¿Qué es el cine? (22 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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1. EL TEATRO EN AYUDA DEL CINE

La primera es que, lejos de pervertir al cine, el teatro filmado, entendido justamente, sólo puede enriquecerlo y elevarlo.

Primeramente en cuanto al fondo. Desgraciadamente es algo demasiado cierto que el término medio de la producción cinematográfica es incluso intelectualmente muy inferior, si no a la producción dramática actual (en la que hay que incluir a Jean de Létraz y Henri Bernstein…), al menos al patrimonio teatral que continúa vivo, y ello aunque no fuera más que en razón de su ancianidad. Nuestro siglo no es menos de Charlot de lo que el siglo XVII fue de Racine y de Moliere; pero, a fin de cuentas, el cine no tiene más que cincuenta años y la literatura teatral, en cambio, veinticinco siglos. ¿Qué sería hoy la escena francesa si, como el cine, sólo diera cabida a la producción de los diez últimos años? Puesto que difícilmente podría afirmarse que el cine no atraviesa una crisis de argumentos, no arriesga gran cosa admitiendo escenaristas como Shakespeare o el mismo Feydeau. No hace falta insistir porque la cosa está muy clara.

Puede parecerlo mucho menos en cuanto a la forma. Si el cine es un arte mayor, que posee también sus leyes propias y su lenguaje, ¿qué puede ganar sometiéndose a los de un arte diferente? ¡Mucho! Y ello en la medida en que, rompiendo con vanas y pueriles supercherías, se proponga verdaderamente someterse y servir. Haría falta, para justificarlo plenamente, situar su caso en una historia estética de la influencia en el arte. Creo que una tal historia evidenciaría un comercio decisivo entre las técnicas artísticas, al menos en un cierto estadio de su evolución. Nuestro prejuicio del «arte puro» es una noción crítica relativamente moderna. Pero ni siquiera es indispensable la autoridad misma de estos precedentes. El arte de la puesta en escena, cuyo mecanismo en algunos grandes films hemos tratado de revelar antes, todavía más que nuestras hipótesis teóricas, supone, por parte del realizador, una inteligencia del lenguaje cinematográfico que sólo es igualada por la comprensión del hecho teatral. Si el
film d’art
ha fracaso allí donde Laurence Olivier y Cocteau han triunfado, es en primer lugar porque estos últimos tenían a su disposición un medio de expresión mucho más evolucionado, pero también porque han sabido utilizarlo mejor que sus contemporáneos. Decir de
Les parents terribles
que es quizá un film excelente pero que «no es cine» con el pretexto de que sigue la puesta en escena teatral es hacer una crítica insensata. Porque es precisamente por eso por lo que es cine. Es el
Topaze
(último estilo) de Marcel Pagnol lo que no es cine justamente porque ya no es teatro. Hay más cine, y del grande, sólo en
Enrique V
que en el noventa por ciento de los films rodados sobre argumentos originales. La poesía pura no es en absoluto la que no quiere decir nada, como muy bien ha señalado Cocteau; todos los ejemplos del Padre Bremond son una ilustración de lo contrario: «la filie de Minos et de Pasiphaé» es una ficha del registro civil. Hay igualmente una manera, desgraciadamente todavía virtual, de decir ese verso en la pantalla que sería cine puro porque respetaría lo más inteligentemente posible su sentido teatral. Cuanto más se proponga el cine ser fiel al texto, a sus exigencias teatrales, más tendrá que profundizar en su propio lenguaje. La mejor traducción es la que pone de manifiesto la más profunda intimidad con el genio de las dos lenguas y un mayor dominio de ambas.

2. EL CINE SALVARÁ AL TEATRO

Y ello porque el cine devolverá al teatro sin avaricia lo que antes le había tomado. Si es que no lo ha hecho ya.

Porque si el éxito del teatro filmado supone un progreso dialéctico de la forma cinematográfica, implica recíprocamente
a fortiori
una revalorización del hecho teatral. La idea explotada por Marcel Pagnol según la cual el cine vendría a reemplazar al teatro poniéndolo en conserva es completamente falsa. La pantalla no puede suplantar la escena como el piano ha eliminado al clavecín.

Y en primer lugar, «reemplazar el teatro« ¿para quién? No para el público del cine que ha desertado de él hace mucho tiempo. El divorcio entre el pueblo y el teatro no data, que yo sepa, de la velada del Grand Café en 1895. ¿Se trata de la minoría de privilegiados de la cultura y del dinero que constituyen la actual clientela de las salas dramáticas? Porque es fácil ver que Jean de Létraz no está en decadencia y que el provinciano que viene a París no confunde los senos de Françoise Arnoul que ha visto en la pantalla con los de Nathalie Nattier en el Palais Royal, aunque estos últimos estén cubiertos por un sostén; pero están, me atrevo a decir, «en carne y hueso». ¡Ah, la irremplazable presencia del actor! En cuanto a las salas «serias», pongamos el Marigny o el Français, es evidente que se trata en gran parte de una clientela que no va al cine y, por lo demás, de espectadores capaces de frecuentar uno y otro sin confundir los dos placeres. A decir verdad, si hay una invasión de terrenos, no es en absoluto el del espectáculo teatral, tal como existe, sino más bien del lugar abandonado desde hace mucho tiempo por las fórmulas difuntas del teatro popular. No solamente el cine no entra seriamente en competencia con la escena, sino que, por el contrario, está a punto de devolver el gusto y el sentido del teatro a un público que estaba perdido para él
[49]
.

