Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (49 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Llegaron al edificio de destino. Todo permanecía igual excepto su orientación, pero eso no sería ningún problema para Richard: podía mover aquella enorme casa con una sola mano. De momento se contentó con reencontrarse con la entrada guardada por los dos enormes pilares de piedra que se doblaban con el aire, y con los árboles del jardín, que daban sus frutos en forma de diamantes y esmeraldas multicolores. Sería emocionante comprobar por primera vez cuál era el olor de aquellas plantas que le habían acompañado mudas durante tanto tiempo.

Al cruzar el umbral, en cambio, los olores desaparecieron y Ricardo notó que no llegaba ningún estímulo a su nariz. Ni siquiera al olor que había en su habitación de conexión.

—No huele absolutamente a nada —dijo Richard mirando a su alrededor y saliendo del jardín para verificar que todavía era capaz de percibir los aromas que llenaban el exterior.

—A mí no me lo digas. No estoy operado y no puedo sentir nada. Pero no te preocupes, es algo normal. Piensa que cuando creaste la casa no programaste ningún tipo de olor; tampoco programaste las texturas. Esas decisiones no las podía tomar yo. Tan sólo he transferido objetos de un mundo a otro.

—Ya. ¿Y cómo hago para...? —preguntó Richard un poco nervioso.

—Tranquilo. Encontrarás información en la sala de estar. En cuanto al trabajo te vendrá a visitar Debussy, un amigo que te ayudará a adaptarte. Las próximas dos semanas serán como una especie de vacaciones... educativas.

—Me parece estupendo.

—Bien, pues espero verte pronto por Intercom. Ahora tengo que irme.

—Una pregunta sólo: ¿tengo casa en Intercom?

—La misma de siempre. Hemos dejado el original donde estaba; ésta es tan sólo una copia.

—Veo que no te olvidas de nada. Gracias por todo —dijo sinceramente Richard.

—No hay de qué. Hasta pronto.

Oscar hizo su gesto habitual y desapareció del lugar donde se encontraba sin dejar rastro.

16

La sala de programación de Virtual Cognition era muy similar a la de Intercom. Incluso la cafetera se encontraba más o menos en el mismo lugar. Tomás pensó que aquello debía de ser cosa de los diseñadores de interior y de la imagen que se tenía de los que se dedicaban a la programación: torpes gafotas incapaces de moverse si les cambiaban las cosas de sitio.

—¿Otra vez probando lo mismo? Creía que habíamos hecho bastantes pruebas de Anthrax en Intercom —le dijo a Laura.

—Hicimos pruebas, pero aquí no valen. Piensa que hemos introducido muchas rutinas sensoriales —respondió ella, sin quitar el ojo del monitor de seguimiento.

Veía cómo Álex se acercaba al bosque. Cojeaba un poco porque durante la primera prueba de carga le había caído un afilado cristal a la altura de la rodilla. Aun con las protecciones al máximo, le había producido una molesta y ligeramente dolorosa parálisis que le impedía avanzar con normalidad. Fuera de Virtual Cognition, una situación similar le habría cortado limpiamente la pierna.

—Laura, prepárate a parar los árboles, gritaré si me hacen daño. Vamos a ver qué ha hecho este capullo de Tomás con sus librerías sensitivas —dijo Álex por el intercomunicador.

Laura se desentendió del asunto y le pasó los auriculares a Tomás:

—Me parece que querrá hablar contigo. Va a probar los árboles.

Álex se acercaba lentamente hacia aquellos extraños vegetales que, a simple vista, no parecían ser peligrosos. Cuando se encontraba a poca distancia, salieron del tronco unas ramas gruesas que le cogieron las piernas y los brazos. Al instante sintió un leve golpe en el pecho que indicaba que su cuerpo acababa de tocar el tronco atraído por las fuertes ramas. Álex se preparó para una sacudida de dolor y confió en la rapidez de sus compañeros a la hora de desactivar el programa.

Pero no fue así. No sintió dolor sino cosquillas, miles de cosquillas que no le dejaban respirar.

—Pá-pá-páralo, por favor —exclamó mientras intentaba dejar de reír.

—No me dirás ahora que soy un salvaje —comentó Tomás.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué se ríe? —preguntó Laura un poco preocupada.

—Le han hecho gracia los árboles. A lo mejor me he equivocado y para mortificar a los soldados cuentan chistes —respondió el programador por encima de las risotadas de su compañero.

—Voy a pararlo —decidió Laura rápidamente. Tecleó la secuencia necesaria, pero el terminal no respondía a sus órdenes. Álex seguía retorciéndose con una risa histérica en la cara—. ¿Qué has hecho, Tomás?

—Nada que no sepas solucionar tú misma.

Laura tecleó nerviosamente secuencias de comandos que no funcionaban. Por fin, los árboles soltaron a Álex y desapareció el planeta. A Tomás le cambió la cara. Miró su cronómetro: la venganza por aquel inoportuno disparo a la cabeza en Intercom debía haber durado diez minutos en lugar de dos. Laura, por su lado, echaba fuego por los ojos.

