Queda el cine. Y pienso que en efecto hay razón para afligirse por la forma con que demasiado a menudo se emplea el capital literario, pero, más que por respeto a la literatura, porque el cineasta saldría ganando mucho si buscara una mayor fidelidad. La novela, que ha evolucionado más y se dirige a un público relativamente cultivado y exigente, propone al cine unos personajes más complejos y, en las relaciones entre fondo y forma, un rigor y una sutileza a los que la pantalla no está habituada. Es evidente que si la materia sobre la que trabajan guionistas y directores es
a priori
de una calidad intelectual muy superior a la medida cinematográfica, dos usos son posibles: o bien esta diferencia de nivel y el prestigio artístico de la obra original sirven simplemente como marchamo del film, de contingente de ideas y de etiqueta de calidad —es el caso de
Carmen
, de
La Chartreuse de Parme
o de
El idiota
—, o bien los cineastas se esfuerzan honestamente por hallar una equivalencia integral, intentan al menos no sólo inspirarse en el libro, no sólo adaptarlo, sino traducirlo a la pantalla, y surgen films como
La symphonie pastorale, Le diable au corps, El ídolo caído o Le Journal d’un curé de campagne
. No tiremos la piedra a esos imagineros que «adaptan» simplificando. Su traición, lo hemos dicho, es relativa y la literatura no pierde nada. Pero son los segundos, evidentemente, quienes traen la esperanza al cine. Cuando se abren las compuertas de una esclusa, el nuevo nivel de agua que se establece es muy poco más elevado que el del canal. Cuando se rueda
Madame Bovary
en Hollywood, por grande que sea la diferencia de nivel estético entre el film medio americano y la obra de Flaubert, el resultado es un film americano estándar que después de todo no tiene más que el inconveniente de llamarse
Madame Bovary
. Y no puede ser de otra manera si se compara la obra literaria con la enorme y poderosa masa de la industria cinematográfica: es el cine quien lo nivela todo. Cuando, por el contrario, gracias a una serie de felices circunstancias, el cineasta puede proponerse tratar el libro de manera distinta a como se hace con un guión de serie, entonces sucede como si todo el cine se elevara hacia la literatura. Es la
Madame Bovary
de Jean Renoir o
Une partie de campagne
. Es cierto que estos ejemplos no son muy buenos, no a causa de la calidad de los films, sino precisamente porque la fidelidad de Renoir se refiere más al espíritu que a la letra de la obra. Lo que nos sorprende de ella es que sea compatible con una soberana independencia. Pero es que Renoir tiene la justificación de que es un genio real tan grande como Flaubert o Maupassant. El fenómeno al que asistimos entonces es comparable al de la traducción de Edgar A. Poe por Baudelaire.
Seguramente sería preferible que todos los directores tuvieran genio; puede pensarse que en ese caso no habría ya problemas de adaptación. ¡Ya es demasiada suerte que el crítico pueda contar algunas veces con su talento! Esto basta para nuestra tesis. No está prohibido soñar lo que hubiera sido
Le diable au corps
, rodado por Jean Vigo, pero felicitémonos por lo menos de la adaptación hecha por Claude Autant-Lara. La fidelidad a la obra de Radiguet no sólo ha obligado a los guionistas a proponernos personajes interesantes, relativamente complejos, sino que les ha incitado a romper algunas convenciones morales del espectáculo cinematográfico, a aceptar riesgos (sabiamente calculados, pero, ¿quién se lo reprocharía?) a costa de los prejuicios del público. Esta película ha ampliado el horizonte intelectual y moral del espectador y ha preparado el camino a otros films de calidad. Pero no es eso todo; es además