Ciertamente, las causas de estos desacuerdos profundos entre un artista y su arte —que envejecen brutalmente a un genio o lo reducen a una «suma» de manías y megalomanías inútiles— son múltiples y no vamos a analizarlas aquí. Pero quisiéramos detenernos ante una que sirve más directamente a nuestro propósito.
Hasta más o menos el año 1938, el cine (en blanco y negro) ha vivido un progreso constante. Progreso técnico en primer lugar (iluminación artificial, emulsión pancromática,
travellingy
, sonido) y, como consecuencia, enriquecimiento de los medios de expresión (primer plano, montaje, montaje paralelo, montaje rápido, elipsis, posibilidad de recuadrar, etc.). Paralelamente a esta rápida evolución del lenguaje, y en una estrecha interdependencia, los cineastas descubrían los temas originales a los que el nuevo arte iba dando cuerpo. La expresión «¡esto es cine!» no designa más que el fenómeno que ha dominado los treinta primeros años del film como arte: el maravilloso acuerdo entre una técnica nueva y un mensaje desconocido. Este fenómeno ha tomado formas múltiples: la estrella, la revalorización y un renacimiento de la epopeya, de la
commedia del arte
, etc. Pero era estrechamente tributario del progreso técnico; era la novedad de la expresión lo que abría el paso a nuevos temas. Durante treinta años la historia de la técnica cinematográfica (entendida en un sentido amplio) se confundió prácticamente con la de los guiones. Los grandes realizadores son en principio creadores de formas o, si se prefiere, retóricos. Esto no significa que fueran mantenedores del arte por el arte, sino solamente que en la dialéctica de la forma y el fondo, la primera resultaba entonces determinante, de la misma manera que la perspectiva o el óleo han transformado el universo pictórico.
La distancia que permiten diez o quince años nos basta para discernir los signos evidentes del envejecimiento de lo que fue el patrimonio del arte cinematográfico. Hemos señalado la rápida muerte de algunos géneros —incluso mayores— como el burlesco; pero el ejemplo más característico es el de la
vedette
. Ciertos actores mantienen siempre el favor comercial del público, pero esta admiración no tiene nada en común con el fenómeno de sociología sacralizada en la que los Rodolfo Valentino o las Greta Garbo fueron ídolos dorados.
Todo sucede por tanto como si la temática del cine hubiera agotado lo que podía esperar de la técnica. Ya no basta con inventar el montaje rápido o un cambio de estilo fotográfico para conmover. El cine ha entrado insensiblemente en la edad del argumento; entendámonos, en una reinversión de las relaciones entre el fondo y la forma. No porque ésta se haga diferente, todo lo contrario —nunca ha estado tan rigurosamente determinada por la materia ni ha sido más necesaria, más sutil—, sino porque toda esta ciencia tiende a la desaparición, a la transparencia, delante de un asunto que hoy somos capaces de apreciar en sí mismo, y sobre el que nos hacemos cada vez más exigentes. Como esos ríos que han cavado definitivamente su lecho y no tienen ya más que la fuerza necesaria para llevar sus aguas hasta el mar sin arrancar un grano de arena de sus orillas, el cine se aproxima a su perfil de equilibrio. Se han terminado los tiempos en que bastaba hacer «cine» para adquirir la consideración de séptimo arte. Mientras el color o el relieve no devuelvan provisionalmente la primacía a la forma y creen un nuevo ciclo de erosión estética, el cine no puede conquistar nada más en superficie. Le queda el regar sus orillas, insinuarse entre las artes en las que ha trazado tan rápidamente sus canales, atacarlas insidiosamente, filtrarse en el subsuelo para perforar galerías invisibles. Llegará quizá el tiempo de los resurgimientos, es decir, de un cine nuevamente independiente de la novela y del teatro. Pero quizá porque las novelas estarán directamente escritas en cine. Mientras espera que la dialéctica de la historia del arte le devuelva esta deseable e hipotética autonomía, el cine asimila el formidable capital de asuntos elaborados, amasados a su alrededor por las artes ribereñas a lo largo de los siglos. Se las apropia porque las necesita y porque nosotros sentimos el deseo de reencontrarlas a través suyo.