—¡Éste es nuestro último trabajo juntos! —dijo levantándose y dirigiéndose a la habitación de pruebas para reunirse con Álex y ver cómo se encontraba.

Cuando ayudó a su compañero a incorporarse pudo ver a través de la pared acristalada cómo Tomás hablaba por teléfono y, al sentirse sorprendido, lo colgaba y salía de la sala. Esperó en los lavabos a que la sala de programación estuviese vacía. Desde el terminal de pruebas comenzó a trabajar, copiando trozos del programa Anthrax y consultando brevemente las notas que había escrito Laura sobre las protecciones.

Después de dos horas había conseguido justo lo que necesitaba y trasladó los datos modificadores al virus que, como había imaginado Tomás, estaba desarrollando Álex en secreto para fastidiar un poco la vida de los virtual-adictos a los que tanto despreciaba.

17

Amanda llegaba aquella noche, a las once. Le había llamado por teléfono para decirle que su vuelo llegaba a esa hora. A Richard había dejado de molestarle que ella mezclara su vida real con su vida en el mundo virtual; si se iba de viaje allí, asumía que también lo hacía aquí. Así que, en resumen, Amanda llegaría en vuelo interplanetario desde algún mundo remoto que ella misma había elegido como punto de partida.

Cuando bajó de la nave de desembarco, Richard no lo pudo evitar y, antes de saludarla, acarició su cara y la besó en los labios. Su piel era extremadamente suave y agradable al tacto. Ella tampoco dijo nada. Le sonrió.

Amanda también estaba excitada por el cúmulo de sensaciones que había comenzado a sentir. Mientras caminaban por el túnel de descompresión, dijo en tono caprichoso:

—¿Sabes? Me gustaría ir a comprar un poco de perfume. He estado hablando con una mujer durante el viaje y me ha contado que aquí en la capital de Nova hay aromas exquisitos. Yo no llevaba ninguno y por lo que parece le ha extrañado.

—Me parece normal: aquí todo el mundo realza su personalidad a través de estímulos de cualquier tipo —observó Richard acercando su cuello para que ella oliera la colonia que llevaba.

—Mmmm, me encanta. ¿Vamos?

—De acuerdo.

La tomó por el brazo y caminaron por la gran sala de espera del aeropuerto, decorada con refinados objetos que emitían un bello espectáculo de luz, sonidos y olores. Al acercarse a esas esculturas se generaban sutiles sensaciones táctiles en su periferia. Virtual Cognition llenaba el cerebro de informaciones sensoriales, pero de una manera tan equilibrada que la saturación era sustituida por una relajante invasión de estímulos.

El edificio que acogía el mayor centro comercial de la capital de Nova flotaba a pocos metros del suelo y proyectaba una luz que indicaba dónde se encontraba la entrada. Se situaron bajo ella y sus cuerpos comenzaron a ser absorbidos y llevados al interior del edificio. Una vez allí, sólo había que pedir el destino deseado.

—Perfumería —solicitó en voz alta Amanda.

En unos segundos pararon y avanzaron unos pasos para salir de aquel ascensor luminoso. La sección de perfumería era un local inmenso lleno de estanterías repletas de frascos de diferentes colores y extrañas formas. Bajo cada tipo de perfume había un círculo luminoso que emitía el aroma correspondiente para permitir que el cliente pudiese comparar las diferentes ofertas. Amanda fue preguntando a Richard su opinión sobre numerosos perfumes, pero él no sabía qué decir: cada nuevo olor parecía superar al anterior.

Amanda sonreía. Estuvo paseando durante largo rato, colocándose bajo cada uno de los puntos de luz, comparando los perfumes hasta decidirse por uno. Cogió la botella. O lo que ella creía que era la botella, pues aquel perfume no estaba contenido en ningún recipiente. El líquido se deformó un poco al cogerlo y se iluminó tenuemente. Estaba caliente, y transmitía un tacto semejante a la seda. Se lo mostró a Richard sonriendo y se acercó a él.

—Huele, ¿te gusta? —dijo mientras se echaba unas gotas y extendía un poco el líquido en su mano frotándola con la otra.

—Sí. Es delicioso —reconoció Richard—. Por cierto, ¿has cenado?

—Sí, cené en la nave. No estaba muy bueno pero ahora ya no tengo hambre.

—Perfecto. Eso nos deja la noche libre para ir a bailar. ¿Te apetece?

—Por supuesto —respondió Amanda entusiasmada—. ¿Has traído el coche amarillo?

—No. Mientras estuviste fuera he construido un par. Y uno de ellos es para ti. Estará aparcado a la salida. —Y diciendo esto sacó un disco luminoso que apretó con el pulgar. El pequeño aparato cambió de color y después se lo dio a Amanda—. Cuando estés en algún sitio y no quieras ir a buscarlo sólo tienes que llamarlo. Aparecerá en la puerta del local donde te encuentres.

