Presa (38 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
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Las otras tres figuras escapaban también. A toda velocidad, transmitiendo una clara sensación de pánico. ¿Temían los enjambres al helicóptero? Eso parecía. Y mientras observaba comprendí por qué. Pese a que los enjambres eran ahora más pesados y densos, aún eran vulnerables a los vientos fuertes. El helicóptero volaba a una altura de poco más de treinta metros, pero la corriente de aire descendente bastó para deformar a las figuras, aplanándolas parcialmente mientras huían. Era como si las hubieran aplastado de un mazazo.

Las figuras desaparecieron en el interior del nido.

Miré a Mae. Estaba en el lecho de la torrentera. Hablando por su radio al helicóptero. Había necesitado la radio, después de todo.

—¡Vamos! —me gritó, y empezó a correr hacia mí.

Noté vagamente la presencia de Bobby, que se alejaba rápidamente del montículo, de regreso a su quad. Pero no había tiempo para preocuparse por él. El helicóptero permanecía suspendido sobre el nido. Los ojos me escocían a causa de la nube de polvo que levantaba.

En ese momento Mae llegó a mi lado. Nos quitamos las gafas y nos pusimos las mascarillas de oxígeno. Se volvió hacia mí y accionó la válvula de la botella que llevaba a la espalda. Hice lo mismo por ella. A continuación volvimos a colocarnos las gafas de visión nocturna. Me sentía cubierto de artefactos. Mae prendió una lámpara halógena de mi cinturón y otra del suyo. Se inclinó hacia mí y, gritando, preguntó:

—¿Preparado?

—Sí, preparado.

—Bien, vamos.

No había tiempo para pensar. Mejor así. El remolino provocado por el helicóptero me zumbaba en los oídos. Mientras trepábamos por la pendiente del montículo, el viento agitaba nuestra ropa. Alcanzamos el borde, apenas visible en la espesa nube de polvo. No veíamos nada más allá. No veíamos qué había abajo. Mae me cogió de la mano y saltamos.

Día 6
23.22

Caí sobre piedras sueltas, y medio tambaleándome, medio deslizándome, bajé por la pendiente hacia la entrada de la cueva. El zumbido de las hélices del helicóptero era atronador. Mae estaba a mi lado, pero apenas la veía en la densa polvareda. No había figuras de Ricky a la vista. Nos acercamos a la entrada de la cueva y nos detuvimos. Mae sacó las cápsulas de termita. Me dio las mechas de magnesio. Me lanzó un encendedor de plástico. ¿Eso es lo que vamos a utilizar?, pensé. Mae tenía la cara parcialmente cubierta de polvo. Y los ojos ocultos detrás de las gafas de visión nocturna.

Señaló hacia el interior de la cueva. Asentí con la cabeza.

Me tocó el hombro y señaló mis gafas. No la entendí, así que alargó el brazo hacia mi mejilla y pulsó un interruptor.

—¿… ahora? —preguntó.

—Sí, te oigo.

—Muy bien, vamos.

Entramos en la cueva. El resplandor verde se había desvanecido en el espeso polvo. Solo llevábamos luces infrarrojas en las gafas de visión nocturna. No vimos figuras. No oíamos nada salvo el zumbido del helicóptero. Pero a medida que nos adentramos en la cueva, el sonido fue extinguiéndose.

Y a medida que se extendía el sonido, disminuía el viento.

Mae estaba concentrada.

—¿Bobby? ¿Me oyes?

—Sí, te oigo.

—Ven aquí de inmediato.

—Intento…

—No intentes. Ven aquí, Bobby.

Moví la cabeza en un gesto de negación. Conociendo a Bobby Lembeck, sabía que nunca bajaría allí. Doblamos el recodo, y no vi nada excepto polvo en suspensión y los imprecisos contornos de las paredes. Allí las paredes parecían uniformes, sin huecos donde esconderse. De pronto, justo enfrente, vi surgir de la oscuridad una figura de Ricky. Inexpresivo, se acercaba a nosotros. Luego apareció otra figura a la izquierda, y otra más. Las tres formaron una línea. Marcharon hacia nosotros a paso regular, sus rostros idénticos e inexpresivos.

