Premio UPC 2000 (50 page)

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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
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Paco salió a la expresovía del hotel, tomó el monorriel vertical y descendió a la ciudad.

Pidió un taxi y remontó por encima de los brazos espirales de Praga sin un propósito definido. Desde arriba, la terminal DTS era una gigantesca rosa de color gris, ribeteada por las cintas de inducción que se dirigían hacia las pistas flotantes de los transbordadores estratosféricos. El aroma de las flores transgénicas perfumaba el ambiente de las plazas y las avenidas del Centro Artístico, donde la industria NanoTec edificaba una ciudadela.

Almorzó en uno de los niveles de un lugar llamado Galería Kwa-saki. Bajo la terraza, el tráfico humano lo inundaba todo y el aire se llenaba de música e idiomas foráneos. Los ciudadanos locales se distinguían por las variaciones cromáticas que teñían sus cabellos de eléctricos escarlatas, fucsias, verdes, cian, naranjas y jade. La iconografía semiótica europea asaltaba el cerebro de Paco con subliminales de productos en boga. La música morph era como un viento de significados arcanos que flotaba en el aire, y las proyecciones de la megaestrella, Ebony, aparecían abruptamente en sus retinas. Europa estaba en plena euforia musical; el morph era el sonido del momento, y Praga era la sede del último concierto mundial de Ebony. La belleza negra, casi egipcia por los rasgos de sus ojos y la suave estructura de sus huesos, estaba imponiendo en el continente toda una moda Ebony; estética afroide, drelos estilizados y ojos de diseño.

Los medios masivos informaban de que, a pesar de su éxito, Ebony ni siquiera estaba «despierta» legalmente. Llevaba dos años en estado de criosueño, pues había decidido esperar un siglo para volver a la vida; de modo que ahora un constructo de personalidad artificial con proyección holográfica, comparecía en los espectáculos y daba entrevistas a través de la Red, mientras los dueños corporativos de sus derechos musicales se encargaban de administrar sus ganancias.

Un par de chicas holandesas, aparentemente atraídas por su estereotipo de macho latino, se sentaron a su mesa y le hicieron propuestas sexuales, pero él declinó cortésmente las ofertas; aún no se sentía listo para involucrarse con un par de subprogramas del Sonadero. No podía dejar de pensar que todo aquel paraíso multisensorial no transcurría en tiempo real, sino que era una recreación artificial dentro de un ordenador interactivo; estímulos neurales simulados por impulsos electrónicos y psicológicamente estructurados para que la mente de los soldados durante el descanso subjetivo paliara los horrores de la realidad; tan sólo un interludio fantástico en el interior del verdadero caos.

La Tierraera demasiado feliz. Nadie hablaba de los aliens. Era algo que Paco había aprendido en todos sus periplos por ciudades virtuales: la guerra era un tema inexistente para la gente que las habitaba. Todo aquello era una falsedad. La economía de la Tierra, así como la de los otros mundos de la Federación, estaría atravesando por un fuerte período de austeridad, volcada hacia la industria militar como nunca antes en su historia. La supervivencia de la especie estaba en juego.

Inconscientemente, acudían a él las imágenes veloces, fragmentadas, casi superpuestas, de la colonia Fénix convertida en un desierto radiactivo, donde los huesos de cincuenta millones de seres humanos se hacían polvo lentamente; los hábitats orbitales muertos; las poblaciones de las colonias terraformadas atacadas con venenos hormonales; los robots guerreros avanzando solitarios por los campos de batalla tóxicos en el mundo Auriga III… Sacudió la cabeza para apartar los recuerdos, pagó con su chip subcutáneo y salió a la calle. Necesitaba olvidar urgentemente, y el clima festivo de la ciudad era ideal para ello.

La multitud lo arrastró avenida abajo hacia el corazón del movimiento: la zona de concierto. Cuando el resplandor del sol desapareció detrás del horizonte, se procuró un sitio cómodo para apreciar el evento. La plataforma central del espectáculo era una pirámide truncada, con los holoproyectores distribuidos estratégicamente sobre su superficie; a su alrededor, la noche era un arco iris de neones en fuga. Sobre toda la zona de concierto el cielo se llenaba de cámaras-robot, vehículos en suspensión, y burbujas de monoperspex colorido que a lo lejos parecían enormes huevos Fabergé flotando sobre un paisaje de Miró.

El gentío se agitaba, exaltado. El aire parecía sobrecargado de estática emocional.

Cerca de él, un grupo de andróginos adolescentes, mostrando claras exhibiciones de remodelación quirúrgica facial y tinturas dérmicas de estética Ebony, comenzó a gritar frenéticamente.

