—No veo cómo podrían los T5 apoderarse de ellos —razonó para sí mismo Paco.
—Yo tampoco —afirmó Nakamura alcanzando el vaso que Klissman había ignorado. Pero sus dedos se cerraron con demasiada fuerza sobre el recipiente; el vidrio cedió ante la presión excesiva y estalló sonoramente en la mano de la chica—. ¡Mierda! —se enfureció ella contemplando el líquido y la sangre correr por su antebrazo.
Sus dos compañeros se incorporaron inmediatamente para asistirla.
—¿Qué pasa, Yoko? ¿Te sientes mal? —la interrogó Paco advirtiendo la levedad de los cortes.
—No —replicó ella sacudiéndose la mano—. Es sólo que esas luces me asfixian un poco. Están demasiado intensas, brillantes…
—Mucha tensión en esta mesa —murmuró Paco.
—No hay ningún problema con las luces, Yoko —dijo Klissman severo—. No encuentro justificación para esa falta de precisión tuya. Si te sientes mal podemos llevarte a la enfermería. El Sonadero puede esperar.
—Olvídalo, Hans, estoy bien —le tranquilizó ella—. Tal vez esta historia de los desertores me haya avivado viejos recuerdos. —Y añadió incorporándose—: Voy a dar un paseo. Quiero estar sola. ¿Está claro, muchachos?
—Comprendido, pero primero atiéndete esa herida, ¿vale?
—De acuerdo —respondió ella con una sonrisa que casi era una mueca indescifrable, y abandonó el local.
—Está muy rara, ¿no crees? —le preguntó Paco a Klissman.
—Te dije que estamos afectados, Martínez. Lo siento —acotó el BM—. Aunque, en honor a la verdad, esa historia en particular le hace recordar a su padre, Tetsuo Nakamura, teniente de la división Dragón. Desaparecido en combate.
—No sabía que su padre hubiera pertenecido a la Legión.
—Fue hace diez años, cuando la ofensiva de la Federación llegó hasta este sistema. Las alimañas se habían amparado en la jungla y la ecología planetaria era intocable. La famosa división de tropas especiales Dragón, al mando del comandante Stoikovich, descendió en cuatro lanzaderas de combate y desapareció sin dejar huellas. Fue nuestra primera baja de guerra en Aldebarán. Yoko tenía once años entonces, y juró enrolarse en la Legión cuando creciera. Y así lo hizo. —La mirada de Klissman no había abandonado la puerta por donde había salido Nakamura—. Mira, Martínez, no voy a dejar a la chica sola. No la vi nada bien. —Se levantó y añadió—: Si viene el suboficial del Sonadero, no esperes por nosotros. Entraremos más tarde. Ya nos reuniremos cuando termine la sesión.
Se marchó.
Paco se quedó solo en la mesa. La música comenzaba a sedimentarse en su cabeza, como saturando de fútil serenidad la atmósfera de extrañamiento que lo embargaba.
De pronto sintió deseos de continuar su diario. En realidad, más que un diario de campaña era un recurso personal para ordenar sus pensamientos, para aislarlos de la locura que parecía estarse tragando las almas de todos en aquel mundo. Lo había estructurado en forma de capítulos cronológicos, un atisbo de literatura que utilizaba para relatarle a su esposa Samantha los pasajes significativos por los que él transitaba en su afán de supervivencia. A veces una combinación infinita de giros verbales; a ratos un cúmulo de memorias retorcidas en su mente, desencadenándole una danza alternativa de percepción y dolor. Se suponía que algún día, viviera él o no, Samantha podría leer aquel texto. Que entonces se haría una idea más o menos clara del fenómeno irreal en que se había convertido la guerra.