—Primera lección —dijo Mae, tendiendo la cápsula de termita.

—Esperemos que ellos no la aprendan —comenté, y encendí la mecha. Despidió chispas blancas.

Mae lanzó la cápsula al frente. Cayó a un metro del grupo que avanzaba. Sin prestarle atención, mantuvieron la mirada fija en nosotros.

—Tres… dos… uno… Y vuélvete.

Me di la vuelta y me agaché, escondiendo la cabeza bajo el brazo al tiempo que una esfera de cegadora luz blanca llenaba el túnel. Aunque tenía los ojos cerrados, el brillo era tan intenso que vi puntos al volver a abrir los ojos. Me volví de nuevo.

Mae ya se había puesto en marcha. El polvo del aire presentaba un color ligeramente más oscuro. No vi indicios de las tres figuras.

—¿Han escapado?

—No. Se han vaporizado —contestó Mae. Parecía satisfecha.

—Situaciones nuevas —dije.

Me sentía más optimista. Si los supuestos del programa se mantenían, los enjambres se debilitarían al reaccionar a situaciones verdaderamente nuevas. Con el tiempo aprenderían; con el tiempo desarrollarían estrategias para hacer frente a las nuevas condiciones. Pero inicialmente la respuesta sería desorganizada, caótica. Ese era un punto débil de la inteligencia distribuida. Era potente y era flexible, pero reaccionaba con lentitud a los acontecimientos sin precedentes.

—Esperemos —respondió Mae.

Llegamos a la abertura en el suelo de la caverna que ella había descrito. Con las gafas de visión nocturna, vi una especie de rampa. Cuatro o cinco figuras ascendían hacia nosotros, y detrás parecía haber más. Todas se parecían a Ricky, pero muchas estaban peor formadas. Y las del fondo no eran más que nubes arremolinadas. El sonido palpitante era muy audible.

—Segunda lección.

Mae tendió una cápsula. Chisporroteó cuando la encendí. La dejó rodar suavemente por la rampa. Las figuras vacilaron al verla.

—Maldita sea —exclamé, pero había llegado el momento de agacharme y protegerme los ojos del destello. Dentro de aquel restringido espacio se produjo un bramido de gas en expansión. Noté una ráfaga de intenso calor en la espalda. Cuando volví a mirar, la mayoría de los enjambres habían desaparecido. Pero unos cuantos permanecían, aparentemente intactos.

Estaban aprendiendo.

Deprisa.

—Siguiente lección —dijo Mae, esta vez tendiendo dos cápsulas.

Encendí las dos, y ella dejó caer una rodando y lanzó la otra rampa abajo. Las explosiones sonaron simultáneamente, y una potente ráfaga de aire caliente subió hacia nosotros. Se me prendió la camisa. Mae la apagó con la palma de la mano, con una sucesión de rápidos golpes.

Cuando miramos de nuevo, no había a la vista ni figuras ni enjambres oscuros.

Descendimos por la rampa, adentrándonos en la cueva.

Habíamos empezado con veinticinco cápsulas de termita. Nos quedaban veintiuna, y solo habíamos recorrido una corta distancia rampa abajo hacia la amplia cámara del fondo. Ahora Mae avanzaba apresuradamente —yo tenía que apretar el paso para no quedarme rezagado—, pero su intuición era buena. Los pocos enjambres que cobraron forma ante nosotros retrocedieron rápidamente al acercarnos.

Estábamos empujándolos hacia la cámara inferior.

—Bobby, ¿dónde estás? —preguntó Mae.

El auricular crepitó.

—… intentando… llegar…

—Bobby, date prisa, maldita sea.