Haciéndolo, no las sustituye, sino todo lo contrario. El éxito del teatro sirve al teatro, como la adaptación de la novela sirve a la literatura.
Hamlet
en la pantalla no hace más que aumentar el público de Shakespeare, un público que en parte al menos descubrirá el gusto de ir a escucharlo en la escena.
Le Journal d’un curé de campagne
, visto por Robert Bresson, ha multiplicado por diez los lectores de Bernanos. En realidad, no hay en absoluto competencia ni sustitución, sino presencia de una nueva dimensión que las artes han perdido poco a poco desde el Renacimiento: la del público.
¿Quién podrá lamentarse?
La Chartreuse de Parme
. de Renée Faure.
Si
Le Journal d'un curé de campagne
se impone como obra maestra con una evidencia casi física, si conmueve tanto al «crítico» como a muchos espectadores normales, es, en primer lugar, porque llega a la sensibilidad —bajo la elevada forma, sin duda, de una sensibilidad completamente espiritual—, pero tocando a fin de cuentas más al corazón que a la inteligencia. El fracaso momentáneo de
Les Dames du Bois de Boulogne
procede de una relación contraria. Esta obra no nos conmueve mientras no hallamos, si no desentrañado, sí al menos captado la inteligencia de su planteamiento y descubierto la regla del juego. Pero si el éxito del
Journal
se impone totalmente, el sistema estético que lo sostiene y lo justifica es por lo menos el más paradójico, si no el más complejo, que el cine sonoro nos ha proporcionado. De ahí el
leitmotiv
de los críticos que, aun sin comprenderlo, defienden el film; sus calificativos «increíble», «paradójico», «éxito sin parangón e inimitable»…, implican casi siempre una renuncia a la explicación y un acudir a la justificación pura y simple del golpe de genio. Pero también es cierto que entre aquellos cuyas preferencias estéticas están emparentadas con las de Bresson y que podrían incluirse de antemano entre sus aliados, encontramos una decepción profunda, por cuanto sin duda esperaban otras audacias. Molestos primero; irritados después por la conciencia de lo que el director no había hecho, demasiado cerca de él para rectificar sobre la marcha su juicio, demasiado preocupados de su estilo para reencontrar la virginidad intelectual que hubiera dejado el campo libre a la emoción, ni le han comprendido ni le han admirado. En resumen, de los dos extremos de la crítica, los que estaban menos preparados para entender el
Journal
han sido más capaces de apreciarlo (todavía sin saber por qué), y los
happy few
, que esperaban otra cosa, se han sentido defraudados y lo han entendido mal. Los «literatos puros», los que no son estrictamente hombres del cine, extrañados de que les gustase hasta tal punto un film, han sabido hacer tabla rasa de sus prejuicios, discerniendo así mejor las verdaderas intenciones de Bresson.
Hay que decir que Bresson había hecho todo lo posible para facilitar ese camino. La inquebrantable decisión de fidelidad que proclamó desde el principio de la adaptación, la voluntad afirmada de seguir el libro frase por frase, orientaban desde tiempo atrás la atención en este sentido. El film no podía hacer más que confirmarlo. Al contrario que Aurenche y Bost, que se preocupan de la óptica de la pantalla y del nuevo equilibrio dramático de la obra, Bresson en lugar de ampliar personajes episódicos como los padres de
Le diable au corps
, los suprime; efectúa una poda alrededor de lo esencial, dando así la impresión de una fidelidad que no sacrifica la letra más que con un altivo respeto y mil remordimientos previos.
Y siempre simplificando, nunca añadiendo. No es exagerado pensar que si Bernanos hubiera sido el guionista se habría tomado más libertades con su libro. De hecho había reconocido a su adaptador eventual el derecho explícito a usar esas libertades en función de las exigencias cinematográficas: «soñar de nuevo su historia».
