Se desprende de aquí que las películas italianas presentan un valor documental excepcional, que no puede separarse del guión sin arrastrar con él todo el terreno social en el que hunden sus raíces.
Esta perfecta y natural adherencia a la realidad se explica y justifica interiormente por una adhesión espiritual a la época. La historia italiana reciente es sin duda irreversible. La guerra no puede considerarse como un paréntesis, sino como una conclusión: como el fin de una época. En un cierto sentido, Italia no tiene más que tres años de vida. Pero la misma causa podía haber producido otros efectos. Lo que resulta admirable y asegura una amplia audiencia moral al cine italiano en las naciones occidentales es el sentido que toma esta pintura de la actualidad. En un mundo que estaba y sigue estando obsesionado por el temor y el odio, en el que la realidad no es casi nunca aceptada por sí misma, sino rechazada o prohibida como un signo político,
el cine italiano es ciertamente el único que salva, en el interior mismo de la época que pinta, un humanismo revolucionario
.
Los films italianos recientes son al menos pre-revoluciona-rios; todos rechazan, implícita o explícitamente, utilizando el humor, la sátira o la poesía, la realidad social que utilizan; pero saben también —hasta cuando toman posiciones muy concretas— no servirse de esta realidad como un medio. El que la condenen no les obliga a emplear con ella la mala fe. No olvidan que el mundo, antes de ser condenable, «es», simplemente. Lo que voy a decir es probablemente estúpido y tan ingenuo como el elogio que hacía Beaumarchais de las lágrimas del melodrama, pero decidme si al salir de ver un film italiano no os sentís mejores; si no sentís el deseo de cambiar el orden de las cosas y de hacerlo, convenciendo a los hombres, al menos a los que pueden llegar a convencerse de que sólo la ceguera, los prejuicios o la mala suerte son los causantes de que hagamos daño a nuestros semejantes.
Por eso, cuando se leen sus resúmenes, los guiones de muchos films italianos no resisten el ridículo. Muy a menudo, al reducirlos a su intriga, no son más que melodramas moralizantes. Pero en el film todos los personajes existen con una verdad estremecedora. Ninguno queda reducido al estado de cosa o de símbolo, lo que permitiría odiarle confortablemente sin haber tenido que superar previamente el equívoco de su humanidad.
Yo estaría dispuesto a considerar su humanismo como el principal mérito, en cuanto al fondo, de los films italianos actuales
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. Films que nos permiten saborear, fuera quizá de su momento, un cierto tono revolucionario del que el terror parece, sin embargo, excluido.
Lo que desde el primer momento y muy lógicamente ha sorprendido al público ha sido la excelencia de los intérpretes italianos. Con
Roma, cittá aperta
, el cine mundial se ha enriquecido con una actriz de primer orden. Anna Magnani, la inolvidable mujer del pueblo; Fabrizzi, el cura; Pagliero, el miembro de la resistencia, y los otros, igualan sin dificultad en nuestro recuerdo las más conmovedoras creaciones cinematográficas. Los reportajes y las informaciones de los periódicos de gran circulación se han ocupado de explicarnos cómo
El limpiabotas
había sido realizado con auténticos chiquillos de la calle, cómo Rossellini rodaba con una figuración ocasional, contratada sobre los lugares mismos de la acción; cómo la heroína de la primera historia de
Paisa
era una muchacha analfabeta encontrada en los muelles. En cuanto a Anna Magnani era sin duda una profesional, pero que venía del café-con-cierto; Maria Michi, por su parte, no era más que una simple acomodadora.
