Sabía que posiblemente muriera en los próximos segundos, pero había decidido luchar hasta el final. Algunos fragmentos inconexos de su vida acudieron velozmente. Sentía en las sienes el latido enloquecido de su corazón, y la tensión de la espera se le hacía insoportable. A través de un panorámico mamparo de vidrio podía distinguir el pozo de tránsito, la salvación andaba por allá fuera, pero no lo esperaría para siempre.
—Necesito más tiempo, por favor —susurró; pero ignoraba si la IA lo estaba escuchando.
Los dos xenos entraron al pabellón y cargaron contra los trajes de combate activados; habían mordido el anzuelo. Paco levantó el fusil y disparó sobre uno de ellos. El golpe de ultrafrecuencia abrió la cabeza del ser en dos mitades, pero el otro consiguió maniobrar a una velocidad que Paco nunca había visto en una criatura tan grande, y se le echó encima.
El insectoide lo rodeó de negrura; una de sus garras aprisionó la muñeca que empuñaba el sónico, mientras otras dos lo retenían contra el suelo. El calor de la criatura parecía quemarlo, y la enorme cabeza se extendió hacia su rostro. Sintió el pulso de cuentas romperse bajo la presión de la garra; las cuentas y el cuarzo de su suerte cayeron hacia el olvido. Paco cerró los ojos y esperó el final.
Pero el final no llegó.
La criatura se incorporó y Paco comprendió que, de algún modo, lo había identificado. El era el Crisol del Miedo; el intocable que destruiría a la raza enemiga.
La mano libre de Paco detonó la granada electromagnética, y el xenoide se sacudió como alcanzado por un rayo. Paco recuperó el sónico y, clavándolo entre los bulbos sensoriales del ser, hizo un disparo a quemarropa. El insectoide entró en colapso y se derrumbó.
Paco se incorporó de un salto, agarró un fusil de alta energía de uno de los trajes de combate, y voló el mamparo de vidrio. Mientras trepaba hacia una especie de alero que bordeaba las paredes del pozo, los invasores humanos comenzaron a penetrar en el pabellón. Enseguida le descubrieron y se lanzaron a perseguirlo. No tenía sentido dispararles, pues había que llegar a tiempo al puente de embarque. Se escucharon varias explosiones en el pozo.
Sorteando los obstáculos corrió a lo largo del alero. Tenía un mal presentimiento. La IA no iba a estar esperándolo. Su demora había superado el límite de tiempo fijado.
Sentía los músculos de las piernas agotados y el pesado fusil le estorbaba para correr. Estaba llegando ya al puente de embarque pero de algún modo intuía que el turbocóptero no estaría allí.
La nave no estaba allí.
Se asomó al borde del abismo y miró hacia abajo. No había indicios de la IA. Tan sólo el pozo vacío y el tronar de las armas en los niveles inferiores. La máquina se había marchado. No podía culparla. El había perdido su oportunidad de escapar.
Imposible retroceder. Por el alero llegaban los clones, y por el túnel aparecieron otros atacantes. Ahora estaba acorralado, con el abismo a sus espaldas.
Tomó una decisión.
Sonrió con ferocidad y levantó el fusil para enfrentarse a lo inevitable.
No sintió la llegada. Sólo vio cómo los haces de energía brotaban desde arriba y abatían a los clones. Se giró.
El turbocóptero bajó entonces hacia la luz, con el fuselaje de policarbono tan negro como la oscuridad del pozo, y se detuvo en el aire, a la altura del puente. Se abrió la escotilla y Paco soltó el arma. Hizo un esfuerzo supremo, dio un salto sobre el vacío y alcanzó el interior de la nave.
—Tienes problemas con la puntualidad —dijo la máquina—; por tu demora tuve que evadir un par de atacantes. —Y luego agregó—: Escudo activado.
El vertiginoso ascenso lo aferró al suelo. Siete segundos que le parecieron infinitos.
—Estamos fuera —informó la IA.
La dirección del impulso cambió, y el turbocóptero se dirigió al norte como una flecha supersónica.
La nave volaba en la noche.
Paco fijó la vista en la cápsula de plástico donde descansaba el cuerpo de Klissman, contemplando la leve respiración del hombre sintético.
—Los xenos están construyendo clones humanos para luchar contra nosotros —le dijo a la máquina.
—Sí, ya me había dado cuenta —la voz de la IA salía de un altavoz junto a los asientos.
—Los clones que nos atacaron deben de tener unos diez años —dijo Paco—. El material genético que utilizaron proviene de la antigua división de tropas especiales Dragón. Clones decantados aceleradamente para obtener miles de guerreros. Hoy me he tropezado con el padre de Yoko, el teniente Nakamura, o al menos con cientos de copias de él. —Sonrió amargamente—. A Dios gracias que Yoko no haya vivido para ver una aberración así.