De pronto, como salida de otra dimensión, la figura semidesnuda de Ebony se materializó sobre la plataforma. La imagen tenía una altura de diez pisos, y estaba rodeada de un halo violáceo que la hacía parecer una impúdica diosa de hielo sobre su altar de mármol. Parecía dormida, pues los ojos estaban cerrados; el latido de su corazón, amplificado un millón de veces, tronaba sobre el público. El morph entró en sus cabezas impregnado de místicas resonancias, sofocando el bramido éxtasis de la multitud; sonidos que descargaban sobre ellos el poder de la sugestión sensorial. Del cielo comenzó a caer una lluvia fosforescente.

Entonces los párpados de la diosa se abrieron y Paco dejó de escuchar la música. El mesmerismo de aquellos ojos de azogue lo paralizó en contra de su voluntad; parecían pozos gravitatorios atrapando los estilos de luz y distorsionando las imágenes periféricas, como si su solo influjo tornara irreal el resto del universo.

La silueta de Ebony comenzó a disolverse en medio de una metamorfosis abrupta que la convirtió en una oscilante constelación de estrellas fractales. Algo estaba desplazando la realidad artificial en los circuitos cerebrales de Paco. Una alarma se encendió en su interior.

La mancha fractal mutó hacia una forma viviente, oscura y horrorosamente xenomórfica. El alienígena parecía una desproporcionada mantis religiosa, a punto de saltar. Paco tuvo la absurda sensación de que aún se encontraba en el nido xenoide, de que nunca había salido de allí; como si el regreso a la Madriguera, el Sonadero, y la Praga virtual hubieran sido producto de una ilusión patológica.

—No trates de escapar —la voz emergió en su cabeza con un siseo doloroso—. Estamos dentro de ti. Somos parte de tu mente.

La grotesca cabeza del xeno estaba inmóvil, pero los segmentados bulbos sensoriales despedían verdosos destellos actínicos.

—Estoy soñando —declaró Paco, percibiendo su propia fragilidad mental-Estoy en REM, y los técnicos del Sonadero me están borrando los recuerdos. Eres un delirio, una asociación…

—Somos.
Hay toda una especie dentro de ti, ahora —la intensidad de aquella presencia aumentó palpablemente, en contra de su voluntad—. Aunque más que una especie, somos el mensaje de esa especie. Y tú eres el conducto. —¿Por qué yo?

—Azar. Al fin estamos listos para hacerles llegar el mensaje —dijo aquello—. Pero el cerebro humano es difícil; el proceso de pensamiento, demasiado abstracto para hacerse legible —la sintaxis del extraño se torcía hasta empotrarse en la lógica humana. Supo entonces que los alienígenas habían logrado construir un protovirus compatible con la neuroquímica de los seres humanos, y él había resultado ser el receptor; que el protovirus había tejido un puente sináptico en su sistema límbico, y durante tres días fue depositando la subyacente información xenoide en los códigos del lenguaje humano.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó Paco, deseando acabar con el dolor/sorpresa que lo invadía.

—Queremos que vuelvas a tu mundo —le respondió el ser—. Queremos que tu especie sepa que está derrotada, que su tiempo de vida está finalizando.

—¿Por qué? —exigió él sin contención—. ¿Por qué tenemos que morir?

—El equilibrio del universo debe ser restaurado.

—¿Qué tipo de equilibrio? —balbució Paco estupefacto—. No creo entenderte.

—La estructura del universo es sostenida por líneas energéticas que atraviesan y contienen todo lo que existe en el espacio-tiempo. Las especies inteligentes más sabias viven el tiempo suficiente para comprender que el universo funciona como una entidad viviente, sensible a ciertas singularidades internas. Las líneas energéticas de las cuales depende el universo están siendo alteradas por el Hombre.

—Imposible —protestó Paco con vehemencia—. Ni siquiera hemos ido muy lejos, a escala galáctica.

—Así es. Sin embargo, han hecho ya bastante daño. Todas las especies que navegan entre las estrellas han sabido vivir en armonía con su entorno entrópico. Los humanos y sus máquinas, en cambio, parecen generar un tipo especial de antienergía que ha roto el aislamiento termodinámico local, y amenaza con sembrar el caos por todo el universo. Ustedes son una enfermedad.

—Pero si todo eso fuera cierto, deberían darnos una oportunidad —una chispa de esperanza se encendió en él—. Podemos madurar como especie. Fueron ustedes los que se negaron a establecer contacto. Juntos crearemos los protocolos de comunica…

—No, humano —le interrumpió el alienígena—. Tu especie es demasiado impetuosa para detenerse, demasiado ciega para aceptar que el peligro que nos amenaza a todos emana de su propia existencia. Ya ha sucedido en el pasado remoto: aparecen entidades, o razas perversas, errores en el esquema universal, que han tenido que ser exterminadas por civilizaciones vecinas.

Todo era absurdo, erróneo; alguien lo había introducido en una ensoñación incoherente. Deseaba despertar.

—Debes volver a tu mundo original —repitió el ser—. Muy pronto, sobre los dominios humanos, caerá una plaga que destruirá tu especie. Tú debes anunciarles esto. Que sepan por qué se les aniquila.

No quiero ser ningún profeta,
pensó Paco.