Pero si alabamos a Bresson por haber sido más papista que el Papa, ello se debe a que su «fidelidad» es la forma más insidiosa, más penetrante de la libertad creadora. No puede dudarse, en efecto —y la opinión de Bernanos coincidía con la del buen sentido estético—, de que para adaptar hay que trasponer. Las buenas traducciones no se hacen palabra a palabra. Las modificaciones que Aurenche y Bost han introducido en
Le diable au corps
están casi todas perfectamente justificadas. No es lo mismo ver un personaje con la cámara que en su evocación por el novelista. Valéry condenaba la novela en nombre de la obligación de decir «la marquesa ha tomado el té a las cinco». Con este criterio, el novelista puede compadecer al realizador obligado además a mostrar a la marquesa. Es por lo que, por ejemplo, los padres de los héroes de Radiguet, evocados marginalmente por la novela, adquieren tanta importancia en la pantalla. Tanto como de los persona-jes y del desequilibrio que su evidencia física introduce en la ordenación de los acontecimientos, el adaptador debe preocuparse del texto. Mostrando lo que el novelista cuenta, debe transformar el resto en diálogo. Y debe transformar los mismos diálogos. Hay pocas esperanzas de que las réplicas, incluso escritas en la novela, no cambien de valor. Pronunciadas tales cuales por el actor, su eficacia, incluso su significación, quedaría desnaturalizada.
Y ése es el efecto paradójico de la fidelidad textual al
Journal
. Mientras los personajes del libro existen con toda concreción para el lector, porque la eventual brevedad de su evocación por la pluma del cura de Ambricourt no es nunca sentida como una frustración, o como una limitación de su existencia o del conocimiento que tenemos de ellos, Bresson no cesa, al mostrárnoslos, de sustraerlos a nuestras miradas. Al poder de evocación concreta del autor, el film contrapone la incesante pobreza de una imagen que se esconde por el simple hecho de que no se desarrolla. Además, el libro de Bernanos abunda en evocaciones pintorescas, enjundiosas, concretas, violentamente visuales. Ejemplo: «El señor conde sale de aquí. Pretexto: la lluvia. Sus botas altas chapoteaban a cada paso en el agua. Las tres o cuatro liebres que había matado formaban en el fondo de su zurrón un amasijo de barro ensangrentado y de pelos grises desagradable a la vista. Lo ha colgado del muro, y mientras me hablaba, yo veía a través de la redecilla, entre esos pellejos erizados, un ojo todavía húmedo, muy dulce, clavado en mí». Tenéis el sentimiento de haberlo visto ya antes en alguna parte. No busquéis: podría ser un Renoir. Comparadlo con la escena de! conde llevando las dos liebres a la casa rectoral (es cierto que se trata de otra página del libro, pero precisamente el adaptador hubiera debido aprovecharlo para condensar las dos escenas y tratar la primera en el estilo de la segunda). Y si quedara alguna duda, las declaraciones de Bresson bastarían para descartarla. Obligado a suprimir en la copia estándar la tercera parte de su montaje primitivo, se sabe que, con un dulce cinismo, ha terminado por declararse encantado (en el fondo, la única imagen que le interesa realmente es la virginidad final de la pantalla. Pero sobre esto ya volveremos). «Fiel» al libro, Bresson ha tenido que hacer un film distinto. Incluso cuando decidía no añadir nada al original —lo que supone ya una sutil manera de traicionarlo por omisión—, puesto que iba a limitarse a reducir, podía escoger al menos el sacrificar lo que había de más «literario» y conservar los pasajes donde el film estaba ya dado, los que exigían evidentemente la realización visual. Bresson ha hecho sistemáticamente lo contrario. De los dos, es el film el «literario», mientras la novela hierve en imágenes.
El tratamiento del texto es todavía más significativo. Bresson se niega a transformar en diálogo (no me atrevo a decir «en cine») los pasajes del libro en los que el cura nos cuenta, a través de sus recuerdos, una conversación. Habría en ello una primera falta de verosimilitud, ya que Bernanos no nos garantiza en absoluto que el cura haya escrito palabra por palabra lo que ha oído. De todas formas, y aun suponiendo que lo recordara exactamente o incluso que Bresson tome el partido de conservar en la imagen presente el carácter subjetivo del recuerdo, queda que la eficacia intelectual y dramática de una réplica no es la misma según que sea leída o pronunciada realmente. Ahora bien, Bresson no sólo no adapta, ni siquiera discretamente, los diálogos a las exigencias de la interpretación, sino que incluso, cuando encuentra por casualidad que el texto original tiene el ritmo y el equilibrio de un verdadero diálogo, se las ingenia para impedir que el actor le saque partido. Muchas réplicas dramáticamente excelentes quedan así sofocadas por la manera de decir «recto tono» impuesta a la interpretación.