Sacó su chapilla de identificación reglamentaria y encendió el ho-lograma al dorso, con la imagen de su esposa. Ojos claros asomando por entre el cabello moreno que velaba la mitad de su rostro mientras flotaba al viento del atardecer y caía en hebras hacia el torso desnudo y tostado; un leve atisbo de humedad se insinuaba en aquellos labios sonrientes. Al fondo, las nubes parecían moverse, fundiéndose con el horizonte de la playa cubana.
Paco activó el dictáfono del ordenador protésico en su muñeca izquierda y comenzó a narrar.
Ahora que ha pasado tiempo suficiente, que mis recuerdos han logrado organizarse, puedo retornar a nuestro diario, Samantha. Probablemente cuando leas esto —si es que algún día llega a ti— yo estaré muerto. No lo sé. De cualquier manera, ya no importa. Algo irreparable parece habernos ocurrido. Yoko y Klissman, pese a sus diferentes naturalezas, se están volviendo igualmente inestables. También yo estoy cambiando; una especie de sentimiento de pérdida me embarga, un miedo interno… no sé.
Tal vez sea sólo la respuesta tardía de nuestros subconscientes, sobrecargados por la experiencia de ayer, pero… Quizá deba comenzar por el principio, ser lógico.
Y el principio fue ayer.
Volvíamos a la base después de una jornada extenuante…
Volvíamos a la base después de una jornada extenuante. La formación del pelotón aéreo era una enorme V con una separación de tres kilómetros entre cada nave, y nosotros estábamos cubriendo la última posición del ala derecha. Volábamos en piloto automático, a un kilómetro de altura. La imagen de la base aparecía en mi mente como una dulce promesa de reposo.
—Hay un hombre allá abajo, en la explanada… —las palabras de Klissman quebraron aquella promesa y se convirtieron en el preludio de la pesadilla que se desencadenó después.
Yoko y yo saltamos al unísono y conectamos nuestros binoculares de visión amplificada.
Y lo vimos. La imagen absurda, casi imposible, de un hombre desnudo que corría veloz a través de una faja de suelo desprovista de vegetación. Parecía un mal sueño; y lo era.
En la carlinga, Klissman enchufó la línea del panel de mandos a su conector craneal, y asumió el pilotaje. Inmediatamente el Scorpio efectuó una picada que hizo protestar a mis tímpanos rabiosamente.
—Es uno de los nuestros —aventuró Yoko desde su puesto. La figura corría desenfrenadamente a lo largo de la explanada limítrofe con la jungla. No nos podía distinguir; se movía como un animal salvaje, desesperado, perseguido por un depredador—. Está huyendo de algo —señaló ella hacia un punto en el follaje ubicado a doscientos metros del humano.
Una ola de vegetación violácea se propagaba a gran velocidad, paralelamente al fugitivo. Cazadores xenoides deslizándose al amparo de la jungla. No dudé ni un segundo más. Activé el cañón de plasma a través de mi implante de artillería, y fijé el objetivo. La mira virtual apareció en mi sistema óptico como una matriz de haces electrónicos, rastreando su blanco con cibernética precisión. Ordené fuego y el arma escupió una mortífera andanada sobre el enemigo oculto. Las descargas de plasma se convirtieron en florecientes soles blancos que al estallar vaporizaron una considerable porción de la jungla; el fragor ensordecedor y la onda expansiva alcanzaron al humano, derribándolo en el momento en que lo sobrevolábamos con intención de que nos advirtiera. Hicimos una curva cerrada y nos detuvimos a diez metros sobre el nivel del suelo mientras él se incorporaba y miraba sorprendido hacia atrás. Finalmente nos vio. Parecía petrificado de miedo, como si no comprendiera.
—¡Eh, muchacho! —le voceó Yoko desde la escotilla abierta—. Somos de los tuyos. Estás a salvo, monta.