Pero seguíamos adentrándonos en la caverna, y pronto solo oíamos interferencia estática. Allí abajo, el polvo flotaba en el aire, difuminando los haces de los rayos ultrarrojos. Veíamos claramente las paredes y el suelo justo enfrente de nosotros, pero más allá la negrura era absoluta. La sensación de oscuridad y aislamiento resultaba aterradora. No sabía qué tenía a uno u otro lado a menos que volviera la cabeza, recorriendo el espacio con la luz. Empecé a percibir de nuevo aquel olor a putrefacción, penetrante y nauseabundo.

Se acababa la pendiente. Mae conservó la calma; cuando zumbó ante nosotros media docena de enjambres, me tendió otra cápsula para que la encendiera. Antes de que llegara a prender la mecha, los enjambres se apartaron. Ella avanzó en el acto.

—Viene a ser como domar a un león.

—De momento —dije.

No sabía cuánto tiempo podríamos continuar así. La cueva era enorme, mucho mayor de lo que había imaginado. Veintiuna cápsulas no parecían suficientes para llegar al final. Me pregunté si también Mae estaría preocupada. No lo parecía. Pero probablemente se debía a que no lo exteriorizaba.

Algo crujía bajo mis pies. Bajé la vista y vi el suelo cubierto de millares de pequeños y frágiles huesos amarillos. Como huesos de pájaro. Solo que eran huesos de murciélago. Mae tenía razón: se los habían comido. En el ángulo superior de mi imagen de visión nocturna, empezó a parpadear una luz roja. Era algún tipo de aviso, probablemente la batería.

—Mae…

La luz roja se apagó tan pronto como se había encendido.

—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Qué pasa?

—Da igual.

Y por fin llegamos a la amplia cámara central, salvo que ya no había cámara central. Ahora el extenso espacio estaba lleno desde el suelo hasta el techo de esferas oscuras, de alrededor de medio metro de diámetro, y erizadas de púas. Parecían enormes erizos de mar. Se hallaban apiñados en varios grupos. Estaban después los de manera ordenada.

—¿Es esto lo que creo que es? —preguntó Mae con voz serena, distante. Casi académica.

—Sí, eso creo —contesté. A menos que estuviera equivocado, aquellos racimos erizados eran una versión orgánica de la fábrica que Xymos había construido en la superficie—. Así es como se reproducen.

Di un paso al frente.

—No sé si debemos entrar…

—Tenemos que hacerlo, Mae. Fíjate, tiene un orden.

—¿Crees que hay un centro?

—Quizá.

Y si lo había, mi intención era lanzar allí la termita. Seguí avanzando.

Moviéndome entre los racimos experimenté una extraña sensación. Un líquido espeso como una mucosidad resbalaba de las puntas. Las esferas parecían recubiertas de un viscoso gel que temblaba produciendo la impresión de que todo el racimo se agitaba, estaba vivo. Me detuve para observar más atentamente. Entonces vi que la superficie de las esferas estaba realmente viva: dentro del gel reptaban y se retorcían masas de gusanos negros.

—Dios mío… —exclamé.

—Estaban aquí antes —dijo Mae serenamente.

—¿Qué?

—Los gusanos. Vivían en la capa de murcielaguina del suelo de la cueva cuando vine aquí. Comen materia orgánica y excretan un compuesto con alto contenido en fósforo.

—Y ahora participan en la síntesis del enjambre —añadí—. Eso no requirió mucho tiempo, solo unos días. Coevolución en acción. Las esferas probablemente proporcionaban alimento y de algún modo recogían sus excrementos.

—O los recogían a ellos —dijo Mae secamente.

—Sí. Quizá. —No era inconcebible. Las hormigas criaban áfidos, tal como nosotros criábamos vacas. Otros insectos cultivaban hongos en huertos para comer.

