Tampoco se trata de echar sobre el cine de 1930 a 1940 un descrédito que no resistiría a la evidencia de algunas obras maestras; se trata simplemente de introducir la idea de un progreso dialéctico del que los años cuarenta marcan el gran punto de articulación. Es cierto que el cine sonoro ha lanzado al viento las campanas de una cierta estética del lenguaje cinematográfico, pero sólo de la que más le apartaba de su vocación realista. Del montaje, el cine sonoro había conservado, sin embargo, lo esencial, la descripción discontinua y el análisis dramático del suceso. Había renunciado a la metáfora y al símbolo para esforzarse por la ilusión de la representación objetiva. El expresionismo del montaje había desaparecido casi completamente, pero el realismo relativo en el estilo de la planificación que triunfaba generalmente hacia 1937 implica una limitación congénita de la que no podíamos darnos cuenta porque los asuntos que se trataban le resultaban perfectamente apropiados. Así, la comedia americana, que ha alcanzado su perfección en el marco de una planificación en la que el realismo del tiempo no tenía ningún sentido. Esencialmente lógica, como el vodevil y juego de palabras, perfectamente convencional en su contenido moral y sociológico, la comedia americana salía siempre ganando con el rigor descriptivo y lineal, con los recursos rítmicos de la planificación clásica.
Es sobre todo con la tendencia Stroheim y Murnau, casi totalmente eclipsada de 1930 a 1940, con la que el cine se entronca más o menos conscientemente desde hace diez años. Pero no se limita a prolongarla, sino que extrae el secreto de una regeneración realista del relato, que se hace capaz de integrar el tiempo real de las cosas, la real duración del suceso, en cuyo lugar la planificación tradicional colocaba insidiosamente un tiempo intelectual y abstracto. Pero lejos de eliminar definitivamente las conquistas del montaje, les da por el contrario una relatividad y un sentido. Es precisamente por relación a un mayor verismo en la imagen como se hace posible un suplemento de abstracción. El repertorio estilístico de un director como Hitchcock, por ejemplo, se extiende en una amplia gama que va desde la potencia del documento bruto a las sobreimpresiones y a los primerísimos planos. Pero los primeros planos de Hitchcock no son los de C. B. de Mille en
La marca
. No son más que una figura de estilo entre otras. Dicho de otra manera, en los tiempos del cine mudo, el montaje
evocaba
lo que el realizador quería decir; en 1938 la planificación
describía
; hoy, en fin, puede decirse que el director
escribe
directamente en cine. La imagen, su estructura plástica, su organización en el tiempo, precisamente porque se apoya en un realismo mucho mayor, dispone así de muchos más medios para dar inflexiones y modificar desde dentro la realidad. El cineasta ya no es sólo un competidor del pintor o del dramaturgo, sino que ha llegado a igualarse con el novelista.
Escena del suicidio fallido.
Ciudadano Kane
.
Defensa de la adaptación
Al adquirir una cierta perspectiva crítica sobre la producción de los diez o quince últimos años, puede verse en seguida que uno de los fenómenos dominantes en la evolución del cine es la utilización cada vez más matizada del patrimonio literario y teatral.
Sin duda, no es cosa de hoy el que el cine vaya a buscar su material en la novela o el teatro; pero también es cierto que la manera de hacerlo se ha modificado. La adaptación de
El Conde de Montecristo
, de
Los miserables
o de
Los tres mosqueteros
no es del mismo orden que la de la
Symphonie pastorale
, de
Jacques le Fataliste (Les Dames du Bois de Boulogne)
de
Diable au corps
o de
Journal d'un curé de campagne
. Alejandro Dumas o Víctor Hugo no proporcionaron apenas al cineasta más que personajes y aventuras, mientras que la expresión literaria resultaba en gran medida independiente. Javert o d’Artagnan forman ya parte de una mitología extra-literaria, gozan en cierta forma de una existencia autónoma de la que la obra original no es más que una manifestación accidental y casi superflua. Por otra parte, se continúa adaptando novelas, a veces excelentes, pero que es posible considerarlas como guiones cinematográficos muy desarrollados. Hay también unos personajes y una intriga; incluso —y esto supone un grado más— una atmósfera como en Simenon, o un clima poético como en Pierre Véry, que el cineasta toma también al autor de la novela. Pero también aquí podría imaginarse que el libro no ha sido escrito y que el escritor no es más que un guionista particularmente prolijo. Esto es tan cierto que muchas novelas americanas de «serie negra» están ya escritas con vista a una posible adaptación por Hollywood. Todavía hay que señalar que el respeto por la literatura policíaca, cuando presenta una cierta originalidad, se hace cada vez más imperioso; y las libertades para con el autor no se toman sin una cierta conciencia de culpabilidad. Pero cuando Robert Bresson declara, antes de llevar a la pantalla el
Journal d’un curé de campagne
, que su intención es seguir el libro no ya página a página sino frase a frase, se ve con claridad que se trata de otra cosa y que aparecen en juego unos nuevos valores. El cineasta no se contenta ya con plagiar, como lo han hecho en resumidas cuentas antes que él Corneille, La Fontaine o Moliere; se propone transcribir para la pantalla, en una quasi-identidad, una obra de la que reconoce
a priori
su trascendencia. ¿Y cómo podría ser de otra manera si esta obra revela una forma tan sutil de literatura que los héroes y la significación de sus actos dependen íntimamente del estilo del escritor, si los personajes están encerrados como en un microcosmo cuyas leyes, rigurosamente necesarias, no tienen valor en el exterior; si la novela ha renunciado a la simplificación épica —punto de partida de mitos—, para ser la reunión de sutiles interferencias entre el estilo, la psicología, la moral o la metafísica?