Y entonces recibimos un impacto electromagnético. Los circuitos del Scorpio aullaron su explosiva agonía electrónica y comenzamos a caer sin control bajo el implacable abrazo gravitatorio. De cualquier modo tuvimos mucha suerte: nuestro piloto no era un humano común. Sus reflejos biónicos, cinco veces más rápidos que los nuestros, conectaron en el último momento los retropropulsores de emergencia, y la catástrofe fue amortiguada lo suficiente como para que no nos rompiéramos el cuello. Yoko y yo rebotamos dentro de nuestros arneses de seguridad como muñecos sin voluntad, escuchando morir la nave en medio del estruendo.
—¿Están bien allá atrás, muchachos? —había una nota de alarma en la voz de Klissman.
—¡Mierda! Estamos perfectamente —protestó Yoko, y nos pusimos en pie, liberándonos de los arneses. Yo todavía estaba medio aturdido, desenfocado.
—Bien —dijo Klissman desde la carlinga—. Nuestro chico se marcha.
Encendimos nuestros trajes de combate —que afortunadamente habían estado desactivados cuando nos llegó el impacto EM— y nos asomamos por la escotilla. La figura desnuda reemprendía la carrera en dirección a una especie de abertura en el terreno. Yoko, asombrada, exclamó algo en japonés, aseguró su armamento y saltó a la explanada.
—¿Adonde vas? —alcancé a gritarle, confundido.
—Voy a buscarlo —vociferó mientras corría.
Reprimí una maldición y tomé mis armas rápidamente. Salí. Klissman ya estaba allí, con su coraza puesta; advertí los senderos de sangre surcando sus manos y su rostro. El ignoró mi mirada.
—Ve tras ella —me ordenó.
—Pide ayuda —le sugerí, y salí a toda la velocidad que me permitía desarrollar mi traje cibernético. En la carrera fui activando vocalmente las interfaces de combate, y conecté todas mis armas al ordenador del traje. Yoko era una silueta furtiva con el primario de Aldebarán desprendiéndole reflejos broncíneos a su armadura. Llegó al agujero y sin vacilación se metió por él.
Esta vez sí maldije. Tenía la sensación de que el mal sueño se estaba prolongando demasiado. Me detuve dudoso en aquel umbral de contornos artificiales, y la llamé por el canal de audio.
—¡Yoko! ¿Qué haces? Esto es un nido de alimañas. No puedes meterte ahí sola.
—Lo siento, Paco —me respondió—, es uno de los nuestros, y hay que sacarlo de aquí.
—Pero el tipo no está en sus cabales —protesté mirando aprehensivamente hacia el Scorpio abatido—. Ni siquiera nos reconoció. Debe de estar en un estado de shock cataléptico…
—No sé. Tal vez esté aterrorizado, tal vez las alimañas le hayan convertido en una mascota, pero tenemos que sacarlo de ahí a toda costa. El tipo no es responsable de sus actos. Puede haber otros, y de todas formas hay que destruir este nicho.
—De acuerdo —asentí—. Quizá tengas razón, pero hay que esperar a que lleguen refuerzos. No tenemos el equipamiento…
—Yo ya estoy en camino —aseguró ella con determinación—. No voy a volverme atrás.
Por la explanada venía Klissman. Sobre sus hombros había logrado acomodar el cañón de plasma. Bendije en silencio sus músculos de cultivo, su estructura ósea reforzada y la ayuda extra que le suministraba la armadura. Llegó hasta mí y emplazó la pieza de artillería junto a la entrada del nicho.
—Cúbrela, Martínez, encárgate de que regrese sana y salva —fue su respuesta a mi interrogante mirada—. Yo me ocupo de asegurarles las espaldas, y de llamar al resto de la escuadra. Tengo las coordenadas en la cabeza.
En fin; ajusté el visor sobre mis ojos y me adentré en la pesadilla. La oscuridad me envolvió en su abrazo de ominosa bienvenida. El túnel subterráneo era lo suficientemente ancho como para permitir que tres efectivos humanos caminaran de frente. Sin embargo, la anchura de la caverna circular me resultaba tan opresiva como un presagio de asfixia. Las paredes, verdosas en mi pantalla de visión nocturna, estaban recubiertas por una sustancia resinosa que parecía rezumar extrañas secreciones, y me hacía pensar en la garganta de un gigantesco organismo. La bajada se hizo abrupta de repente y las lecturas de calor y humedad aumentaron.
