¿Qué es el cine? (24 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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Pero aunque el cineasta respetara escrupulosamente los datos de la historia del arte, fundamentaría aún su trabajo en una operación estéticamente contra natura. Analiza una obra que es sintética por esencia; destruye la unidad o realiza una síntesis nueva que no es la querida por el pintor. Bastaría con limitarse a preguntarle con qué derecho lo hace.

Todavía más grave: además del pintor, se traiciona también la pintura, porque el espectador cree tener ante los ojos la realidad pictórica, cuando en realidad se le fuerza a verla según un sistema plástico que la desnaturaliza profundamente. Primero en blanco y negro; ni siquiera el film en color aporta una solución satisfactoria, ya que la fidelidad no es absoluta y la relación de todos los colores del cuadro participa en la tonalidad de cada uno de ellos. Por otra parte el montaje reconstruye una unidad temporal horizontal, geográfica en un cierto sentido, cuando la temporalidad del cuadro —tanta cuanta se le reconozca— se desarrolla geológicamente en profundidad. En fin, y sobre todo (este argumento más sutil es apenas invocado, pero es, sin embargo, el más importante), la pantalla destruye radicalmente el espacio pictórico. Al igual que el teatro mediante las candilejas y la arquitectura escénica, la pintura se opone a la realidad misma y sobre todo a la realidad que representa, gracias al marco que la rodea. No se puede efectivamente ver en el marco una función simplemente decorativa o retórica. La función de realzar la composición del cuadro es tan sólo una consecuencia secundaria. Mucho más esencialmente el marco tiene como misión, si no el crear, al menos el subrayar la heterogeneidad del microcosmos pictórico con el macrocosmos natural en el que viene a insertarse. De aquí la complicación barroca del marco tradicional encargado de establecer una solución de continuidad geométricamente indefinible entre el cuadro y la pared, es decir, entre pintura y realidad. De aquí también, como muy bien lo ha explicado Ortega y Gasset, el triunfo del marco dorado «porque es la materia que produce el máximo de reflejos y el reflejo es esa nota de color, de luz que no encierra en sí ninguna forma, que es un puro color informe».

En otros términos, el marco constituye una zona de desorientación del espacio: al de la naturaleza y al de nuestra experiencia activa que marca sus límites exteriores, le opone el espacio orientado hacia adentro, el espacio contemplativo, abierto solamente sobre el interior del cuadro.

Los límites de la pantalla no son, como el vocabulario técnico podría a veces hacer creer, el marco de la imagen, sino una
mirilla
que sólo deja al descubierto una parte de la realidad. El marco polariza el espacio hacia dentro; todo lo que la pantalla nos muestra hay que considerarlo, por el contrario, como indefinidamente prolongado en el universo. El marco es centrípeto, la pantalla centrífuga. De aquí se sigue que si trastrocando el proceso pictórico se inserta la pantalla en el marco, el espacio del cuadro pierde su orientación y sus límites para imponerse a nuestra imaginación como indefinido. Sin perder los otros caracteres plásticos del arte, el cuadro se encuentra afectado por las propiedades espaciales del cine, participa de un universo pictórico virtual que le desborda por todas partes. Sobre esta ilusión mental se ha basado Luciano Emmer en sus fantásticas reconstrucciones estéticas que sirven en gran parte de origen a los films de arte contemporáneos y especialmente al
Van Gogh
de Alain Resnais. En este último film, el realizador ha podido tratar el conjunto de la obra del pintor como un único e inmenso cuadro donde la cámara podía desplazarse tan libremente como en cualquier documental. De «la calle de Arlés» «penetramos» por una ventana «en» la casa de Van Gogh, y nos acercamos a la cama del edredón rojo. Resnais incluso se atreve a realizar el «contracampo» de una vieja campesina holandesa que entra en su casa.

Es fácil, evidentemente, el pretender que una tal operación desnaturaliza radicalmente la manera de ser de la pintura; que más valdría que Van Gogh tuviera menos admiradores que ignoran exactamente lo que admiran, y que es una singular difusión cultural la que comienza por destruir su objeto.

Este pesimismo no resiste, sin embargo, a la crítica, en primer lugar desde un punto de vista contingente y pedagógico y todavía menos desde un punto de vista estético.