Con el teatro, el sentido de esta evolución es todavía más acusado. Como la novela, la literatura dramática se ha dejado siempre violentar por el cine. Pero ¿quién se atrevería a comparar el
Hamlet
de Laurence Olivier con los plagios retrospectivamente burlescos que el
film d’art
hizo del repertorio de la Comedia Francesa? El fotografiar el teatro ha sido siempre una tentación para el cineasta, ya que es en sí un espectáculo; pero el resultado es de todos conocido. Y con mucha razón —al menos aparentemente— la expresión «teatro filmado» ha llegado a ser el lugar común del oprobio crítico. Por lo menos la novela requiere un cierto margen de creación para pasar de la escritura a la imagen. El teatro, por el contrario, es un falso amigo; sus ilusorias semejanzas con el cine llevan a éste a una vía muerta, lo atraen a la pendiente de todas las facilidades. Cuando, sin embargo, el repertorio dramático de
Boulevard
ha dado origen a algún film aceptable, se debe a que el director se ha tomado con la obra libertades análogas a las que tácitamente se autorizan con la novela, conservando en último extremo tan sólo los personajes y la acción. Pero también aquí el fenómeno es radicalmente distinto, por el contrario, a la corriente actual, que parece proponer como principio inviolable el respeto al carácter teatral del modelo.
Las películas que hemos citado y otras, cuyos títulos irán apareciendo en seguida, son demasiado numerosas y de una calidad muy poco discutible para admitirse como excepciones que confirman la regla. Por el contrario, tales obras jalonan desde hace diez años una de las tendencias más fecundas del cine contemporáneo.
«Esto es cine» proclamaba antaño Georges Altmann sobre la cubierta de un libro consagrado a la glorificación del cine mudo desde
El peregrino
a
La línea general
. ¿Hay que considerar ya como cosas pasadas los dogmas y las esperanzas de la primera crítica cinematográfica que combatió por la autonomía del séptimo arte? El cine, o lo que queda, ¿es hoy incapaz de sobrevivir sin el apoyo de la literatura y del teatro? ¿Está a punto de convertirse en un arte subordinado y dependiente de cualquier arte tradicional?
El problema que se ofrece a nuestra reflexión no es en el fondo tan nuevo: es en principio el de la influencia recíproca de las artes y de la adaptación en general. Si el cine tuviera dos o tres mil años, veríamos sin duda más claramente que tampoco escapa a las leyes comunes de la evolución de las artes. Pero no tiene más que sesenta años y las perspectivas históricas están prodigiosamente reducidas. Lo que habitualmente necesitaría la duración de una o dos civilizaciones cabe aquí en la vida de un hombre. Y todavía no es ésta la principal causa de error, porque esta evolución acelerada no es contemporánea de la de las otras artes. El cine es joven, pero la literatura, el teatro, la música, la pintura son tan viejos como la historia. De la misma manera que la educación de un niño queda determinada por la imitación de los adultos que le rodean, la evolución del cine ha estado necesariamente influida por el ejemplo de las artes consagradas. Su historia desde el principio del siglo será por tanto la resultante de los determinismos específicos a la evolución de todo arte, así como de las influencias ejercidas sobre él por las artes ya evolucionadas. Para acabar de arreglar las cosas este complejo estético resulta todavía agravado por factores sociológicos. El cine se nos manifiesta en efecto como el único arte popular en un tiempo en el que el mismo teatro, arte social por excelencia, no alcanza más que a una minoría privilegiada de la cultura o del capital. Quizá los veinte últimos años del cine contarán en su historia como cinco siglos en literatura: esto es poco para un arte, pero mucho para nuestro sentido crítico. Intentemos por tanto circunscribir el campo de estas reflexiones.