—May Day, May Day —escuché en el traje—, aquí Hans Klissman, reportando desde… —y seguía una serie de códigos. En unos minutos las tropas estarían aquí. Aquel pensamiento me hizo sentir mejor.
—Yoko —llamé por el canal interno, a la vez que el traje me inyectaba mi dosis de droga de combate—. Ahora soy tu sombra. ¿Puedes esperarme? No te distingo.
—Trataré de ir más lenta, pero no puedo detenerme —fue su respuesta—. Recuerda que estoy a la caza del hombre. Ahora mismo estoy siguiendo su huella térmica. Y se mueve rápido.
—Pero ¿cómo puede orientarse en la oscuridad?
—No lo sé —dijo—. Puede que esté adaptado, o se lo sepa de memoria, lo cual, tratándose de un nicho xenoide, nos da pie para un par de lindas especulaciones.
Yo no estaba de humor para discutirlo, así que le pregunté:
—¿Qué distancia has recorrido desde el exterior?
—Unos quinientos metros, dice mi lector. Y déjame advertirte algo: por el camino tropecé con cuatro túneles secundarios, todos a la izquierda, que desembocaban en este pasillo principal. Llevaba mucho apuro entonces y no me dio tiempo a «marcarlos». ¿Podrías encargarte de ello?
—De acuerdo —respondí—. Si aparece alguno a la derecha, es tuyo. —Y comencé a avanzar rápidamente. Los sensores indicaban que sólo me separaban de ella cuatrocientos metros. La familiar tensión que me invadía cada vez que me metía en uno de aquellos condenados laberintos, se me alojaba en el pecho y pugnaba por extenderse como fuego líquido a través de toda mi red nerviosa. Para colmo, mi mente no se estaba comportando de la manera adecuada, parecía ansiosa.
No podía evitar que las imágenes de los seres a cuyo encuentro me dirigía, brotaran de mi memoria como espectros invocados por las tinieblas circundantes. Nada en el mundo podría acostumbrarme a la visión de unas criaturas que, por pura convergencia evolutiva, parecían gigantescos y horrendos insectoides hexápodos, de tres metros de longitud; pero que en realidad eran el resultado exótico de una biología ajena a la terrestre. Nuestros xenólogos decían que la biología de los alienígenas estaba basada en la silicona, y que de un modo u otro, toda su tecnología —incluidas sus naves y sus ordenadores— era de origen biorgánico. Definitivamente, yo no lograba aceptar la idea de que un ser que ha reemplazado el carbono por el silicio en sus estructuras moleculares, y que posee un esqueleto de silicato orgánico, pudiera ser un respirador de oxígeno, igual que nosotros.
Seguí avanzando, cuidando de no rozar con las paredes que se tornaban más viscosas a cada paso. Podía sentir mis niveles de adrenalina mezclarse sutilmente con el empuje de la droga de combate: miligramos de Metanec invadiendo mi torrente sanguíneo. Cuando encontré el túnel perpendicular tenía la completa sensación de que el enemigo se hallaba muy cerca, esperando agazapado su oportunidad para hacerme pedazos. El tableteo del arma de Yoko resonó en mi implante de audio y la escuché maldecirlos en su lengua natal. La verdadera cacería había comenzado. Casi inconscientemente me conecté a sus ojos; una abrupta sacudida de estática neural precedida por el barrido del sistema óptico de mi compañera. Mi cerebro dudó un instante antes de ajustarse a las referencias cruzadas de las señales de mi cuerpo y la visión de la chica. Los haces de energía trazaban sendas fosforescentes en el visor de su yelmo, pulverizando a los enormes xenoides que saltaban hacia ella.