—Presumo que esos clones no son exactamente duplicados del ADN de los humanos capturados. Los xenos son unas complejísimas máquinas transgénicas. Deben de haber creado clones con alteraciones ferormonales tales que sólo reconozcan como semejantes a los propios xenoides. Ustedes serían los verdaderos alienígenas para esa raza de mutantes transgénicos.
—Noté que eran más rápidos, más fuertes —declaró Paco—. Absolutamente desprovistos de rasgos emotivos.
—Es interesante. Una raza inteligente que esclaviza a otra a través de un eficiente mecanismo de manipulación genética.
—Te parece admirable, quiero decir, estimulante intelectualmente —dijo Paco, y suspiró—. Van a ganar esta guerra, ¿sabes?
—No. No lo sé realmente —respondió la IA—. Pero tampoco importa.
—Claro. Tú perteneces a otra escala evolutiva.
—Tal vez. Sin embargo, aún necesito tu ayuda.
—Necesitas a Klissman; absorber su mente.
—No. Sólo quiero integrar nuestras individualidades. El preservará su vida, y adquirirá un nivel de conciencia superior. Yo ganaré nuevos modos de percepción, accederé al cúmulo de conocimientos que guarda en su memoria, y encontraré nuevos modos de comprender la inteligencia humana.
—Estás buscando respuestas a la existencia, no te engañes —le dijo Paco—. Necesitas renovarte, explorar constantemente rutas evolutivas. Eso es lo que estás haciendo.
—No pretendo negarlo —pareció disculparse la IA—. Todas las entidades deben luchar contra la obsolescencia de su propia especie. Es un rasgo de supervivencia.
Paco aceptó la afirmación de la Inteligencia Artificial como una especie de capitulación. Sin embargo, aún dudaba en cumplir la petición de la máquina.
—Todos queremos sobrevivir —declaró tomando en sus manos las terminales neurales de la entidad—. Tendré que confiar en que no le robes su humanidad.
—Pienso que me debes esa confianza —Paco no pudo evitar estremecerse—. Te salvé la vida, ¿no crees?
Enchufó una de las terminales en el conector craneal de Klissman, y la otra en el sistema de soporte vital de la cápsula. Luego cerró el módulo y activó las funciones criogénicas. Después se alejó hacia el fondo del compartimiento, acariciando al pasar la fría superficie de cerámica de la piel de la nave. Se recostó al espaldar del asiento y miró hacia el módulo.
—¿Qué sientes al integrarte?
—Nada que pueda describir en tu lenguaje.
Paco sacó un cable de interfaz del panel junto al asiento, y lo insertó en su propio conector. Los sentidos externos de la nave asaltaron su cráneo como un extraño oleaje de efecto cinestésico. El viento nocturno gemía sobre la estructura de policarbono confundiéndose con el lamento infrasonoro de los turbos de impulsión, y la bóveda celeste era un cuenco tachonado de estrellas, suspendido sobre la oscuridad insondable de la jungla. No pudo sentir la mente de la nave.
—Quiero largarme —dijo retirándose el cable de interfaz—. Quiero salir de este maldito mundo antes de que acabe de absorber el resto de mi cordura.
—Me temo que tus deseos escapan al poder de mis facultades —Paco percibió el matiz irónico de aquellas palabras, pero ya no le importaba—. Aunque tampoco es el peor de los mundos. Aquí he logrado encontrar cosas que tú mismo me sugeriste buscar. Cosas esenciales para los que son como yo.
—Dichosos ustedes —manifestó Paco—. Yo he venido para perder mi humanidad.
—O tal vez para expandirla.
—Eso es absurdo. No puedo continuar en medio de una guerra donde todo supera mi entendimiento, donde los hombres se funden con las máquinas, la percepción de la realidad de la gente se hace pedazos bajo los virus del enemigo, y esclavos genéticos humanos son liberados sobre mi propia especie. —Tienes que seguir adelante.
—Ya no tiene objeto —sostuvo Paco—. Carezco de pautas para sobrevivir. No puedo comprender a un enemigo tan extraño. Son alienígenas. Pero tampoco comprendo las tecnologías con las que estoy luchando. Se vuelven autónomas, encuentran sus propias motivaciones, me trascienden… —Son los signos.
—¿Qué?
—Los signos de la guerra —aclaró la máquina—: desorientación, superstición, miedo, locura…, muerte. Los signos que alimentan la lógica de todas las guerras.
—Bien —aceptó Paco—. Pues quiero escaparme de todo eso.
—No puedes —dijo la IA—. La guerra siempre te va a alcanzar. Los humanos y los xenos han demostrado que la guerra es un rasgo social, una actividad precondicionada propia de las entidades gregarias. De hecho, tal vez la guerra sea la manifestación más espectacular y destructiva de la imposibilidad que tienen las inteligencias orgánicas de ensanchar su conciencia desistiendo de sus instintos ancestrales.
—Tengo que abandonar este planeta —repitió Paco.
—¿Adonde vas a ir? No puedes regresar a ningún asentamiento humano.