falso presentar la fidelidad como una servidumbre necesariamente negativa a leyes estéticas extrañas. Sin duda, la novela tiene sus medios propios, su materia es el lenguaje, no la imagen; su acción confidencial sobre el lector aislado no es la misma que la del film sobre el público de las salas oscuras. Pero precisamente, las diferencias en las estructuras estéticas hacen todavía más delicada la búsqueda de las equivalencias y requieren por tanto mucha más imaginación y capacidad de invención por parte del cineasta que quiere realmente obtener una semejanza. Puede afirmarse que, en el dominio del lenguaje y del estilo, la creación cinematográfica es directamente proporcional a la fidelidad. Debido precisamente a las mismas razones que hacen que la traducción palabra por palabra no sirva para nada, y que la traducción demasiado libre nos parezca condenable, la buena adaptación cinematográfica debe llegar a restituirnos lo esencial de la letra y del espíritu. Es cosa sabida hasta qué punto una buena traducción exige una íntima posesión de la lengua y de su genio propio. Puede considerarse por ejemplo como algo específicamente literario el efecto estilístico de los famosos pretéritos indefinidos de André Gide, y pensar que son precisamente esas sutilezas las que el cine no podría traducir. Sin embargo, no se puede asegurar que Delanoy, en
La symphonie pastorale
, no haya encontrado el equivalente con su puesta en escena: la nieve siempre presente, cargada de un simbolismo sutil y polivalente que modifica insidiosamente la acción, dándole de alguna manera un coeficiente moral permanente cuyo valor no es quizá demasiado diferente del que el escritor buscaba con el uso adecuado de los tiempos. Sin embargo, la idea de rodear con nieve esta aventura espiritual, de ignorar sistemáticamente el aspecto estival del paisaje, es un hallazgo específicamente cinematográfico, al que ha llegado el director gracias a una feliz inteligencia del texto. El ejemplo de Bresson en
Le Journal d'un curé de campagne
resulta aún más demostrativo: su adaptación alcanza una fidelidad vertiginosa gracias a un respeto que no cesa de ser creador. Albert Béguin ha hecho notar muy justamente que la violencia característica de Bernanos no podía tener el mismo valor en cierta manera desvalorizada; que resulta a la vez provocativa y convencional. La verdadera fidelidad al tono del novelista exigía por tanto una especie de inversión de la violencia del texto. La verdadera equivalencia de la hipérbole bressoniana se encuentra en la elipse y la atenuación de la puesta en escena de Robert Bresson.
Cuanto más importantes y decisivas son las cualidades literarias de la obra, tanto más la adaptación modifica el equilibrio y exige un mayor talento creador que reconstruya según un nuevo equilibrio, no idéntico pero equivalente al antiguo. Considerar la adaptación de novelas como un ejercicio para perezosos en el que el verdadero cine, el «cine puro», no tendría nada que ganar, es un contrasentido crítico desmentido por todas las adaptaciones valiosas. Son precisamente los que menos se preocupan de la fidelidad, en nombre de unas pretendidas exigencias de la pantalla, quienes traicionan a la vez a la literatura y al cine.
Pero la demostración más convincente de esta paradoja ha sido elaborada desde hace algunos años por toda la serie de adaptaciones teatrales que han venido a probar, a pesar de la variedad de sus orígenes y de sus estilos, la relatividad del antiguo prejuicio crítico contra el «teatro filmado». Sin analizar de momento las razones estéticas de esta evolución, baste con constatar que está estrechamente ligada a un decisivo progreso en el lenguaje de la pantalla.