Es posible que el «teatro en conserva» haya contribuido durante algún tiempo a la desaparición de las
tournés
por provincias. Cuando Marcel Pagnol rueda
Topaze
, no oculta sus intenciones; él pretende poner su obra al alcance de la provincia por el precio de una butaca de cine y con un reparto de «clase parisiense». También sucede así a menudo con las obras de
boulevard
; agotado su éxito, el film ofrece a mejor precio los actores del estreno y decorados aún más suntuosos. Pero la ilusión sólo ha sido eficaz unos cuantos años y hoy vemos renacer las
tournés
por provincias, mejoradas con la experiencia. El público que reencuentra, acostumbrado por el cine a todos los lujos en el reparto y a la puesta en escena y que, como suele decirse, está de vuelta, espera menos del teatro y, al mismo tiempo, más. Por su parte, los organizadores de las
tournés
no pueden ya permitirse el dar unos espectáculos de saldo, cosa a la que se sentían inclinados antaño por la falta de competencia.

Pero la vulgarización de los éxitos de París no es todavía el término del renacimiento teatral y su principal mérito no es el de fomentar la «competencia» entre la pantalla y la escena. Podría incluso decirse que esta mejoría de las
tournés
provincianas es debida al mal teatro filmado. Son sus defectos los que han disgustado a la larga a una parte del público y lo han devuelto al teatro.

Ha pasado lo mismo con la fotografía y la pintura. Aquélla ha dispensado a ésta de lo que era estéticamente menos esencial: el parecido a la anécdota. La perfección, la economía y la facilidad de la fotografía han contribuido finalmente a valorizar la pintura; a confirmarla en su especificidad irremplazable.

Pero los beneficios de su coexistencia no se han limitado a esto. Los fotógrafos no han sido sólo los gregarios de los pintores. Han sido Degas y Toulouse-Lautrec, Renoir y Manet quienes han comprendido desde el interior, en su esencia, el fenómeno fotográfico (e incluso proféticamente: el cinematográfico). Ante la fotografía, se han opuesto de la única manera válida, con un enriquecimiento dialéctico de la técnica pictórica. Han comprendido mejor que los fotógrafos y mucho antes que los cineastas las leyes de la nueva imagen y han sido ellos los primeros en aplicarlas.

Pero esto no es todo, y la fotografía está en camino de prestar a las artes plásticas servicios todavía más decisivos. Una vez perfectamente conocidos y delimitados sus dominios respectivos, la imagen automática multiplica y renueva nuestro conocimiento de la imagen pictórica. Malraux ha dicho sobre este tema lo que había que decir. Si la pintura ha podido llegar a ser el arte más individual, el más costoso, el más independiente de todo compromiso, y el más accesible al mismo tiempo, lo debe a la fotografía en color.

El mismo proceso es aplicable al teatro: el mal «teatro en conserva» ha ayudado al verdadero teatro a tomar conciencia de sus leyes. El cine ha contribuido igualmente a renovar la concepción de la puesta en escena teatral. Éstos son ya resultados innegables. Pero hay todavía otro que el buen teatro filmado permite entrever: un progreso formidable, tanto en extensión como en comprensión, de la cultura teatral del gran público. ¿Qué es si no lo que consigue un film como
Enrique V
? Por de pronto, Shakespeare para todos. Pero además, y sobre todo, una luz esplendorosa sobre la poesía dramática de Shakespeare. La más eficaz, la más deslumbrante de las pedagogías teatrales. La adaptación de la obra teatral no sólo multiplica su público virtual, como las adaptaciones de las novelas hacen la fortuna de los editores, sino que además el público está mucho más preparado que antes para el placer teatral. El
Hamlet
de Laurence Olivier no puede, evidentemente, más que aumentar el público del
Hamlet
de Jean-Louis Barrault y desarrollar su sentido crítico. De la misma manera que entre la mejor de las modernas reproducciones de cuadros y el placer de poseer el original subsiste una diferencia irreductible, la visión de
Hamlet
en la pantalla no puede reemplazar la interpretación de Shakespeare, pongamos, por una compañía de estudiantes ingleses. Pero hace falta una auténtica cultura teatral para apreciar la superioridad de la representación
real
por los aficionados, es decir, para participar en el juego de la escena.

