Se trata, sin embargo, de uno de los films más revolucionarios y más valientes no ya sólo del cine italiano, sino de la producción europea de estos dos últimos años; de una obra maestra que la historia del cine consagrará ciertamente, a pesar de que la distracción o la ceguera de los que aman el cine permitan que quede por el momento oscurecida en la mediocridad de una estima reticente e ineficaz. El que el público haga cola para ver
Adorables criaturas
o
Fruit défendu
se debe quizá en parte al cierre de las casas públicas, pero, de todas formas, tiene que haber en París unas decenas de millares de espectadores que esperen del cine otros placeres. ¿Será posible que, para vergüenza del público parisiense,
Umberto D
tenga que abandonar el cartel antes del tiempo previsto?
La principal causa de los malentendidos a propósito de
Umberto D
reside en la comparación con
Ladrón de bicicletas
. Se dirá, con cierta apariencia de razón, que después del paréntesis poético-realista de
Milagro en Milán
, De Sica «vuelve al neorrealismo». Lo que es cierto a condición de añadir que la perfección de
Ladrón de bicicletas
era más un punto de partida que una culminación. Hacía falta
Umberto D
para comprender lo que, en el realismo de
Ladrón de bicicletas
, constituía todavía una concesión a la dramaturgia clásica. Resulta así que lo que desconcierta principalmente en
Umberto D
es el abandono de todas las referencias al espectáculo cinematográfico tradicional.
Es cierto que si se retiene sólo el tema del film, se le puede reducir a las apariencias de un melodrama populista con pretensiones sociales, a una requisitoria sobre la condición de las clases medias: un jubilado reducido a la miseria renuncia al suicidio porque no encuentra nadie que recoja a su perro y no tiene valor para matarlo antes. Pero este episodio final no es más que la conclusión patética de una dramática cadena de sucesos. Aunque la idea clásica de «construcción» tenga todavía aquí un sentido, la sucesión de hechos registrada por De Sica responde, sin embargo, a una necesidad que nada tiene de dramática. ¿Qué relación causal puede establecerse entre la enfermedad benigna que Umberto D se hace cuidar en el hospital, el hecho de que su patrona le ponga en la calle y su idea del suicidio?
Con o sin enfermedad, el despido estaba garantizado. Un «autor dramático» habría creado una enfermedad grave con el fin de establecer una relación lógica y patética entre los dos hechos. Aquí, por el contrario, la estancia en el hospital no está ahí. No es la pobreza material lo que desespera a Umberto D; contribuye, es cierto, y de manera decisiva, pero solamente en la medida que pone de manifiesto su soledad. Las pocas necesidades de Umberto D bastan para separarle de sus raras amistades. Al hablar de la clase media el film testimonia no sólo sobre su miseria secreta; lo hace también sobre su egoísmo y su falta de solidaridad. E1 héroe avanza paso a paso dentro de su soledad; la única persona que tiene una mayor afinidad, la única que le proporciona una cierta ternura real es la criadita de su patrona; pero incluso su simpatía y su buena voluntad no son capaces de prevalecer ante sus propias preocupaciones de madre soltera. También del lado de esta única amistad no hay tampoco más que motivos de desesperanza.
Pero he aquí que estoy cayendo ya en conceptos críticos tradicionales a propósito de un film cuya originalidad quiero probar. Si al situarse a una cierta altura sobre la historia se puede todavía distinguir una cierta geografía dramática, una evolución general de los personajes, una cierta convergencia de los acontecimientos, hay que precisar, sin embargo, que eso sólo se consigue a posteriori. Pero la unidad de este relato fílmico no es el episodio, ni el suceso, ni el efecto teatral, ni el carácter de los protagonistas, sino una sucesión de concretos instantes vitales, sin que pueda decirse de cada uno de ellos que sea más importante que el otro: su igualdad ontológica destruye de raíz las categorías dramáticas. Una secuencia prodigiosa, que quedará como una de las cumbres del cine, ilustra perfectamente esta concepción del relato y, por tanto, de la puesta en escena: es el despertar de la criadita que la cámara se limita a contemplar realizando sus insignificantes ocupaciones matinales; cuando anda, todavía somnolienta, por la cocina; cuando ahoga las hormigas que invaden el lavadero; moliendo el café… E1 cine se convierte aquí en lo contrario de ese «arte de la elipsis» al que demasiado fácilmente se le cree consagrado.