La eficaz fidelidad de un Cocteau o de un Wyler con toda seguridad no es debida a una regresión, sino, por el contrario, a un desarrollo de la inteligencia cinematográfica. Tanto si, como en el caso del autor de
Parents terribles
, se debe a la movilidad extraordinariamente perspicaz de la cámara o si, como en el caso de Wyler, surge del ascetismo de la planificación, de la desnudez de la fotografía, de la utilización del plano fijo y de la profundidad de campo, el éxito procede siempre de una maestría excepcional; más aún, de una inventiva en la expresión que es todo lo contrario de un registro pasivo del hecho teatral. Para respetar el teatro no basta con fotografiarlo. «Hacer teatro» de manera válida es más difícil que «hacer cine», cosa a la que hasta ese momento se habían dedicado la mayor parte de los adaptadores. Hay cien veces más cine, y del mejor, en un plano fijo de
La loba
o de
Macbeth
, que en todos esos
travellings
al aire libre, en todos esos decorados naturales, en todos esos exotismos geográficos con los que la pantalla ha pretendido hasta ahora vanamente hacernos olvidar la escena. Lejos de pensar que la conquista del repertorio teatral por el cine sea un signo de madurez. Porque adaptar, por fin, ya no es traicionar, sino respetar. Una comparación que puede servirnos en el orden material es ésta: hacía falta para llegar a esta alta fidelidad estética, que la expresión cinematográfica hiciera progresos comparables a los de la óptica. Hay tanta distancia de un
film d'art
a
Hamlet
como del primitivo condensador de la linterna mágica al complejo juego de lentes en el moderno objetivo. Su complicación no tiene sin embargo otro objeto que compensar las deformaciones, las aberraciones, las difracciones, los reflejos de que el cristal es responsable; es decir, conseguir que la cámara oscura sea lo más
objetiva
posible. La trasposición de una obra teatral a la pantalla requiere en el plano estético una ciencia de la fidelidad comparable a la del operador en el resultado final de la fotografía. Supone el término de un progreso y el principio de un renacimiento. Si el cine es hoy capaz de situarse eficazmente en el dominio novelesco o teatral, es porque ha llegado a sentirse lo bastante seguro de sí mismo y señor de sus medios como para desaparecer delante de su objeto. Es que por fin puede pretender una fidelidad que no sea ya una ilusoria fidelidad de calcomanía; y eso gracias a la íntima intelección de sus propias estructuras estéticas, condición previa y necesaria para respetar las obras que acomete. De esta forma la multiplicación de las adaptaciones de obras literarias muy alejadas del cine no deben inquietar a la crítica que se preocupa por la pureza del séptimo arte: son, por el contrario, la prueba de su progreso.
«Pero, en fin, dirán todavía los nostálgicos del Cine con mayúscula, independiente, específico, autónomo, puro de todo compromiso, ¿por qué poner tanto arte al servicio de una causa que no lo necesita, para qué adaptar novelas cuando puede leerse el libro y para qué adaptar
Fedra
, cuando basta con ir a la Comedia Francesa? Por muy satisfactorias que sean las adaptaciones, usted no mantendrá que son superiores al original, ni sobre todo, que puedan compararse con un film de idéntica calidad artística sobre un tema específicamente cinematográfico. Usted dice:
Le dioble au corps, El ídolo caído, Les parents terribles, Hamlet
, bien; pero yo le opongo
La quimera del oro
,
El acorazado Potemkin, La culpa ajena, Scarface
,
La diligencia
o el mismo
Citizen Kane
, otras tantas obras maestras que no existirían sin el cine y que suponen una aportación irremplazable al patrimonio del arte. Incluso si las mejores adaptaciones no son una ingenua traición o una indigna prostitución se trata, en todo caso, de un talento que se pierde. Eso que usted llama progreso, a la larga sólo puede esterilizar el cine reduciéndolo a un subproducto de la literatura, Dad al teatro y a la novela lo que les corresponde, y al cine lo que nunca podrá dejar de ser suyo».
