Aunque permaneciendo técnicamente fiel a la planificación clásica (su film tiene incluso un número de planos superior a lo normal), Cocteau le confiere una significación original no utilizando prácticamente más que planos de la tercera categoría; es decir, el punto de vista del espectador y sólo ése; de un espectador extraordinariamente perspicaz y puesto en situación de verlo todo. El análisis lógico y descriptivo, lo mismo que el punto de vista del personaje, quedan prácticamente eliminados; queda sólo el del testigo. Hay una utilización de la «cámara subjetiva» pero a la inversa, no como en
La dama del lago
, gracias a una pueril identificación del espectador con el personaje a través del trucaje de la cámara, sino al contrario, por la despiadada exterioricidad del testigo. La cámara es el espectador y nada más que el espectador. Es también Cocteau quien ha dicho que el cine era ver un acontecimiento por el ojo de la cerradura. De la cerradura queda aquí la impresión de violación de domicilio, la quasi-obscenidad del «ver».
Tomemos un ejemplo muy significativo de esta determinación de exterioricidad: una de las últimas imágenes del film, cuando Yvonne de Bray envenenada se aleja retrocediendo hacia su habitación, mirando al grupo que está muy ocupado alrededor de la feliz Magdalena. Un
travelling
hacia atrás permite a la cámara el acompañarla. Pero este movimiento no se confunde nunca, aunque la tentación era grande, con el punto de vista subjetivo de «Sofía». El impacto del
travelling
sería ciertamente más violento si estuviéramos en el sitio de la actriz y viéramos con sus ojos. Pero Cocteau se ha guardado muy bien de incurrir en este contrasentido: conserva a Yvonne de Bray en escorzo y retrocede, un poco retirado, detrás de ella. El objeto del plano no es lo que ella mira, ni siquiera su mirada; se trata de verla mirar; y, sin duda, por encima de su hombro; ése es el privilegio cinematográfico que Cocteau se empeña en devolver al teatro.
Cocteau se coloca así en el principio mismo de las relaciones del espectador con la escena. Aunque el cine le permitía captar el drama desde múltiples puntos de vista, prefirió deliberadamente no utilizar más que el del espectador, único denominador común entre la escena y la pantalla.
Así, Cocteau conserva lo esencial del carácter teatral de su obra. En lugar de intentar, como tantos otros, disolverla en el cine, utiliza por el contrario los recursos de la cámara para acusar, subrayar, confirmar las estructuras escénicas y sus corolarios psicológicos. La aportación específica del cine no se podría definir aquí más que como aumento de teatralidad.
Por esto hay que equipararle con Laurence Olivier, Orson Welles, Wyler y Dudley Nichols, como lo confirman el análisis de
Macbeth
, de
Hamlet
, de
La loba
o de
A Electra le sienta bien el luto
, para no hablar de un film como
Occupe-toi d’Amélie
, donde Claude Autant-Lara realiza en el vodevil una operación comparable a la de Laurence Olivier con
Enrique V
. Todos los éxitos tan característicos de estos últimos quince años son ilustración de una paradoja: el respeto del texto y de las estructuras teatrales. Ya no se trata de un asunto que se «adapta». Se trata de una obra teatral que se pone en escena gracias al cine. Del «teatro en conserva», ingenuo o impúdico, a estos éxitos recientes, el problema del teatro filmado se ha renovado radicalmente. Hemos intentado discernir cómo. Con una mayor ambición ¿llegaremos a decir por qué?
Les Parents terribles
, de Jean Cocteau.
El
leitmotiv
de quienes rechazan el teatro filmado, su argumento último y aparentemente inexpugnable, sigue siendo el placer irremplazable que va unido a la presencia física del actor. «Lo específicamente teatral —escribe Henri Gouhier en
l'Essence du Théâtre
— es la imposibilidad de separar la acción del actor». Y más aún «La escena admite todas las ilusiones excepto la de la presencia; el comediante se nos aparece bajo su disfraz, con otra alma y una voz distinta, pero está allí y, al instante, el espacio recobra sus exigencias y la duración su espesor». En otros términos e inversamente: el cine puede sustituir todas las realidades menos la de la presencia física del actor. Si es cierto que aquí reside la esencia del fenómeno teatral, el cine no podría igualarlo en manera alguna. Si la escritura, el estilo, la construcción dramática están, como deben estarlo, concebidos para recibir alma y existencia de un actor en carne y hueso, la empresa se nos muestra como radicalmente vana, al intentar sustituir al hombre por su reflejo o su sombra. El argumento es irrefutable. Los logros de Laurence Olivier, de Welles o de Cocteau tienen que ser refutados (lo que sólo puede hacerse con mala fe) o declarados inexplicables: un desafío a la estética y al filósofo. Por tanto, no pueden elucidarse más que poniendo en tela de juicio ese lugar común de la crítica teatral: «la irremplazable presencia del actor».