¿Por qué en lugar de reprochar al cine su impotencia para restituirnos fielmente la pintura, no nos maravillamos ante el hecho de haber encontrado el sésamo que abrirá a millones de espectadores la puerta de las obras maestras? La apreciación de un cuadro y el gozo estético son casi imposibles sin una previa educación del espectador, sin una educación pictórica que le permita realizar el esfuerzo de abstracción por el que el modo de existencia de la superficie pintada se distingue expresamente del mundo exterior natural. Hasta el siglo XIX la justificación del parecido constituía el malentendido realista por el que el profano creía poder entrar en el cuadro, y para el espíritu inculto la anécdota dramática o moral multiplicaba aún esas posibilidades. Está bastante claro que hoy no se llega todavía mucho más allá y lo que me parece decisivo en los ensayos cinematográficos de Luciano Emmer, Storck, Alain Resnais, Pierre Kast y algunos otros, es que han conseguido precisamente «solubilizar», por decirlo así, la obra pictórica en la percepción natural, de tal manera que basta con tener ojos para ver, y no se necesita ni cultura ni iniciación para gozar de una manera inmediata, podría incluso decirse que a la fuerza, de la pintura, impuesta al espíritu por las estructuras de la imagen cinematográfica como un fenómeno natural.

Los pintores no tienen por qué considerar que se trata de una regresión del ideal pictórico, de una violación espiritual de la obra ni de una vuelta a una concepción realista y anecdótica, porque esta nueva vulgarización de la pintura no se realiza de manera esencial sobre el asunto y en manera alguna sobre la forma. El pintor puede continuar pintando como le plazca; la acción del cine es siempre externa, realista ciertamente, pero —y éste es el inmenso descubrimiento del que todo pintor debe alegrarse— con un realismo en segundo grado, a partir de la abstracción del cuadro. Gracias al cine y las propiedades psicológicas de la pantalla, el signo elaborado y abstracto adquiere para cualquier espíritu la evidencia y el peso de una realidad mineral. ¿Quién no advierte que el cine, en lugar de comprometer y desnaturalizar al otro arte, está por el contrario a punto de salvarle devolviéndole la atención del público? De toda las artes modernas, quizá es la pintura aquella en la que el divorcio entre el artista y la inmensa mayoría del público no iniciado resulta más grave. A menos de profesar abiertamente un mandarinismo sin sentido, ¿cómo no felicitarse de ver llegar la obra al púbüco sin necesidad de una cultura? Si esta economía molesta a los mantenedores del malthusianismo cultural, quizá les consuele pensar que puede ahorramos una revolución artística: la del «realismo», que toma un camino bastante distinto para devolverle la pintura al pueblo.

En cuanto a las objeciones puramente estéticas, diferentes del aspecto pedagógico del problema, parten evidentemente de un malentendido que lleva a exigir implícitamente al cineasta cosas que no se ha propuesto. Es cierto que
Van Gogh
y
Goya
no son, o al menos no son solamente, una nueva presentación de la obra de estos pintores. El cine no desempeña en absoluto el papel subordinado y didáctico de las fotografías en un álbum o de las proyecciones fijas en una conferencia. Estos films son obras en sí mismos. Su justificación es autónoma. No hay que juzgarlos sólo haciendo referencia a la pintura que utilizan, sino en relación con la anatomía y más aún con la histología de este ser estético nuevo, nacido de la conjunción de la pintura y el cine. Las objeciones que he formulado antes no son, en realidad, más que la definición de las nuevas leyes que surgen de este encuentro. El cine no viene a «servir» o a traicionar la pintura, sino a añadirle una manera de ser. El film sobre pintura es una simbiosis estética entre la pantalla y el cuadro como el liquen lo es entre el alga y el
champignon
. Indignarse es tan absurdo como condenar la ópera en nombre del teatro y de la música.

Es cierto, sin embargo, que este fenómeno trae consigo algo radicalmente moderno que esta comparación tradicional no permite advertir. El film sobre pintura no es el dibujo animado. Su paradoja consiste en utilizar una obra ya totalmente constituida y que se basta a sí misma. Pero es precisamente porque realiza una obra en segundo grado, a partir de una materia ya estéticamente elaborada, por lo que arroja sobre aquélla una nueva luz. Es quizá precisamente en la medida en que es una obra nueva y parece, por tanto, traicionar a la pintura por lo que en definitiva la sirve mejor. Prefiero, sin duda,
Van Gogh o Guernica
a
Rubens
o al film
De Renoir a Picasso
, de Haesaerts, que no pretenden ser más que pedagógicos y críticos. No tanto porque las libertades que se concede Alain Resnais conservan la ambigüedad, la polivalencia, de toda creación auténtica, mientras que la idea crítica de Storck y de Haesaerts limitan, pretendiendo asegurarla, mi percepción de la obra, sino sobre todo porque la creación es aquí la mejor crítica. Desnaturalizando la obra, rompiendo sus límites, penetrando en su misma esencia, el film obliga a la pintura a revelar algunas de sus virtualidades secretas. ¿Sabíamos verdaderamente antes de Resnais lo que era Van Gogh
menos el amarillo
? La empresa es, sin duda, peligrosa y se entrevén sus peligros en los films de Emmer menos buenos: dramatización artificial y mecánica que, en último término, se expone a sustituir el cuadro por su anécdota; pero es que el logro depende también del valor del cineasta y de su comprensión profunda del pintor. Existe una crítica literaria que es también una recreación, la de Baudelaire sobre Delacroix, la de Valéry sobre Baudelaire, la de Malraux sobre El Greco. No atribuyamos al cine la debilidad y los pecados de los hombres. Superado el impacto de la sorpresa y del descubrimiento, los films sobre pintura valdrán lo que valgan quienes los hagan.

