—No —contesté—. Las instrucciones del programa son más generales. Simplemente dirigen a los agentes a la consecución del objetivo. Así que estamos presenciando una posible solución emergente, más avanzada que en la versión anterior. Antes tenía dificultades para crear una imagen estable en dos dimensiones. Ahora reproduce modelos en tres dimensiones.
Eché un vistazo a los programadores. Tenían expresión de asombro. Eran conscientes de la magnitud del avance que estábamos presenciando. La transición a tres dimensiones significaba que ahora el enjambre no solo imitaba nuestra apariencia externa; imitaba también nuestro comportamiento. Nuestro andar, nuestros gestos. Y eso implicaba un modelo interno mucho más complejo.
—¿Y el enjambre ha decidido eso por sí solo? —preguntó Mae.
—Sí —dije—. Aunque dudo que «decidido» sea el término adecuado. El comportamiento emergente es la suma de los comportamientos de los agentes individuales. Ahí no hay nadie que «decida» nada. En ese enjambre no hay un cerebro, no hay un control superior.
—¿Mentalidad de grupo? —aventuró Mae—. ¿Mentalidad de colmena?
—En cierto modo —respondí—. La cuestión es que no existe un control central.
—Pero parece muy controlado —dijo ella—. Parece un organismo definido, con un propósito.
—Sí, bueno, también nosotros lo parecemos —comentó Charley, y soltó una ronca carcajada. Nadie más se rió.
Si quiere verse de ese modo, un ser humano es en realidad un enjambre gigante. O más exactamente es un enjambre de enjambres, porque cada órgano —el hígado, los riñones, el aparato circulatorio— es un enjambre independiente. Aquello que llamamos «cuerpo» es de hecho la combinación de todos esos enjambres.
Concebimos nuestros cuerpos como algo sólido, pero eso es solo porque no vemos qué ocurre a nivel celular. Si pudiera ampliarse el cuerpo humano a un tamaño inmenso, se vería que literalmente no es más que una masa arremolinada de células y átomos, agrupada en remolinos menores de células y átomos.
¿Quién lo controla? Bueno, en los órganos tiene lugar mucho procesamiento. El comportamiento humano se determina en muchos sitios. El control de nuestro comportamiento no se localiza en el cerebro. Está distribuido por todo el cuerpo.
Así que podría afirmarse que los seres humanos están regidos también por una «inteligencia de enjambre». El equilibrio lo controla el enjambre del cerebelo y rara vez llega al nivel de la conciencia. Más procesamiento se produce en la médula espinal, el estómago, los intestinos. En los globos oculares se produce gran cantidad de visión antes de que el cerebro participe.
Y dicho sea de paso, también se lleva a cabo gran cantidad de elaborado procesamiento cerebral por debajo de los niveles de conciencia. Una prueba sencilla es la evitación de objetos. Un robot móvil debe destinar una enorme proporción de tiempo de procesamiento simplemente a evitar los obstáculos del entorno. Los seres humanos también lo hacen, pero no son conscientes de ello… hasta que se apagan las luces. Entonces descubren la cantidad de procesamiento que realmente se requiere.
Así, hay quien afirma que toda la estructura de la conciencia, y de paso el sentido humano del autocontrol y el propósito, es una ilusión. No tenemos control consciente de nosotros mismos en absoluto. Solo creemos que lo tenemos.
El simple hecho de que los seres humanos vayan de un lado a otro pensando en sí mismos como un «yo» no significa que eso sea cierto. Y por lo que sabíamos, aquel condenado enjambre poseía una especie de rudimentario sentido de sí mismo como entidad. O si no, muy pronto podía empezar a tenerlo.
Observando el hombre sin rostro en el monitor, vimos que la imagen perdía estabilidad. El enjambre tenía problemas para mantener la apariencia sólida. Fluctuaba. En algunos momentos la cara y los hombros parecían convertirse en polvo y luego reaparecían con forma sólida. Observarlo producía una extraña sensación.
—¿Pierde el control? —preguntó Bobby.
—No, creo que está cansándose —dijo Charley.
—Querrás decir que está quedándose sin energía.
—Sí, probablemente. Mantener todas esas partículas en puntos exactos representa un alto consumo.
En efecto, el enjambre recuperaba su aspecto de nube.
—¿Así que esta es una posición de bajo consumo? —comenté.
—Sí. Estoy seguro de que se optimizaron para el control de energía.
—O al menos ahora lo están —dije.
Oscurecía rápidamente. En el cielo ya no quedaba ni rastro del color naranja.
El monitor empezaba a perder definición. El enjambre se dio media vuelta y se alejó.
—Maldita sea —dijo Charley.
Observé desaparecer el enjambre en el horizonte.
—Tres horas, y habrán pasado a la historia —anuncié.
Charley volvió a acostarse después de cenar. A las diez de la noche, cuando Mae y yo nos preparábamos para volver a salir, aún dormía. Llevábamos chalecos y chaquetas, porque refrescaría. Necesitábamos a una tercera persona para acompañarnos. Ricky pretextó que debía esperar a Julia, que llegaría de un momento a otro. Me pareció bien; en todo caso no lo quería conmigo. Vince estaba en algún sitio viendo la televisión y bebiendo cerveza. Eso dejaba a Bobby.