La elipsis es un proceso lógico de narración y, por tanto, abstracto; supone análisis y elección, y organiza los hechos de acuerdo con el sentido dramático al que deben someterse. De Sica y Zavattini quieren, por el contrario, dividir cada suceso en sucesos más pequeños y éstos, a su vez, en otros aun más pequeños, hasta el límite de nuestra sensibilidad temporal. Así, la unidad-suceso en un film clásico sería el «despertar de la criada»: dos o tres breves planos bastarían para significarlo. Esta unidad del relato la sustituye De Sica por una serie de sucesos más pequeños: el despertar, el atravesar el pasillo, la invasión de las hormigas, etc. Pero si observamos todavía uno de ellos, el hecho de moler el café, por ejemplo, lo veremos dividirse a su vez en una serie de momento autónomos, como por ejemplo el cerrar la puerta con la pierna extendida. La cámara que sigue, al aproximarse, el movimiento de la pierna, termina por convertir en objeto de la imagen el tantear de los dedos del pie contra la madera.
¿He dicho ya que el sueño de Zavattini es hacer un film con noventa minutos de la vida de un hombre al que no le pase nada? Incluso eso es para él «neorrealismo». Dos o tres secuencias de Umberto D hacen más que dejar entrever lo que podría ser un film semejante: son ya fragmentos realizados. Pero no sigamos equivocándonos sobre el sentido y la importancia que tiene aquí la noción de realismo. Para De Sica y Zavattini se trata, sin duda, de trazar con el cine la asíntota de la realidad. Pero para que en su límite, sea la vida misma la que se mude en espectáculo, para que al fin, en ese puro espejo, podamos verla como poesía. Tal como en sí misma, al fin, el cine la transforma.
Todavía no sé, en el momento de escribir este artículo, cuál será la acogida reservada al último film de Fellini. Se la deseo a la medida de mi entusiasmo, pero tampoco pretendo ignorar que podrá encontrarse con dos categorías de espectadores reticentes. La primera, surgirá entre la parte popular del público, entre aquellos que se sentirán sencillamente desorientados ante la historia por la mezcla de lo insólito con una aparente ingenuidad casi melodramática. La prostituta de corazón noble sólo les parecerá aceptable como producto de la serie negra. El otro grupo pertenecerá a la élite, que, a pesar suyo, ha tenido que hacerse un poco felliniana. Obligados a admirar
La Strada
y más aún
Almas sin conciencia
, por su austeridad y su condición de film maldito, me figuro que van a reprochar a
Las noches de Cabiria
el ser un film demasiado bien hecho, donde casi nada se ha dejado al azar; el ser un film astuto y hábil. Dejemos a un lado la primera objeción cuya sola repercusión cae del lado de la taquilla. La segunda merece ser rebatida con más empeño.
Es cierto que una de las mayores sorpresas experimentadas ante
Las noches de Cabiria
es la de que, por vez primera, Fellini ha sabido construir un guión con mano maestra, creando una acción sin fallos, sin repeticiones y sin lagunas, donde no se podrían hacer los terribles cortes y las modificaciones en el montaje a que fueron sometidos
La Strada
y
Almas sin conciencia
[80]
. Es cierto que
Lo Sceico bianco
e incluso
I Vitelloni
no estaban mal construidos, pero también es cierto que en ese momento la temática específicamente felliniana se expresaba todavía en el cuadro de unos guiones relativamente tradicionales. Con
La Strada
, Fellini abandona ya esas últimas muletas, y la historia deja de estar determinada por los temas y los personajes; no tiene ya nada que ver con el concepto habitual de intriga, y cabría ver si puede aplicársele aún la palabra «acción». Lo mismo sucede con
Almas sin conciencia
.
Pero esto no significa que Fellini haya querido volver a las coartadas dramáticas de sus primeros films, sino todo lo contrario.
Las noches de Cabiria
se sitúa en el más allá de
Almas sin conciencia
; pero esta vez, las contradicciones entre lo que yo llamaría la temática vertical del autor y las exigencias «horizontales» del relato han sido perfectamente resueltas. Es en el interior del sistema felliniano, y sólo en él, donde hay que buscar las soluciones. Pero siempre es posible equivocarse y tomar esta brillante perfección por facilidad o hasta por traición. No pretendo negar, sin embargo, que, al menos en un punto, Fellini ha jugado poco limpio consigo mismo: ¿no ha introducido un factor de sorpresa con el personaje de François Périer, cuya inclusión en el reparto me parece, por lo demás, un error? Ahora bien, es evidente que todo efecto de «suspense», o incluso todo efecto «dramático», es esencialmente heterogéneo con el sistema felliniano, en el que el tiempo no podría servir de soporte abstracto y dinámico, de cuadro
a priori
de la estructura del relato. En
La Strada
como en
Almas sin conciencia
el tiempo existe sólo como medio amorfo de los accidentes que modifican, sin necesidad externa, el destino de los héroes. Los acontecimientos no «llegan», sino que caen o surgen, es decir, siguiendo siempre una gravitación vertical y nunca de acuerdo con las leyes de una causalidad horizontal. En cuanto a los personajes, sólo existen y cambian con referencia a una pura duración interior, que ni siquiera me atrevería a calificar de bergsoniana en la medida en que los
Données immédiates de la conscience
está impregnada de psicologismo. Evitemos, ése es al menos mi propósito, los vagos términos del vocabulario espiritualista. No digamos que la transformación de los héroes se verifica al nivel del alma. Pero hace falta al menos situarla a esa profundidad del ser donde la conciencia no envía más que muy escasas raíces. Tampoco el nivel del inconsciente o del subconsciente, sino más bien allí donde se desarrolla eso que Jean-Paul Sartre llama el «proyecto fundamental»: al nivel de la ontología. Así, el personaje felliniano tampoco evoluciona: madura o, en el caso extremo, padece una metamorfosis (de ahí la metáfora de las alas del ángel, sobre la que volveré en seguida).