Esta última objeción sería teóricamente válida si no olvidara la relatividad histórica, que hay que tener muy en cuenta en un arte en plena evolución. Es cierto que, partiendo de una misma calidad, es preferible un guión original a una adaptación. Nadie lo pone en duda. Si Charles Chaplin es el «Molière del cine», jamás sacrificaríamos
Monsieur Verdoux
a una adaptación de
El misántropo
. Confiemos, por tanto, en tener lo más frecuentemente posible películas como
Le jour se lève, La règle du jeu
o
Los mejores años de nuestra vida
. Pero éstos son deseos platónicos y consideraciones espirituales que no cambian en absoluto la evolución del cine. Si éste recurre cada vez más a la literatura (también a la pintura y al periodismo) se trata de un hecho que no nos queda más remedio que constatar e intentar comprender, porque con toda probabilidad no podremos nada contra él. En una tal coyuntura, si el hecho no crea absolutamente el derecho, al menos exige del crítico un prejuicio favorable. Otra vez más no nos dejemos engañar aquí por la analogía con las otras artes, sobre todo en aquellas cuya evolución hacia un uso individualista ha hecho casi independientes del consumidor. Lautréamont o Van Gogh han podido crear, incomprendidos o ignorados por su época. El cine no puede existir sin un mínimo (y este mínimo es inmenso) de espectadores inmediatos, su audacia es válida sólo en cuanto es posible admitir que el espectador se equivoque sobre lo que debería gustarle, y lo que ahora no le gusta llegue a gustarle un día. La única posible semejanza contemporánea con el cine habría que buscarla en la arquitectura, porque una casa sólo tiene sentido si es habitable. El cine también es un arte funcional. Desde otro sistema de coordenadas, habría que decir del cine que su existencia precede a su esencia. Es de esta existencia de donde la crítica tiene que partir, incluso en sus extrapolaciones más arriesgadas. Como en historia, y más o menos con las mismas reservas, la constatación de un cambio sobrepasa la realidad y plantea ya un juicio de valor. Es esto lo que no han querido admitir quienes han maldecido el cine sonoro en su origen, cuando ya tenía sobre el cine mudo la incomparable ventaja de haberlo reemplazado.
Incluso si este pragmatismo crítico no parece al lector suficientemente fundado, admitirá al menos que justifica la humildad y la prudencia metódica ante todo signo de evolución del cine: ellas pueden bastar para introducir el intento de explicación con el que quisiéramos concluir este ensayo.
Las obras maestras que suelen citarse habitualmente para dar un ejemplo de cine verdadero —ese cine que nada debe al teatro o a la literatura porque habría sabido descubrir unos temas y un lenguaje específico— son probablemente tan admirables como inimitables. Si el cine soviético no nos da ya el equivalente del
Acorazado Potemkin
, ni Hollywood de
Aurora, Aleluya
, de
Scarface
, de
New York-Miami
o incluso
La diligencia
, no se debe a que las nuevas generaciones de directores sean inferiores a las antiguas (entre otras cosas porque se trata en buena parte de los mismos hombres). Tampoco creo que se pueda atribuir a que los factores económicos o políticos de la producción esterilicen su inspiración. Sino más bien que el genio y el talento son fenómenos relativos que sólo se desarrollan con referencia a una coyuntura histórica. Sería muy fácil explicar el fracaso teatral de Voltaire diciendo que no tenía temperamento trágico,"cuando en realidad era su siglo quien no lo tenía. Intentar la prolongación de la tragedia raciniana era una empresa incongruente, opuesta a la naturaleza de las cosas. Preguntarse lo que hubiera escrito el autor de
Fedra
en 1740 no tiene ningún sentido, porque a quien nosotros llamamos Racine no es un hombre que responde a esta identidad, sino «el-poeta-que-ha-escrito-fedra». Ráeme sin
Fedra
es un anónimo o una quimera. De la misma manera resulta vano lamentarse de que no tengamos hoy ningún Marck Sennett para continuar la gran tradición cómica. El genio de Mack Sennett ha muerto antes de él y algunos de sus discípulos están todavía vivos: Harold Lloyd y Buster Kcaton, por ejemplo, cuyas raras apariciones desde hace quince años han resultado exhibiciones penosas en las que nada subsistía del encanto de antaño. Únicamente Chaplin, y porque su genio era verdaderamente excepcional, ha sabido atravesar un tercio de siglo de cine. ¡Pero al precio de qué avatares, de qué total renovación de su arte, de su estilo e incluso de su personaje! Constatamos aquí con luminosa evidencia esta extraña aceleración de la duración estética que caracteriza al cine. Un escritor puede repetirse en el fondo y en la forma durante medio siglo. El talento de un cineasta, si no sabe evolucionar con su arte, no dura apenas más de uno o dos lustros. Por esto, el genio, menos flexible y consciente que el talento, tiene a menudo fallos extraordinarios: los de Stroheim, Abel Gance, Pudovkin.