llegó muy temprano al restaurante. Faltaba media hora y habían quedado en la puerta. Estaba tan nervioso que no pudo reprimirse y pidió un cigarrillo a un transeúnte, aunque hacía ya más de dos años que había dejado de fumar. Para hacer tiempo paseó lentamente mirando los escaparates de varias tiendas de modas que había en la misma calle; viendo los maniquíes que vestían ropas de prestigiosas marcas, cuerpos estáticos y fríos muy similares a los que se veían en Intercom. Cuerpos casi perfectos a los que tan sólo les faltaba el movimiento y la textura natural que los potentes ordenadores ofrecían a todos los usuarios.

Faltaban diez minutos. El nerviosismo dio paso al pánico y decidió cruzar la calle para esperar a Rita en la distancia. Escondió su revista en el interior de la gabardina y se apoyó en una columna de una tienda de alta fidelidad cuya oscuridad le mantenía semioculto. Desde allí podía ver perfectamente a la gente que pasaba lentamente ante la puerta del restaurante.

A los pocos minutos apareció una mujer de unos treinta años. Era bellísima y llevaba una revista en la mano que, maldición, desde la distancia apenas podía distinguirse. Un hormigueo en el estómago le paralizó y mareó: una mujer tan hermosa y con tanto gusto para vestir jamás le aceptaría como compañero, de manera que aceptó la derrota y decidió abandonar cobardemente el lugar, inventando ya las excusas que utilizaría cuando volviese a encontrar a Rita en Intercom.

Estaba a punto de marcharse cuando apareció otra mujer, algo más joven que la anterior, pero radicalmente diferente: era más gruesa, con los cabellos bastante mal cortados y una ropa muy mal combinada. ¡Y también llevaba una revista bajo el brazo! Pero la ofuscación duró sólo unos segundos: la infeliz recién llegada era la excusa perfecta para hacer menos amarga su posible derrota. Porque con toda seguridad la esbelta y hermosa Rita virtual era en realidad aquel adefesio. ¡Sí! ¡Esa tenía que ser!

Ahora lo tenía más claro: no, de ninguna manera entraría con ninguna de aquellas mujeres a cenar. A una no la deseaba, y la otra no le desearía, así que se fue con paso rápido y, antes de girar la esquina de la calle, sacó su revista y la tiró en una papelera. Jamás supo cuál de aquellas dos mujeres era Rita. Al llegar a casa se conectó al sistema e indicó al servicio de mensajería que no recibiera ninguno de sus mensajes. Dejó de ir a los lugares a los que solía acudir en busca de amigos y nunca más volvió a verla.

Pero con Amanda todo sería diferente. Ricardo había aprendido, y ahora prefería una relación ideal a enfrentarse a lo que realmente podía ser ella. O que ella se enfrentara a lo que realmente era él.

El camarero acababa de retirar el último plato y le sirvió el postre. Después pidió café y sacó un cigarrillo. Había vuelto a fumar, aunque lo hacía de forma moderada, para calmar la tensión acumulada durante unos meses especialmente negros: se había empeñado en más gastos de lo normal y tenía que hacer unas cuantas horas extras ordenando papeles y facturas en un local mal iluminado que se le caía encima al poco tiempo de entrar. La imagen de aquel espacio claustrofóbico le estremeció por unos segundos, pero inmediatamente pensó en el enigmático Oscar y en su inmejorable oferta. Y también en lo que ello suponía: vivir holgadamente y, sobre todo, entrar con Amanda en Virtual Cognition.

Ricardo miró su reloj. Eran las cuatro menos cuarto y debía volver al trabajo. Salió a la calle dispuesto a tener una larga tarde aburrida entre papeles, pero sonreía.

11

«Amanda. Conocida ayer en el Club Sacratorium.» El sistema obedeció la orden de Richard mostrando la cara de Amanda. Tenía registrados todos los contactos visuales y verbales, aspecto que facilitaba su gestión con sólo referencias circunstanciales como una fecha, un nombre o un hecho anecdótico. El acceso a la información era muy flexible.

«Guardar como AMANDA en CONTACTOS», dijo en voz alta, pero según le informó una voz suave de mujer: «La memoria a la que te refieres ya está ocupada, ¿quieres borrar para ganar espacio?» «Sí.»

Apareció flotando una cara que Richard no logró recordar.

«Bórrala.»

Y la cara desapareció.

Richard pidió «comunicación directa» y ante él apareció de nuevo la cara de Amanda, que había vuelto a colocarse mal la parte sensora de la cara.

—Hola, Richard. Me has asustado.

—Menos mal que estás en casa; pensaba que no te encontraría.

—La verdad es que me he quedado, esperando que vinieras —sus facciones sonrieron fatalmente—. No sabía cómo localizarte.

—Creo que tendré que enseñarte un par de cosas acerca del mundo que te rodea. No te muevas, ahora voy a tu casa.

Richard pasó la mano con los dedos abiertos y rasgó la imagen de Amanda que permanecía inmóvil ante él, fija con su última expresión.

Decidió que quería utilizar su deportivo semiterrestre. Abrió una puerta y entró en el garaje. Poseía varias docenas de vehículos distintos que también se había construido, y se dirigió al llamativo modelo de color rojo fluorescente, muy intenso, con los cristales tintados y un potentísimo ordenador de a bordo que le permitía localizar cualquier dirección, avisarle de los cambios de ruta necesarios o conducirle por las calles menos transitadas de aquella mole virtual.

Se introdujo dentro del coche y solicitó el recorrido para ir a casa de Amanda. Salió a toda velocidad por las calles, esquivando a un grupo de pilotos chiflados jugando a evitar unas colisiones que, en realidad, no existían en el mundo perfecto de Intercom. No obstante, les gustaba creer en el riesgo. Era una manera de dar emoción al hecho de correr seguros a toda velocidad.

El viaje fue corto. Amanda le estaba esperando en su lujoso apartamento, un poco impersonal y frío. Pero eso era normal entre los que se acababan de conectar. Richard empezó a pensar en las cosas que podría hacer para mejorar aquel espacio. Ella era la única que merecía disfrutar de los beneficios de su habilidad como V-diseñador. Los demás tendrían que pagar para conseguirlo.

En pocos minutos, los muebles más sofisticados y los materiales más alejados de la realidad (estanterías de luz o botellas invisibles para unos líquidos de colores extraños y luminosos que jamás podrían probar) fueron llenando la casa. También ayudó a la joven a colocarse bien el traje, lo que le permitió disfrutar de su hermosa sonrisa ajustada.

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