Se han alabado muchas cosas en
Les Dames du Bois de Boulogne
, pero no se ha dado importancia a la adaptación. El film ha sido prácticamente tratado por la crítica como un guión original. Los méritos insólitos del diálogo han sido atribuidos en bloque a Cocteau, que no los necesita para su gloria. Releyendo
Jacques le fataliste
se hubiera descubierto, si no siempre lo esencial del texto, al menos un sutil jugar al escondite con la traducción literal de Diderot. La trasposición a nuestro tiempo ha hecho pensar, sin que nadie se haya molestado en verificarlo, que Bresson se había tomado libertades con la intriga para no conservar más que la situación o, si se quiere, un cierto tono del siglo XVIII. Como además de él había dos o tres adaptadores, yo recomiendo a los partidarios de
Les Dames du Bois de Boulogne
y a los candidatos a guionistas que vuelvan a ver el film con este espíritu. Sin disminuir el papel —decisivo— del estilo de la puesta en escena en el éxito de la empresa, es importante ver sobre qué se apoya: un juego maravillosamente sutil de interferencias y de contrapunto entre la fidelidad y la traición. Se ha reprochado por ejemplo a
Les Dames du Bois de Boulogne
, con tan buen sentido como falta de comprensión, el desplazamiento de la psicología de los personajes con relación a la psicología de la intriga. Es muy cierto que en Diderot las costumbres de la época justifican la elección y la eficacia de la venganza. También es cierto que esta venganza se encuentra propuesta en el film como un postulado abstracto, del que el espectador moderno no comprende bien su fundamento. Es igualmente un vano intento el de los defensores bienintencionados que quieren encontrar un poco de sustancia social en los personajes. La prostitución y el proxenetismo en el cuento son hechos precisos cuya referencia social es concreta y evidente. En
Les Dames
ésta es tanto más misteriosa en cuanto, de hecho, no se apoya en nada. La venganza de la amante ofendida es ridícula si se limita a hacer que el infiel se case con una deliciosa bailarina de
cabaret
. Tampoco se podría defender que la falta de concreción de los personajes es un resultado de las calculadas elipsis de la puesta en escena, porque ésta se encuentra desde un principio en el guión. Si Bresson no nos dice más sobre sus personajes no es solamente porque no quiera, sino porque se siente tan imposibilitado como Racine de describirnos el papel pintado de las habitaciones a las que sus héroes pretenden retirarse. Se dirá que la tragedia clásica no necesita de la justificación del realismo y que ésa es una diferencia esencial entre el teatro y el cine. Es cierto; pero también por ello Bresson no hace nacer su abstracción cinematográfica de la sola desnudez del acontecimiento, sino del contrapunto de la realidad con ella misma. En
Les Dames du Bois de Boulogne
, Bresson ha especulado con el contraste de un cuento realista en otro contexto realista. El resultado es que los realismos se destruyen mutuamente, las pasiones se separan de la crisálida de los caracteres, la acción, de las justificaciones de la intriga y la tragedia, de los oropeles del drama. No ha hecho falta más que el ruido de un limpiaparabrisas sobre un texto de Diderot para obtener un diálogo raciniano. Sin duda, Bresson no nos presenta jamás toda la realidad. Pero su estilización no es la abstracción
a priori
del símbolo, sino que resulta de una dialéctica de lo concreto y de lo abstracto por la acción recíproca de los elementos contradictorios de la imagen. La realidad de la lluvia, el fragor de una cascada, el de la tierra que se escapa de un cacharro roto, el trote de un caballo sobre los adoquines, no se oponen solamente a las simplificaciones del decorado, a lo convencional de los trajes y más todavía al tono literario y anacrónico de los diálogos; la necesidad de su intrusión no es la de la antítesis dramática o la del contraste decorativo: están allí por su indiferencia y en su calidad de «extranjeros», como el grano de arena en la máquina para estropear el mecanismo. Si lo arbitrario de su elección parece una abstracción, es la de lo concreto integral; se trata de rayar la imagen para denunciar su transparencia, como con el polvo de diamante. Es una impureza en estado puro.