Pero limitémonos, por el instante, a la factura del guión. Abandono y repudio el golpe teatral de Óscar, bidonista retrasado en
Las noches de Cabiria
. Fellini, por lo demás, debe haberse dado cuenta, porque, para consumar hasta el final su pecado, no ha dudado en ponerle a François Perier unas gafas negras cuando se va a convertir en «malvado». En realidad se trata de una concesión muy pequeña, y se la perdono de todo corazón al realizador, preocupado esta vez por evitar los peligros extremos a que le había conducido la planificación sinuosa y demasiado liberal de
Almas sin conciencia
.
Además, resulta ser la última, y en todo el resto, Fellini ha sabido dar a su film la tensión y el rigor de una tragedia, sin recurrir a categorías extrañas a su universo. Cabiria, la cortesana de alma simple enraizada en la esperanza, no es un personaje del repertorio melodramático; los motivos de su deseo de «salir» no tienen nada que ver con los ideales de la moral o de la sociología burguesa, al menos en cuanto tales. Ella no desprecia su oficio. Y si existieran chulos de corazón puro, capaces de comprenderla y de encarnar no ya el amor, sino una simple confianza en la vida, Cabiria no vería ninguna incompatibilidad entre sus secretas esperanzas y sus actividades nocturnas. Una de sus grandes alegrías, seguida de una todavía más amarga decepción, ¿no la debe al encuentro con un célebre actor de cine que, por estar borracho y por un despecho amoroso, la lleva a su lujoso apartamento? Eso solo bastaría ya para hacer morir de envidia a todas sus compañeras. Pero la aventura acabará bien tristemente; y es, en el fondo, porque a la larga, el oficio de cortesana no reserva más que decepciones, por lo que desea, más o menos conscientemente, salir de él gracias al imposible amor de un buen chico que no le pida nada a cambio. De manera que si, aparentemente, llegamos a la misma conclusión de un melodrama burgués, es, en todo caso, por unos caminos bien distintos.
Las noches de Cabiria
, como
La Strada
, como
Almas sin conciencia
(y en el fondo como
I Vitelloni)
, son la historia de un proceso ascético, de un progresivo desprendimiento y —entiéndase como se quiera— de una salvación. La belleza y el rigor de su construcción proceden esta vez de la perfecta economía de los episodios. Cada uno de ellos, como ya he dicho antes, existe por y para sí mismo, en su singularidad y en su pintoresquismo de suceso, pero esta vez participan de un orden cuya absoluta necesidad siempre llegamos después a comprender. En el camino de la esperanza humana hacia la verdadera esperanza, Cabiria necesita pasar por la traición, la burla y el despojamiento, tiene que seguir una senda en la que cada parada la prepara para la etapa venidera. Cuando se reflexiona, hasta el encuentro con el bienhechor de vagabundos, cuya intrusión no parece a primera vista más que un admirable virtuosismo felliniano, se revela necesaria para poder después hacer caer a Cabiria en la trampa de la confianza; si tales hombres existen, todos los milagros son posibles y, junto a ella, aceptaremos sin desconfianza la aparición de Périer.
No quiero repetir una vez más todo lo que ya se ha dicho acerca del mensaje felliniano. De hecho, ha sido sensiblemente el mismo desde
I Vitelloni
, sin que esta repetición sea de ninguna manera el signo de la esterilidad. La variedad es, por el contrario, lo propio de los «directores», mientras que la unidad de inspiración es el signo de los verdaderos «autores». Pero sí puedo quizá intentar, a la luz de esta nueva obra maestra, elucidar un poco más la esencia del estilo felliniano. »