Destaquemos para empezar que la adaptación, considerada más o menos como un recurso vergonzoso por la crítica moderna, es una constante de la historia del arte. Malraux ha mostrado lo que el Renacimiento pictórico debía, en su origen, a la escultura gótica. Giotto pinta en alto-relieve; Miguel Angel ha rechazado voluntariamente los recursos de la pintura al óleo, porque el fresco se adapta más a una pintura escultórica; lo que. sin duda, no fue más que una etapa rápidamente superada hacia la liberación de la pintura «pura». Pero ¿se puede decir que Giotto es inferior a Rembrandt? ¿Qué significaría esta jerarquía? ¿Puede negarse que el fresco en altorrelieve no ha sido un paso necesario y por tanto estéticamente justificado? ¿Qué decir también de las miniaturas bizantinas agrandadas en la piedra hasta las dimensiones de un tímpano de catedral? Y para referirnos a la novela, ¿hay que reprochar a la tragedia preclásica la adaptación a la escena de la pastoral o a Mme. de La Fayette lo que debe a la dramaturgia raciniana? Y lo que es cierto en cuanto a la técnica, lo es todavía más con relación a los temas que circulan libremente a través de las expresiones más variadas. Es un lugar común de la historia literaria hasta el siglo XVIII, en el que comienza a aparecer la noción de plagio. En la Edad Media los grandes temas cristianos se encuentran en el teatro, en la pintura, en las vidrieras, etcétera.
Lo que sin duda nos engaña en el caso del cine es que inversamente de lo que sucede por lo general en un ciclo evolutivo artístico, la adaptación, la imitación, aparentemente, no parecen situarse en su origen. Por el contrario, la autonomía de los medios de expresión, la originalidad de los temas nunca ha sido mayor que en los 25 ó 30 primeros años del cine. Es admisible que un arte que nace haya querido imitar a sus mayores, para después conquistar poco a poco sus leyes y sus propios temas; se comprende mucho menos que ponga una experiencia creciente al servicio de obras ajenas a su genio, como si esta capacidad de invención, de creación específica, estuviera en razón inversa con su poder de expresión. De ahí a considerar esta evolución paradójica como una decadencia no hay más que un paso que casi toda la crítica no ha vacilado en dar al comienzo del cine sonoro.
Pero esto era ignorar las coordenadas esenciales de la historia del cine. Constatar que el cine ha aparecido «después» de la novela o el teatro no significa que vaya tras sus huellas y en su mismo plano. El fenómeno cinematográfico no se ha desarrollado en absoluto en las condiciones sociales en las que subsisten las artes tradicionales. Sería tanto como pretender que la java o el
fox-trot
son herederos de la coreografía clásica. Los primeros cineastas han robado lo necesario del arte cuyo público querían conquistar, es decir, el circo, el teatro de feria y el
music-hall
, que proporcionaron, en particular a los films burlescos, una técnica y unos intérpretes. Es conocida la frase atribuida a Zecca al descubrir a un tal Shakespeare: «¡Pues no ha pifiado cosas este animal!» Zecca y sus compañeros no corrían el riesgo de ser influenciados por una literatura que, al igual que el público al que se dirigían, tampoco ellos leían. En cambio, sí que lo fueron por la literatura popular de la época, a la que se debe, con el sublime
Famtomas
una de las obras maestras de la pantalla. El film recreaba las condiciones de un auténtico y gran arte popular, y no ha desdeñado las formas humildes y despreciadas del teatro de feria y de la novela por entregas. Hubo ciertamente una tentativa de adopción de este niño de los barrios bajos por parte de señores de la Academia y de la Comedia Francesa, pero el fracaso del
film d'art
da suficiente testimonio de lo inútil de esta empresa. Las desgracias de Edipo o del príncipe de Dinamarca eran tan interesantes para el cine que empezaba como «nuestros antepasados los galos» para los negritos de una escuela primaria en la selva africana. Si nosotros les encontramos hoy interés y encanto, nos pasa lo mismo que con esas interpretaciones paganizadas e ingenuas de la liturgia católica por una tribu salvaje que se ha comido a sus misioneros.