Ahora bien, cuanto más logrado resulta el teatro filmado, cuando más profundiza en el hecho teatral para respetarlo mejor, pone más de manifiesto la irreductible diferencia entre la pantalla y la escena. Es, por el contrario, el «teatro en conserva» por un lado, y el mediocre teatro de
boulevard
por el otro, quienes mantienen la confusión.
Les parents terribles
no desfiguran su mundo. No hay un solo plano que no sea más eficaz que su equivalente escénico, ni tampoco ninguno que no haga implícitamente alusión al indefinible suplemento de placer que nos hubiera proporcionado Ja representación teatral. No podría haber mejor propaganda para el verdadero teatro que el buen teatro filmado. Todas estas verdades son ya indiscutibles y sería ridículo que me hubiera extendido tanto si el mito del «teatro filmado» no subsistiera todavía con demasiada frecuencia bajo la forma de prejuicios, de malentendidos o de conclusiones gratuitas.

3. DEL TEATRO FILMADO AL TEATRO CINEMATOGRÁFICO

Mí última proposición será, lo reconozco, más arriesgada. Hasta aquí hemos considerado el teatro como un absoluto estético al que el cine se aproximaría de manera satisfactoria, pero siempre dependiente de él y, en el mejor de los casos, como un humilde servidor. Sin embargo, la primera parte de este estudio nos ha permitido descubrir en el género burlesco el renacimiento de géneros dramáticos prácticamente desaparecidos, como la farsa y la
Commedia dell'arte
. Ciertas situaciones dramáticas, ciertas técnicas históricamente degeneradas han encontrado en el cine, en primer lugar, el apoyo sociológico que necesitan para existir y más aún las condiciones de un despliegue integral de su estética que la escena mantenía congénitamente atrofiadas. Atribuyendo al espacio la función de protagonista, la pantalla no traiciona el espíritu de la farsa, sino que da solamente al sentido metafísico del bastón de Scapin sus dimensiones reales: las del Universo. El género burlesco es también la expresión dramática de un terrorismo de las cosas, del que Keaton, todavía más que Chaplin, ha sabido hacer una tragedia del Objeto. Pero es cierto que las formas cómicas constituyen en la historia del teatro filmado un problema aparte, probablemente porque la risa permite a la sala de cine alcanzar una conciencia de sí misma y obtener así apoyo para conseguir algo de la oposición teatral. En todo caso, y por eso no hemos llevado el estudio más lejos, el injerto entre el cine y el teatro cómico se ha realizado tan espontáneamente y ha sido tan perfecto, que sus frutos han sido considerados siempre como productos del cine puro.

Actualmente, cuando la pantalla sabe recibir sin traicionar otros géneros teatrales distintos del cómico, nada nos impide pensar que puede renovarlos igualmente desplegando algunas de sus virtualidades escénicas. El film no debe, no puede ser, lo hemos visto, más que una modalidad paradójica de la puesta en escena teatral; pero las estructuras dramáticas tienen su importancia y no es indiferente el representar
Julio César
en la plaza de Nímes o en el Atelier; además, ciertas obras dramáticas, no sin importancia, sufren prácticamente desde hace treinta o cincuenta años un desajuste entre el estilo de puesta en escena que requieren y el gusto contemporáneo. Pienso particularmente en el repertorio trágico. Aquí el
handicap
se debe, sobre todo, a la extinción de la raza del trágico tradicional: los Mounet-Sully y las Sarah Bernhardt, desaparecidos al principio del siglo como los grandes reptiles al final del secundario. Por una ironía de la suerte, es el cine quien ha conservado sus restos fosilizados en los
films d’art
. Ha llegado a ser un lugar común el atribuir esta desaparición a la pantalla por dos razones convergentes: una, estética, y la otra, sociológica. La pantalla ha modificado nuestro sentido de la verosimilitud en la interpretación. Basta ver precisamente uno de esos pequeños films interpretados por Sarah Bernhardt o Le Bargy para comprender que este tipo de actor estaba todavía virtual-mente disfrazado con los coturnos y la máscara. Pero la máscara resulta ridícula cuando un primer plano puede ahogarnos en una lágrima y el megáfono absurdo cuando el micrófono hace rugir a voluntad al órgano bucal más desfalleciente. Así nos hemos habituado a esta interiorización en la naturaleza que sólo permite al actor un margen de estilización reducido a los límites de la verosimilitud. El factor sociológico es quizá todavía más decisivo: el éxito y la eficacia de un Mounet-Sully se debían sin duda a su talento, pero se sustentaba en el asentimiento y en la complicidad del público. Era el fenómeno del «monstruo sagrado» que hoy ha derivado casi por completo hacia el cine. Decir que los concursos del Conservatorio no producen más trágicos no significa que no nazcan más Sarah Bernhardt, sino que ya no existe acuerdo entre la época y sus características. Así, Voltaire se agotaba plagiando la tragedia del siglo XVII, porque creía que quien había muerto era Racine, en lugar de la tragedia. En nuestros días apenas notaríamos diferencias entre Mounet-Sully y un mal cómico de provincias, porque seríamos incapaces de distinguirlos. En el
film d'art
, visto por un joven de hoy, el monstruo permanece, pero no queda nada de sagrado.

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