Una primera serie de puntualizaciones se impondría para empezar en cuanto al contenido del concepto «presencia», porque parece ser que esta noción, tal como podría ser entendida antes de la aparición de la fotografía, es la que el cine viene precisamente a problematizar.
La imagen fotográfica —y singularmente la cinematográfica— ¿puede ser asimilada a las otras imágenes y, como ellas, distinguida de la existencia del objeto? La presencia se define naturalmente en relación al tiempo y al espacio. «Estar en presencia» de alguien es reconocer que es nuestro contemporáneo y constatar que se mantiene en la zona de acceso natural de nuestros sentidos (aquí, de la vista; en la radio, del oído). Hasta la aparición de la fotografía y más aún del cine, las artes plásticas, sobre todo en el retrato, eran los únicos intermediarios posibles entre la presencia concreta y la ausencia. La justificación se centraba en el parecido, que excita la imaginación y ayuda a la memoria. Pero la fotografía es una cosa distinta. No es ya la imagen de un objeto o de un ser sino su huella. Su génesis automática la distingue radicalmente de otras técnicas de reproducción. El fotógrafo procede, con la mediación del objetivo, a una verdadera captura de la huella luminosa: llega a realizar un molde. Como tal, trae consigo, más que la semejanza, una especie de identidad (el carnet del mismo nombre sólo es concebible en la era de la fotografía). Pero la fotografía es una técnica incompleta en la medida en que su instantaneidad le obliga a no captar el tiempo que detiene. El cine realiza la extraña paradoja de amoldarse al tiempo del objeto y de conseguir además la huella de su duración.
El siglo XIX, con sus técnicas objetivas de reproducción visual y sonora, ha hecho aparecer una nueva categoría de imágenes; sus relaciones con la realidad de la que proceden exigen una definición rigurosa. Sin contar con que los problemas estéticos que se derivan directamente no podrían ser convenientemente planteados sin esta operación filosófica previa, supone una cierta imprudencia el tratar hechos estéticos antiguos como si las categorías que les afectan no hubieran sido modificadas en nada por la aparición de fenómenos absolutamente nuevos. El sentido común —quizá el mejor filósofo en estas materias— lo ha comprendido bien al crear una expresión para significar la presencia de un actor al añadir al anuncio «en carne y hueso». Y es que para él la palabra «presencia» se presta hoy al equívoco y que un pleonasmo no está de más en los tiempos del cinematógrafo. Por eso no es ya una cosa tan segura el que no pueda concebirse ningún intermedio entre presencia y ausencia. Es igualmente al nivel de la ontología donde la eficacia del cine encuentra su fuente. Resulta falso decir que la pantalla sea absolutamente impotente para ponernos «en presencia» del actor. Lo hace a la manera de un espejo (del que hay que admitir que repite la presencia de lo que refleja), pero de un espejo de reflejo diferido, cuyo azogue retuviera la imagen
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. Es cierto que, en el teatro, Molière puede agonizar sobre la escena y que tenemos el privilegio de vivir en el tiempo biográfico del actor; pero también asistimos en el film
Manolete
a la muerte auténtica del célebre torero, y si nuestra emoción no es por supuesto tan fuerte como si hubiéramos estado en la plaza en ese instante histórico, es por lo menos de la misma naturaleza. Lo que perdemos de testimonio directo ¿no lo ganamos gracias a la proximidad artificial que permite el acercamiento de la cámara? Todo sucede como si en el parámetro Tiempo-Espacio, que define la presencia, el cine no nos devuelva más que una duración debilitada, disminuida, pero no reducida a cero, mientras que la multiplicación del factor espacial restablecería el equilibrio de la ecuación psicológica.