Bobby no quería ir, pero Mae lo obligó a hacerlo por vergüenza. Un problema era cómo desplazarnos los tres, ya que posiblemente el escondite del enjambre estaba lejos, quizá a varios kilómetros de distancia. Aún disponíamos de la moto de David, pero solo servía para dos. Resultó que Vince tenía un quad en el cobertizo. Fui a verlo al edificio del grupo electrógeno para pedirle la llave.
—No necesitas llave —contestó.
Estaba sentado en un sofá, viendo
Quién quiere ser millonario
. Oí decir al presentador: «¿Última pregunta?»..
—¿Qué quieres decir?
—La llave está en el contacto —aclaró Vince—. Siempre está.
—Un momento —dije—. ¿Significa eso que había un vehículo con llaves en el cobertizo?
—Claro.
En el televisor oí decir: «Por cuatro mil dólares, ¿cuál es el nombre del estado más pequeño de Europa?»..
—¿Por qué no me lo ha dicho nadie? —pregunté empezando a enfurecerme.
Vince se encogió de hombros.
—¿Cómo iba a decírtelo? Nadie me lo ha preguntado.
Volví al edificio principal.
—¿Dónde demonios está Ricky?
—Al teléfono —respondió Bobby—. Hablando con los jefes, en Silicon Valley.
—Tranquilo —aconsejó Mae.
—Estoy tranquilo —contesté—. ¿En qué teléfono? ¿En la unidad principal?
—Jack. —Mae apoyó las manos en mis hombros y me detuvo—. Pasan de las diez. Olvídalo.
—¿Olvidarlo? Podría habernos matado.
—Y ahora tenemos trabajo pendiente.
Miré su rostro sereno, su expresión inalterable. Pensé en la rapidez con que había extraído las vísceras del tapetí.
—Tienes razón —dije.
—Bien. —Se dio media vuelta—. Creo que en cuanto encuentre unas mochilas, estaremos listos para marcharnos.
Existía una razón, pensé, por la que Mae nunca perdía una discusión.
Fui al armario del material y saqué tres mochilas. Le lancé una a Bobby.
—En marcha —dije.
Era una noche despejada, con el cielo salpicado de estrellas. En la oscuridad nos dirigimos hacia la unidad de almacenamiento, un contorno oscuro contra el horizonte oscuro. Empujando, llevé la moto. Durante un rato ninguno de nosotros habló. Finalmente Bobby dijo:
—Vamos a necesitar luces.
—Vamos a necesitar muchas cosas —afirmó Mae—. He preparado una lista.
Llegamos a la unidad de almacenamiento y abrí la puerta. Vi que Bobby se quedaba atrás en la oscuridad. Entré, busqué a tientas el interruptor y encendí la luz.
Dentro todo seguía en apariencia tal como lo habíamos dejado. Mae abrió su mochila y recorrió la hilera de estantes.
—Necesitamos luces portátiles… fusibles de ignición… bengalas… oxígeno…
—¿Oxígeno? —repitió Bobby—. ¿Tú crees?
—Si el escondite está bajo tierra, sí, quizá… y necesitamos termita.
—La tenía Rosie. Puede que la dejara cuando… —dije—. Iré a mirar.
Entré en la sala contigua. La caja de termita estaba volcada en el suelo, los tubos desparramados alrededor. Debía de habérsele caído a Rosie cuando echó a correr. Me pregunté si tendría alguno más en la mano. Me volví hacia la puerta para echar un vistazo al cadáver.
El cuerpo de Rosie había desaparecido.
—Dios mío.
Bobby entró apresuradamente.
—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?
Señalé hacia la puerta.
—Rosie ha desaparecido.
—¿Cómo que ha desaparecido?
Lo miré.
—Ya no está, Bobby. Antes el cuerpo estaba ahí y ahora ha desaparecido.
—¿Cómo es posible? ¿Un animal?
—No lo sé.
Me acerqué al lugar donde había estado su cuerpo y me agaché. Cuando la vi por última vez, hacía cinco o seis horas, una secreción lechosa cubría el cuerpo. Parte de esa secreción seguía en el suelo. Allí donde había estado la cabeza, la secreción permanecía homogénea e inalterada. Pero más cerca de la puerta daba la impresión de que la hubieran rascado. Había marcas en el revestimiento.
—Parece que la hayan sacado a rastras —dijo Bobby.
—Sí.
Observé atentamente la secreción en busca de huellas. Un coyote solo no podía haberla arrastrado; habría sido necesaria una manada para sacarla por la puerta. Sin duda habrían dejado un rastro. No lo había.
Me puse en pie y caminé hasta la puerta. Bobby se colocó a mi lado y miró hacia la oscuridad exterior.
—¿Ves algo? —preguntó.
—No.