—Todavía no nos han derrotado, místicos hijos de puta-gritó desafiante. En algún lugar allá fuera el biomonitor tendría que indicar que algo iba mal.

—Lo entenderás —sentenció el xeno—. Regresa y encuentra la paz.

—¡Dios! Cuánta arrogancia.

Regresa. Regresa,
y el sueño se esfumó.

2
EL CRISOL DEL MIEDO
IV

Paco despertó a la realidad del Sonadero. La misma escena apacible de úteros mecánicos poblando el recinto, luces tenues titilando al compás de los ritmos biológicos de los soñadores. El médico tras la consola de control no parecía el mismo de la vez anterior. Tampoco había rastros de la androide, y Paco se alegró. No quería volver a sentirse auscultado por aquellos ojos. El otro se le acercó diligente y lo ayudó a incorporarse del simulador.

—¿Descansó lo suficiente, Martínez? —inquirió con una sonrisa, y Paco recordó el extraño sueño, su contacto mental con el alienígena. Contempló turbado los ojos del médico, pero no encontró ni un atisbo de ironía en ellos. Evidentemente, lo ocurrido en el interior de su cabeza no había dejado huellas en los sensores del módulo. Tan sólo un estado onírico más, un sueño inatrapable. Era mejor no preocuparse por ese desliz de su mente.

Sin embargo, mientras tomaba una ducha de reanimación y luego se vestía, la sensación de intrusión mental se negó a abandonarlo. Necesitaba ver a Yoko y a Klissman para contarles aquello, pero el médico le informó que ellos habían salido de los simuladores un par de horas atrás.

Abandonó el Sonadero y los buscó por diferentes locales del edificio de recreación. No tuvo suerte. Cambió de táctica y trató de localizarlos a través del implante de comunicación, pero los canales de ambos parecían estar fuera de servicio. Absurdo.

De todos modos se sentía famélico, así que interrumpió su búsqueda y se dirigió a uno de los refectorios del cuartel.

El lugar se hallaba atestado de soldados de tránsito. Unos llegaban para disfrutar de su merecida tregua; otros, como él, se tomaban un ligero descanso, antes de regresar a la guerra. Todas las mesas estaban ocupadas, algunas rebosaban de gente parloteando acerca de misiones y asedios, amantes y enemigos. El techo y las paredes del refectorio eran una perfecta holografía que mostraba en tiempo real un paisaje boscoso de la Tierra, y ahora el resplandor tenue del atardecer se filtraba a través de los árboles circundantes salpicando de matices áureos los rostros de los comensales. Una llovizna de otoño repiqueteaba contra la cúpula de vidrio simulada, y los senderos de agua se deslizaban sinuosos sobre su superficie. El aire estaba lleno de voces y olor a comida.

Paco divisó una mesa pequeña ocupada por un hombre musculoso de piel oscura y rostro enjuto, que tomaba una cerveza. Se acercó a él con su bandeja de comida y pidió permiso para sentarse.

—Por supuesto, compañero —le respondió el hombre con sonrisa cansada, exhausta la mirada. Mientras lo miraba de reojo, Paco comenzó a comer su guisado. El otro, ensimismado, parecía no notarlo. Después de un rato, Paco decidió quebrar el ostracismo de su compañero de mesa.

—Paco Martínez. Segundo Ejército. División 98 —dijo extendiéndole su mano derecha.

El hombre pareció despertar de un sueño y su mirada cobró vitalidad.

—Joáo —fue su lacónica respuesta—. Joáo De Sousa.

La mano del otro era un roble nudoso, y Paco creyó percibir una tremenda energía atrapada en el interior de aquella persona. Le pareció una excelente forma de exorcizar el demonio que llevaba en su mente.

—¿Entras o sales? —le preguntó.

—Entro, gracias a la Virgen y a todos los santos —respondió De Sousa, casi alegremente. Un entramado de finas arrugas nacía alrededor de sus ojos, abriéndose paso hasta alcanzarle las sienes—. ¿Y tú?

—Salgo —le dijo Paco.

—Jodida suerte, compañero.

—¿A qué ejército perteneces?

—A ninguno aún. Acabo de llegar y ya entro durante diez días en el Limbo —se encogió de hombros—. El equivalente de un mes subjetivo, me dicen.

—Pero si eres un recién llegado —se sorprendió Paco—, ¿cómo es que vas directo al Sonadero?

—Me lo deben, compañero. Terapia. ¿O es que no sabías lo que sucedió con el
Victoria
, mientras tú combatías acá abajo? —El silencio de Paco le dejó momentáneamente perplejo, pero pronto pareció comprender—. Claro —asintió—, no sabes nada. No te han dicho. Es lógico; no quieren desmoralizar a las tropas.

—¿Qué quieres decir? —Paco olvidó su almuerzo de golpe.

De Sousa se inclinó sobre la mesa con aire de conspirador.

—¿No escuchaste hablar de los refuerzos que el transporte de tropas
Victoria
traía para Aldebarán?

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