Al menos no se podría oponer al teatro sobre esta única noción de presencia, sin dar cuenta previamente de lo que de ella queda en la pantalla y que los filósofos y estudiosos de la estética apenas han esclarecido todavía. No vamos a intentarlo aquí, porque incluso en la interpretación clásica que le da, entre otros, Henri Gouhier, la «presencia» nos parece que en un último análisis no encierra la esencia radical del teatro.
Una introspección sincera del placer teatral y cinematográfico en lo que tienen de menos intelectual, de más directo, nos obliga a reconocer en la alegría que nos proporciona la escena cuando cae el telón, no sé qué de más tónico y, reconozcámoslo, de más noble —o quizá, habría que decir de más moral— que el placer proporcionado por un buen film. Parece como si obtuviéramos una conciencia más satisfecha. En un cierto sentido, para el espectador es como si todo el teatro fuera corneliano. Desde este punto de vista, podría decirse que a los mejores films «les falta algo». Es como si una inevitable disminución de voltaje, como si un misterioso cortocircuito estético privara al cine de una cierta tensión que es decididamente propia de la escena. Esta diferencia, por pequeña que sea, existe ciertamente aun entre una pésima interpretación de aficionados y la más brillante interpretación cinematográfica de Laurence Olivier. Esta constatación no tiene nada de banal, y la supervivencia del teatro a los cincuenta años del cine y a pesar de las profecías de Marcel Pagnol proporcionan ya una prueba experimental suficiente.
En el principio de desencanto que sigue al film podría sin duda discernirse un proceso de despersonalización del espectador. Así lo escribía Rosenkrantz, en 1937
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, en un artículo, profundamente original para su época: «los personajes de la pantalla son de una manera natural objeto de identificación, mientras que los de la escena lo son más bien de oposición mental, porque su presencia efectiva les da una realidad objetiva y para convertirlos en objetos de un mundo imaginario la voluntad activa del espectador debe intervenir para hacer abstracción de su realidad física. Esta abstracción es el fruto de un proceso intelectual que sólo puede pedirse a individuos plenamente conscientes». El espectador del cine tiende a identificarse con el héroe por un proceso psicológico que tiene como consecuencia el convertir la sala en «masa» y el uniformar las emociones: «lo mismo que en álgebra si dos dimensiones son respectivamente iguales a una tercera son iguales entre sí, podría decirse: si dos individuos se identifican con un tercero, son idénticos entre sí». Tomemos el significativo ejemplo de las
girls
en la escena y en la pantalla. En la pantalla, su aparición satisface aspiraciones sexuales inconscientes, y cuando el héroe se pone en contacto con ellas satisface el deseo del espectador en la medida en que éste se identifica con el héroe. En la escena, las
girls
despiertan los sentidos del espectador como lo harían en la realidad. De manera que la identificación con el héroe no se produce. Se convierte, por el contrario, en objeto de celos o de envidia. Tarzán, en suma, no puede concebirse más que en el cine. El cine calma al espectador; el teatro le excita. El teatro, incluso cuando apela a los instintos más bajos, impide hasta un cierto punto la formación de una mentalidad de masa
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, dificulta la representación colectiva en el sentido psicológico, porque exige una conciencia individual activa, mientras que el film no pide más que una adhesión pasiva.
Estas consideraciones dan una nueva claridad al problema del actor. Lo hacen descender de la ontología a la psicología. El cine se opone al teatro en la medida en que favorece el proceso de identificación con el héroe. Así planteado, el problema deja de ser radicalmente insoluble, ya que el cine dispone de procedimientos de puesta en escena que favorecen la pasividad o que por el contrario excitan más o menos la conciencia. Inversamente, el teatro puede intentar atenuar la oposición psicológica entre el espectador y el héroe. El teatro y el cine no estarían ya separados por una fosa estética infranqueable; tenderían tan sólo a suscitar dos actitudes mentales sobre las cuales los directores tienen un amplio control.
Al analizarlo de cerca, el placer teatral no se opondría sólo al cine sino también al de la novela. El lector de novelas, que está físicamente solo como lo está psicológicamente el espectador de las salas oscuras, se identifica igualmente con los personajes
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porque experimenta, también él, después de una lectura prolongada, la embriaguez de una dudosa intimidad con los héroes. Existe incontestablemente en el placer de la novela, como en el cine, una complacencia en uno mismo, una concesión a la soledad, una especie de traición de la acción al rechazar una responsabilidad social.