Si este reclutamiento de los intérpretes se opone a las costumbres del cine, no constituye, sin embargo, un método absolutamente nuevo. Su constancia, por el contrario, a través de todas las formas «realistas» del cine desde, puede decirse, Louis Lumière, permiten descubrir ahí una ley cinematográfica que la escuela italiana solamente confirma y permite formular con seguridad. Ya en otra época se admiró en el cine ruso su postura decidida de recurrir a actores no profesionales, que representaban en la pantalla el papel de su vida cotidiana. En realidad, se ha creado alrededor del film ruso una leyenda. La influencia del teatro ha sido muy grande en algunas escuelas soviéticas y, si los primeros films de Eisenstein no eran interpretados por verdaderos actores, una obra tan realista como
El camino de la vida
fue realizada por profesionales del teatro y, desde entonces, la interpretación de los films rusos se ha hecho profesional, como sucede, por lo demás, en todas partes. Ninguna gran escuela cinematográfica entre 1925 y el cine italiano actual reivindicará la ausencia de actores, aunque de cuando en cuando un film fuera de serie despertará el interés. Y será siempre una obra próxima al reportaje social. Citemos dos ejemplos:
Frente de Teruel (L’Espoir)
y
La última oportunidad
. También alrededor de ellos se ha creado una leyenda. Los héroes del film de Malraux no son todos actores ocasionales circunstancialmente encargados de representar el personaje de su vida cotidiana. Es el caso de muchos de entre ellos, pero no de los principales. El campesino, en particular, era un actor cómico bien conocido en Madrid. En cuanto a
La última oportunidad
, si los soldados aliados son auténticos aviadores derribados en el cielo suizo, la mujer judía, por ejemplo, es una actriz de teatro. Habría que referirse a films como
Tabú
para no encontrar ningún actor profesional, pero en ese caso se trata, como en los films de niños, de un género muy particular en el que el actor profesional resulta casi inconcebible. Más recientemente, Rouquier, en
Farrebique
, ha llevado el procedimiento a sus últimas consecuencias. Al tomar nota de su éxito, hay que hacer notar que se trata de un caso único y que los problemas de un film sobre campesinos no son, en cuanto a la interpretación, muy diferentes de los de un film exótico. Más que un ejemplo a imitar,
Farrebique
es un caso límite que no invalida la regla a la que llamaría «ley de la amalgama». No es la ausencia de actores profesionales lo que puede caracterizar históricamente el realismo social en el cine, como tampoco puede caracterizar a la actual escuela italiana; es más bien y de manera muy precisa la negación del principio de la
star
y la utilización indiferente de profesionales o de actores eventuales. Lo que importa es no colocar al profesional en su utilización habitual: las relaciones que mantiene con su personaje no deben estar lastradas para el público por ninguna idea
a priori
. Resulta significativo que el campesino de
l'Espoir
haya sido un cómico de teatro, Anna Magnani una cantante realista y Fabrizzi un payaso del vodevil. El oficio no es una contraindicación, antes al contrario, pero queda reducido a una útil flexibilidad que ayuda al actor a obedecer a las exigencias de la puesta en escena y a penetrar mejor en su personaje. Los no profesionales son evidentemente elegidos por su adecuación con el papel que deben representar: conformidad física y biográfica. Cuando la amalgama ha triunfado —la experiencia demuestra que sólo lo hace cuando se cumplen ciertas condiciones, digamos «morales», del guión— se obtiene precisamente esta extraordinaria sensación de verdad de los films italianos actuales. Da la impresión de que la adhesión de todos ellos a un guión, que sienten profundamente, y que les exige un mínimo de mentira dramática, es el origen de una especie de osmosis entre los intérpretes. La ingenuidad técnica de unos se beneficia con la experiencia de los otros, mientras que éstos se aprovechan de la autenticidad general.
Pero si un método tan provechoso para el arte cinematográfico no ha sido empleado más que episódicamente, es que desgraciadamente contiene en sí mismo el germen de su destrucción. El equilibrio químico de la amalgama es necesariamente inestable, y evoluciona fatalmente hasta reconstruir el dilema estético que había resuelto de una manera provisional: servidumbre de las «estrellas» y documental sin actor. Esta desintegración se advierte con mucha mayor claridad y rapidez en los films de
niños
o de indígenas: la pequeña Rari de
Tabú
ha terminado, parece ser, como prostituta en Polonia, y es sabido lo que sucede con los
niños
a los que un primer film consagra como
estrellas
. En el mejor de los casos se convierten en jóvenes actores-prodigio, pero en ese caso se trata ya de otra cuestión. En la medida en que la inexperiencia y la ingenuidad son factores indispensables, es evidente que no resisten la repetición. No es posible imaginar la «familia Farrebique» en una media docena de films, y contratada finalmente para rodar en Hollywood. En cuanto a los actores profesionales, que no son
estrellas
, el proceso de destrucción es un poco diferente. Es el público quien tiene la culpa. Al igual que la estrella consagrada va siempre unida a su personaje, el éxito de un film pone en peligro a cualquier actor de hacer siempre ese mismo papel. Los productores se han aficionado demasiado a reeditar un primer éxito, aprovechando el conocido gusto del público por ver hacer siempre los mismos papeles a sus actores preferidos. E incluso si el actor es lo suficientemente listo para no dejarse aprisionar por un papel, siempre su cara, así como ciertas constantes en su interpretación, que han llegado a ser familiares, impedirán definitivamente la amalgama con los intérpretes no profesionales.
La actualidad del guión y la verdad del actor no son todavía, sin embargo, la materia prima estética del film italiano.