Nos adentramos en la cámara. Los enjambres se arremolinaban alrededor de nosotros, pero se mantenían a distancia. Probablemente otro acontecimiento sin precedentes: intrusos en el nido. No habían decidido qué hacer. Me movía con cuidado; en algunos lugares el suelo estaba cada vez más resbaladizo. Había una especie de denso lodo en el suelo. En algunos sitios emitía un resplandor verde veteado. Las vetas parecían ir hacia el interior, hacia el centro. Tuve la sensación de que el suelo descendía en suave pendiente.

—¿Cuánto más debemos entrar? —preguntó Mae. Aún parecía serena, pero yo no creía que lo estuviera. Tampoco yo lo estaba; al volver la vista atrás, no veía ya la entrada de la cámara, oculta tras los racimos.

Y de pronto llegamos al centro de la cámara, porque los racimos terminaban en un espacio abierto, y justo enfrente vi lo que parecía una versión en miniatura del montículo exterior. Era un montículo de un metro veinte de altura más o menos, perfectamente circular con paletas planas que se extendían hacia fuera. También presentaba vetas verdes. Un humo claro se elevaba de las paletas.

Nos acercamos.

—Está caliente —observó Mae. Y así era. El calor era intenso; por eso humeaba—. ¿Qué crees que hay ahí dentro?

Miré al suelo. Vi que las vetas verdes iban desde los racimos hasta este montículo central.

—Ensambladores —contesté.

Los erizos generaban materia prima orgánica. Esta fluía hacia el centro, donde los ensambladores producían las moléculas acabadas. Allí era donde tenía lugar el ensamblaje final.

—Este es el corazón, pues —dijo Mae.

—Sí. Diría que sí.

Los enjambres estaban alrededor, suspendidos junto a los racimos. Por lo visto, no entraban en el centro. Pero estaban por todas partes, esperándonos.

—¿Cuántas quieres? —preguntó en voz baja, sacando la termita de la mochila.

Eché un vistazo a los enjambres.

—Aquí cinco —contesté—. Necesitaremos el resto para salir.

—No podemos encender cinco a la vez.

—No hay problema. —Tendí la mano—. Dámelos.

—Pero, Jack…

—Vamos, Mae.

Me entregó cinco cápsulas. Me acerqué y las lancé, sin encender, dentro del montículo central. Los enjambres de alrededor zumbaron, pero no se acercaron.

—De acuerdo —dijo Mae. Comprendió de inmediato lo que me proponía. Estaba ya sacando más cápsulas.

—Ahora cuatro —dije, echando otro vistazo a los enjambres. Estaban inquietos. Moviéndose de un lado a otro. No sabía cuánto tiempo seguirían allí—. Tres para ti, uno para mí. Tú ve por los enjambres.

—Muy bien. —Me dio una cápsula. Encendí las otras para ella. Las lanzó en la dirección por la que habíamos llegado. Los enjambres se apartaron. Mae contó—: Tres… dos… uno… ya.

Nos agachamos, ocultando la cabeza del violento estallido de luz. Oí un crujido. Cuando volví a mirar, parte de los racimos se rompían y caían. Sin dudar, encendí la siguiente cápsula, y mientras despedía chispas blancas, la arrojé al montículo central.

—¡Vamos!

Corrimos hacia la entrada. Los racimos se venían abajo ante nosotros. Mae saltó ágilmente sobre las púas caídas y siguió adelante. Yo fui detrás de ella, contando mentalmente… Tres… dos… uno…

Ya.

Se produjo una especie de agudo alarido, y luego una terrible bocanada de gas caliente, una atronadora detonación y sentí un penetrante dolor en los oídos. La onda expansiva me derribó, lanzándome hacia arriba por el lodo. Sentí las púas clavárseme en la piel por todo el cuerpo. Perdí las gafas de visión nocturna, y me envolvió la negrura. Negrura. No veía nada en absoluto. Me limpié el barro de la cara. Intenté ponerme en pie, resbalé y caí.

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