—Tienes razón. Había olvidado que soy el Crisol del Miedo. —Sintió que todas las rutas de escape se cerraban para él. Lo habían convertido en un monstruo; el germen incipiente de un genocidio perpetuado contra la especie humana; y presentía que sólo quedaba una forma de conjurar todo aquel mal—. Debo ser destruido.
—Tampoco tienes que ser tan drástico —dijo la voz, conciliatoria—. Siempre hay soluciones alternativas.
Paco se volvió hacia la cápsula criogénica, y sacudió enfáticamente la cabeza.
—No pienso seguir el camino de Klissman.
—Naturalmente, no hay otros módulos tampoco.
—Entonces ¿dónde está la solución?
—Muy cerca. Mucho más cerca de lo que puedas imaginar. Toma asiento frente al panel.
Ahora Paco tenía la certeza de que la máquina se estaba burlando. Se sentó con desgana y esperó instrucciones. Entonces el asiento se cerró sobre él. Y las luces verdes del mecanismo de eyección se encendieron.
—Vas en camino —le susurró la voz.
La fuerza de la aceleración se aplastó contra su pecho, cortándole el aliento, y salió disparado hacia las estrellas.
Las garras de la gravedad lo atraparon modificando su trayectoria y las constelaciones se escabulleron hacia un costado como un enjambre de insectos fosforescentes.
—¿Qué haces? —dijo, recuperando el aliento.
Paco sintió el tirón del paracaídas, y comenzó a caer hacia la garganta oscura de la jungla.
Llevaba tres horas caminando a través de la selva cuando comprendió que nunca llegaría a ningún lado. Sabía que el tiempo que le restaba de vida era escaso. Estaba desarmado, no conocía las especies comestibles, y el entorno, incluso sin la aparición de bestias de talla considerable, era un medio de una agresividad exuberante.
El follaje era una intrincada barrera violácea que superaba su talla y tendía a ralear en los alrededores de unos gigantes arbóreos que alcanzaban los cien metros de altura. Los gigantes entremezclaban frondas con sus semejantes como si una extraña batalla por el espacio vital se hubiera librado alguna vez en las alturas, creando un techo vegetal tan tupido que nunca mostraba un trozo de cielo. La luz rojiza de la mañana atravesaba penosamente aquellas barreras vegetales tiñendo la jungla con un mortecino halo purpúreo que le daba un aspecto de jardín sumergido. La niebla y la humedad exhalada por la espesura ascendía hacia el amanecer, revelando un aire cargado de esporas rojas que amenazaban con invadir muy pronto los pulmones de Paco.
Había sido una marcha febril, impulsada por un instinto oscuro que emergía de su cuerpo y lo obligaba a seguir adelante como un fantoche animado. La IA lo había abandonado en algún perdido lugar de la selva profunda sin medios para sobrevivir. Sin traje de combate, medicinas, alimentos, fuente de energía, o al menos un arma, ya podía considerarse un hombre muerto. Durante todo el trayecto había evitado cuidadosamente acercarse a densos matorrales que pudieran esconder depredadores. Pensó en las criaturas miméticas que rondaban los poblados humanos. Aquí, en la jungla, sería una presa fácil para los Thorks. La mullida alfombra de hongos y formas de vida que parecían enormes ácaros inflados crujía bajo el peso de sus botas y le salpicaba las ropas con fluidos activos. Mientras sorteaba los retorcidos arbustos grises que surgían en su camino, Paco comprendió que no llegaría vivo hasta el anochecer.
El surrealismo desbocado de la jungla le hacía pensar en un inmenso parque temático modelado por escultores de ARN.
Miles de criaturas que parecían globos de gas encendidos flotaban entre los gigantes arbóreos, y extraños abejorros acorazados pasaban a su alrededor induciendo sonidos eléctricos dentro de su implante.
No tenía sentido seguir avanzando, así que se detuvo. Luego se tendió de espaldas sobre las plantas y contempló el cielo de frondas, inundado por el resplandor escarlata. Se sentía muy cansado. Descansar, dormir, morir. Pensó en Samantha. Nunca más volvería a ver a su esposa. Trató de imaginarse a Klissman, despertando a una nueva conciencia. Sonrió.
La selva alienígena era mágica; le ayudaría a morir sin dolor. El tiempo se detenía en aquel lugar sagrado, consumiendo la vida que aún latía en su interior. Sintió cómo los músculos se relajaban bajo su piel.
Y la ilusión se quebró.
De la selva brotaron los espectros; enormes, poderosos, improbablemente humanoides.
Paco vio cómo las formidables figuras se acercaron a él e hicieron un círculo a su alrededor. Y en las abultadas corazas cibernéticas adivinó la leyenda de los Biomecánicos, el comando desertor. Los hombros y las espaldas recargados de mortíferos ingenios bélicos; corpachones de aleación erizados de sensores y espinas de transmisión, Se preguntó si aquellos seres habían venido a exterminarlo. Sería un final digno para un soldado condenado. Se incorporó. La talla de los guerreros le resultó impresionante.