Van Gogh
, de Alain Resnais.

XIII. UN FILM BERGSONIANO: «LE MYSTÈRE PICASSO»
[51]

La primera observación que se impone es la de que
Le mystère Picasso
«no explica nada». Clouzot parecía creer, si nos atenemos a algunas declaraciones y al preámbulo del film, que el hecho de ver hacer los cuadros los haría comprensibles a los profanos. Si realmente lo piensa así, se equivoca y además las reacciones del público parecen confirmarlo: los admiradores admiran más y a quienes no les gusta Picasso confirman su desprecio.
Le mystère Picasso
se distingue radicalmente de los films sobre arte más o menos directamente didácticos realizados hasta la fecha. De hecho, el film de Clouzot no explica a Picasso, sino que lo muestra, y si hay alguna lección que sacar es la de que ver trabajar a un artista no puede dar la clave, no ya de su genio —cosa evidente—, sino ni siquiera de su arte. Es también cierto que la observación del trabajo y de las fases intermedias puede en ciertos casos revelar la marcha del pensamiento o descubrir trucos del oficio que, en el mejor de los casos, no son más que secretos triviales: tal, el ralenti sobre los tanteos del pincel de Matisse en el film de François Campaux. Esos insignificantes beneficios quedan en todo caso excluidos cuando se trata de Picasso, que ha dicho todo de sí mismo con el famoso: «Yo no busco, encuentro».

Si alguien dudaba de la precisión y de la profundidad de esta formula, no podrá seguir haciéndolo después del film de Clouzot. Porque, efectivamente, no hay ni un trazo ni una mancha de color que no parezcan —aparezcan es la palabra— como rigurosamente imprevisibles. Imprevisibilidad que supone, inversamente, la no explicación de lo compuesto por lo simple. Esto es tan verdadero que todo el principio del film en tanto que espectáculo e incluso, más precisamente, en cuanto «suspense», se mantiene sobre esta espera y esta perpetua sorpresa. Cada trazo de Picasso es una creación que entraña otra, no como una causa implica un efecto, sino como la vida engendra la vida. Proceso particularmente sensible en las primeras fases de los cuadros, cuando Picasso todavía dibuja. Como la mano y el lápiz permanecen invisibles, nada revela su emplazamiento, excepto el trazo o el punto que aparece y, cada vez, el espíritu intenta más o menos conscientemente adivinar o prever lo que vendrá después, pero siempre la decisión de Picasso destruye nuestra suposición. Parece que la mano está a la derecha y el trazo aparece a la izquierda. Se espera un trazo: aparece una mancha; una mancha, un punto. Lo mismo sucede frecuentemente con los temas: el pez se hace pájaro y el pájaro se convierte en fauno. Pero estos avatares implican otra noción que voy a examinar ahora: la de la duración pictórica.

Le mystère Picasso
constituye, efectivamente, la segunda revolución sobre el film de arte. Me he esforzado por mostrar la importancia de la primera, abierta con los films de Emmer y Gras y admirablemente desarrollada en sus consecuencias por Alain Resnais. Esta revolución residía en la abolición del marco, cuya desaparición identifica el universo pictórico con el universo simplemente tal. La cámara, sin duda, habiendo entrado «en» los cuadros, podría pasearnos por ellos según una cierta duración descriptiva o dramática; pero la verdadera novedad era de orden espacial y no temporal. También el ojo analiza y emplea tiempo, pero las dimensiones del cuadro y sus fronteras le recuerdan la autonomía del microcosmos pictórico cristalizado para siempre fuera del tiempo.

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