Volvieron al ascensor luminoso y solicitaron ir a la calle. Mientras bajaban se acercó al límite de luz un hermoso descapotable de color verde esmeralda y líneas aerodinámicas. Cuando estuvieron a su lado, Amanda vio que el interior estaba hecho de mercurio y que el tablero de mandos despedía una tenue luz indicando que el motor se encontraba en marcha.

—Tiene bastantes accesorios —comenzó a decir Richard tan pronto se encontraron al lado del automóvil—, aunque todavía no está acabado del todo. Podrás cambiar la temperatura de los asientos gracias a unos reguladores que he incorporado y...

Amanda no parecía escucharle. Simplemente acariciaba absorta la pulida superficie del coche mientras éste le devolvía un ronroneo, como si se tratara de un pequeño gato. Era suave como el agua y se deformaba un poco bajo su mano; después, recuperaba su aspecto duro y desaparecían las ondas que se habían formado sobre la carrocería.

Richard dejó las maletas en los asientos posteriores y corrió a abrirle la puerta a Amanda. Al entrar, el asiento envolvió su cuerpo suavemente, adaptándose a cada una de sus curvas. Richard se acomodó a su lado.

—Puedes ajustar la dureza del asiento con este mando —dijo señalando dos esmeraldas que había en el asiento.

—¿Está en marcha? —preguntó ella—. No hace ruido.

—Es que también puedes regular el sonido del motor. A mí me gustan los coches silenciosos aunque... —y giró el volumen al máximo— puedes disfrutar también con un sonido más espectacular.

Amanda aceleró a fondo y el motor rugió transmitiendo potentes vibraciones, haciendo notar la noble fuerza de aquel gato esmeralda.

—Me encanta el sonido de un motor potente —dijo ella con un estudiado y teatral tono agresivo.

Puso la primera marcha y el vehículo se lanzó a más de ciento cincuenta por hora a través del tráfico de la ciudad. Amanda condujo a toda velocidad sin rumbo fijo para probar su nuevo juguete; después bajó el volumen del motor y preguntó si el local al que se dirigían estaba en la memoria del ordenador de a bordo. Como única respuesta, Richard pulsó varias teclas en el monitor-guía y éste mostró la situación de la discoteca.

No tardaron en llegar al local. La gente que esperaba en la puerta no pudo resistir la curiosidad que despertaba aquel coche nunca visto. Aparcaron delante de la puerta, en una zona reservada a los personajes más relevantes de la ciudad, y un par de porteros con cara de pocos amigos saludaron a Richard. Los gorilas cortaron el paso a una pareja que estaba a punto de entrar y dejaron vía libre al famoso V-diseñador y la belleza que le acompañaba.

Aquella discoteca era merecidamente conocida por los combinados de sabores. Richard pidió un par de los más caros: eran un extraño prodigio que ajustaban su sabor al preferido del cliente que, sin darse cuenta, elegía a cada trago las esencias que más le apetecía probar. No había dos bebidas iguales ni dos sorbos idénticos: el gusto del combinado pasaba por el cerebro del cliente y la repuesta volvía de forma inmediata al ordenador, de modo que éste, en tiempo real, ajustaba el sabor de forma drástica pero imperceptible. En segundos podía variar tanto el contenido en alcohol como los demás ingredientes.

—Son muy caros, ¿verdad? —dijo Amanda.

—Sí, pero merecen la pena, ¿no crees?

—Antes te los fabricabas tú. No los pagabas.

—Antes no podía comprarlos y ahora sí. Supongo que aunque pueda llegar a fabricarlos seguiré comprándolos; piensa que antes eso era una especie de
hobby
, pero ahora es mi trabajo. Y más duro de lo que me pareció al principio, de manera que prefiero descansar cuando salgo a divertirme.

Amanda asintió con la cabeza y bostezó.

—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó Richard cogiéndola por la cintura.

—Sí, la verdad es que estoy un poco cansada. Preferiría ir a casa. ¿Has hecho algo en el jardín de la azotea? —acabó diciendo entusiasmada. Richard no contestó, pero sonrió—. ¡Pues vamos a verlo!

El nuevo coche de Amanda rugió y tembló cuando ella se acercó y acarició con su mano la carrocería. Como si se excitara al verla.

—Estos detalles que pones es lo que más me gusta de tus trabajos —dijo Amanda entusiasmada al lanzar el coche a toda velocidad por las alturas.

Lo primero que notó al entrar en la casa de Richard fue que no había ninguna diferencia con la que tenía en Intercom, salvo que ahora podía tocar y sentir todos los elementos que la componían. Sin olvidar, claro, el suave perfume afrutado que flotaba por la estancia y que procedía de la escalera que Richard había construido cuando cenaron juntos por primera vez.

—¿Este olor es el de nuestro jardín?

—Sí, ¿quieres verlo? Podríamos nadar un poco en el lago.

—¿Se puede? —preguntó Amanda con cara de asombro.

—Sí. Desde esta tarde se puede.

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