Me volví hacia Mae. Ya lo había encontrado todo. Tenía mecha de magnesio enrollada. Tenía pistolas de bengalas. Tenía focos halógenos portátiles. Tenía linternas con anchas cintas elásticas para ceñirse a la cabeza. Tenía pequeños prismáticos y gafas de visión nocturna. Tenía una radio. Y tenía botellas de oxígeno y mascarillas de plástico transparente. Sentí cierta inquietud al darme cuenta de que aquellas eran las mismas mascarillas de plástico que había visto a los hombres de la furgoneta con el rótulo SSVT la noche anterior en California, salvo que estas no eran plateadas.
Entonces pensé: ¿Fue anoche? Sí. Apenas habían pasado veinticuatro horas. Tenía la sensación de que había sido un mes.
Mae lo repartía todo entre las tres mochilas. Observándola, comprendí que ella era la única con verdadera experiencia en trabajo de campo. En comparación, nosotros éramos teóricos, pasivos. Esa noche me sorprendió mi propia sensación de dependencia respecto a ella.
Bobby levantó la mochila más cercana y gruñó.
—¿De verdad crees que necesitamos todo esto, Mae?
—No tenemos que acarrearlo; vamos en el quad. Y sí, vale más prevenir que curar.
—Muy bien, de acuerdo, pero… ¿una radio de campo?
—Nunca se sabe.
—¿A quién vas a llamar?
—La cuestión, Bobby, es que si por casualidad necesitas algo de esto, lo necesitarás de verdad.
—Sí, pero es…
Mae cogió la segunda mochila y se la echó al hombro. Manejaba el peso con facilidad. Miró a Bobby.
—¿Decías?
—No importa.
Cogí la tercera mochila. No pesaba tanto. Bobby protestaba porque tenía miedo. Desde luego la botella de oxígeno era un poco más grande y pesada de lo que habría deseado, y se llevaba mal en la mochila. Pero Mae insistió en el oxígeno.
—¿Oxígeno? —repitió Bobby nerviosamente—. ¿Qué tamaño creéis que tendrá ese escondite?
—No tengo la menor idea —contestó Mae—. Pero los últimos enjambres son mucho mayores.
Se acercó al fregadero y cogió un medidor de radiación. Pero al desenchufarlo de la toma vio que no había batería. Tuvimos que buscar una batería nueva, desmontar la carcasa y sustituir la batería. Me preocupaba que el repuesto estuviera también agotado. Si era así, no teníamos nada que hacer.
—Vale más que vigilemos también las gafas de visión nocturna —recomendó Mae—. No sé cuál es el estado de las baterías de todo lo que llevamos.
Sin embargo el medidor sonó claramente. El indicador de batería se encendió.
—Plena carga —anunció Mae—. Durará cuatro horas.
—En marcha —dije.
Eran las 22.43 horas.
El medidor de radiación enloqueció cuando nos acercamos al Toyota, acelerándose tanto la pulsación que el sonido se volvió continuo. Sosteniendo la varita detectora ante ella, Mae se alejó del coche en dirección al desierto. Fue hacia el oeste y la pulsación disminuyó. Fue hacia el este y volvió a aumentar. Pero cuando siguió hacia el este la pulsación se redujo. Se dirigió al norte y aumentó.
—Hacia el norte —dijo.
Monté en la moto y di gas.
Bobby salió del cobertizo en el quad con sus gruesos neumáticos posteriores y su manillar de motocicleta. El quad parecía torpe, pero me constaba que era más adecuado que la moto para desplazarse de noche por el desierto.
Mae montó en la moto, inclinada para mantener la varita cerca del suelo, y dijo:
—Muy bien. Adelante.
Nos adentramos en el desierto bajo un cielo nocturno sin una sola nube.
El haz de luz del faro de la moto subía y bajaba, agitando las sombras sobre el terreno, dificultando ver lo que había por delante. El desierto, que de día parecía tan llano e indefinido, revelaba ahora hondonadas arenosas, zonas de roca y profundas hendiduras que surgían sin previo aviso. Mantener la moto en equilibrio exigía toda mi atención, sobre todo porque Mae me obligaba a doblar a derecha e izquierda continuamente. A veces me hacía trazar un círculo completo para asegurarse del camino correcto.
Si alguien siguiera nuestro rastro a la luz del día, pensaría que el conductor estaba borracho por las numerosas vueltas y cambios de dirección. La moto saltó y viró sobre las irregularidades del terreno. Estábamos ya a varios kilómetros del laboratorio, y empezaba a preocuparme. Oía la pulsación del medidor, y la frecuencia decrecía. Era difícil distinguir la estela del enjambre de la radiación de fondo. No entendía por qué ocurría eso pero sin duda así era. Si no localizábamos pronto el escondite del enjambre, perderíamos el rastro.
Mae también estaba preocupada. Se inclinaba cada vez más, manteniendo la varilla con una mano y sujetándose a mi cintura con la otra. Yo tenía que reducir la marcha, porque el rastro era cada vez más tenue. Lo perdimos, lo encontramos y volvimos a perderlo. Bajo la negra bóveda de las estrellas, retrocedimos, giramos en círculo. Sin darme cuenta, contuve la respiración.