Hay que desconfiar de la oposición entre el refinamiento estético y no sé qué crudeza, qué eficacia inmediata de un realismo que se contentaría con mostrar la realidad. Quizá por eso, a mi juicio, uno de los mayores méritos del cine italiano sería haber recordado una vez más que no hay «realismo» en arte que no sea ya en su comienzo profundamente «estético». Nadie lo ponía en duda, pero al oír los ecos del proceso por brujería que algunos hacen hoy a los artistas sospechosos de un pacto con el demonio del arte por el arte, había tendencia a olvidarlo. Tanto lo real como lo imaginario en el arte pertenece sólo al artista, ya que la carne y la sangre de la realidad no son más fáciles de retener entre las redes de la literatura o del cine que las más gratuitas fantasías de la imaginación. En otros términos, aunque la invención y la complejidad de la forma no tengan ya primacía sobre el contenido de la obra, siguen, sin embargo, determinando la eficacia de la expresión artística. Por haberlo olvidado un poco más de la cuenta, el cine soviético ha pasado en veinte años del primero al último puesto entre las grandes cinematografías nacionales. Si el
Potemkin
ha podido revolucionar el cine, no ha sido sólo a causa de su mensaje político, ni tampoco porque reemplazara los decorados de estudio por los escenarios reales y la estrella por la muchedumbre anónima, sino porque Eisenstein era el mayor teórico del montaje de su tiempo, porque trabajaba con Tissé, el mejor operador del mundo, porque Rusia era el centro del pensamiento cinematográfico; en una palabra, porque los films «realistas» que producía escondían más ciencia estética que los decorados, la iluminación y la interpretación de las obras más artificiales del expresionismo alemán.
Lo mismo pasa hoy con el cine italiano. Su realismo no encierra en absoluto una regresión estética, sino por el contrario un progreso en la expresión, una evolución conquistadora del lenguaje cinematográfico, una extensión de su estilística.
Hay que empezar por ver bien dónde se halla hoy el cine. Desde el fin de la herejía expresionista y sobre todo desde el sonoro, puede decirse que el cine no ha dejado de tender hacia el realismo. Entendamos,
grosso modo
, que quiere dar al espectador una ilusión lo más perfecta posible de la realidad, compatible con las exigencias lógicas del relato cinematográfico y los límites actuales de la técnica. Por ello, el cine se opone netamente a la poesía, a la pintura, al teatro, y se aproxima cada vez más a la novela. No me propongo ahora encontrar las causas técnicas, psicológicas, económicas, de este proyecto estético fundamental del cine moderno. Se me perdonará que lo sostenga esta vez como un hecho adquirido, sin prejuzgar por ello ni el valor intrínseco de esta evolución ni tampoco su carácter definitivo. Pero el realismo en arte no puede proceder evidentemente más que del artificio. Toda estética escoge forzosamente entre lo que merece ser salvado, como lo hace el cine, crear la ilusión de la realidad, esta elección constituye su contradicción fundamental, a la vez
inaceptable
y
necesaria. Necesaria
porque el arte no existe sin esta elección. Sin ella, aun suponiendo que el «cine total» fuera en la actualidad técnicamente posible, volveríamos pura y simplemente a la realidad. E
inaceptable
ya que, en definitiva, se hace a expensas de esa realidad que el cine se propone restituir íntegramente. Es por lo que resulta inútil oponerse a todo progreso técnico que tenga por objeto aumentar el realismo cinematográfico: sonido, color, relieve. En efecto, el «arte» cinematográfico se nutre de esa contradicción y utiliza al máximo las posibilidades de abstracción y de simbolismo que le ofrecen los límites temporales de la pantalla. Pero esta utilización del residuo de convenciones dejado por la técnica puede emplearse al servicio del realismo o a sus expensas; puede aumentar o neutralizar la eficacia de los elementos de realidad capturados por la cámara. Resulta posible clasificar —si no jerarquizar— los estilos cinematográficos en función del nivel de realidad que representan. Llamaremos, por tanto, realista a todo sistema de expresión, a todo procedimiento de relato, que tiende a hacer aparecer un mayor grado de realidad sobre la pantalla. «Realidad» no debe ser naturalmente entendido de una manera cuantitativa. Un mismo suceso, un mismo objeto es susceptible de muchas representaciones diferentes. Cada una de ellas abandona y salva algunas de las cualidades que hacen que reconozcamos al objeto sobre la pantalla; cada una de ellas introduce con fines didácticos o estéticos abstracciones más o menos corrosivas que no dejan subsistir todo el original. Al final de esta alquimia inevitable y necesaria, la realidad inicial ha sido sustituida por una ilusión de realidad hecha de un complejo de abstracción (el negro y el blanco, la superficie plana), de convenciones (las leyes del montaje, por ejemplo) y de realismo auténtico. Es una ilusión necesaria, pero que trae consigo rápidamente la pérdida de conciencia de la misma realidad, identificada en el espíritu del espectador con su representación cinematográfica. En cuanto al cineasta, una vez que ha obtenido esta complicidad inconsciente del público, se encuentra con la gran tentación de descuidar cada vez más la realidad. La costumbre y la pereza ayudan y llega un momento en el que él mismo no distingue claramente dónde empiezan y dónde terminan sus mentiras. Y no se le podría reprochar el mentir, ya que es la mentira lo que constituye su arte, pero sí el no dominar la mentira, el ser su propia víctima e impedir así toda nueva conquista en el campo de la realidad.