Querelle de Brest (16 page)

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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

BOOK: Querelle de Brest
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Hubo carcajada general. El mismo albañil respondió riendo:

—No te equivoques conmigo. Yo no hago ese tipo de cosas.

Parecía que aquel diálogo no iba a terminar nunca. Gil se acababa de poner los calcetines. Alzó la cabeza y se quedó inmóvil un instante, en cuclillas sobre la cama y con los ojos fijos al frente. Comprendió que le iba a hacer la vida insoportable, pero ya era demasiado tarde para pelearse con Théo. Ahora sería contra todos los albañiles contra los que tendría que luchar. Todos le habían hecho el vacío. Estaban excitados por un enjambre de moscas esparcidas al sol en un canto de alegría. Su malicia tenía que tomar venganza: todos los albañiles debían morir. Gil pensó en prender fuego al barracón. Semejante idea se le fue de la cabeza en seguida. Su malignidad, su rabia, no podían soportar más la espera. Tenían que manifestarse mediante un gesto, aunque ese gesto estuviera dirigido hacia el interior de Gil y le produjera una hemorragia interna. Théo dijo de nuevo:

—¡Qué se le va a hacer! Hay fulanos a los que les gusta eso. Quieren jalar por cierto agujero.

Las ganas de mear iban en aumento. Cobraban la violencia que activa las máquinas de vapor. Gil tenía que ser breve. Se daba cuenta inconscientemente de que todo su valor, su audacia, residían en la necesidad de ser breve y tenso para cumplir con una obligación imperiosa. Al sentarse en la cama con los pies en el suelo se le humanizó la mirada y lentamente, como un rayo de luz, se posó sobre Théo.

—Te has empeñado, ¿verdad, Théo?

Se le crisparon los labios al pronunciar esta última palabra, y movió suavemente la cabeza.

—¿Te has empeñado? ¿Me vas a estar chorreando durante mucho tiempo?

—Chato, no me gustaría. Preferiría mejor que el chorro me viniese pronto.

Y una vez que se hubieron extinguido los estremecimientos de la risa socarrona que semejante réplica había suscitado en cada uno de los albañiles, prosiguió:

—Si alguna vez tienes ganas de tomar, a mí no me disgusta dar.

Gil se irguió. Estaba en mangas de camisa. Descalzo, se acercó hasta donde estaba Théo, luego se volvió y mirándole de frente, pálido, glacial, terrible, dijo:

—¿Me darías por el culo? ¿Tú? Pues venga, lánzate, ¡no te rajes!

Y con un solo movimiento se volvió, alzó su camisa y se inclinó, ofreciéndole las nalgas. Los albañiles miraban. Ayer, sin ir más lejos, Gil era un obrero como los demás, ni más ni menos que los demás. Nadie le tenía odio, sino más bien simpatía. No vieron el rostro desesperado del niño. Rieron, Gil se levantó y recorriéndolos con la mirada les dijo:

—¿Os hace gracia, estáis empeñados en dejarme solo? ¿Hay alguien que quiera metérmela?

Estas palabras fueron pronunciadas con una voz estridente, áspera. Representaba la escena como una operación fantástica, y dentro de ese niño, un personaje mágico cumplía un rito tan audaz como el de las brujas, donde la obscenidad es necesaria para conseguir la cura. Delante de los albañiles volvió a hacer el mismo gesto, acentuándolo aún más al separarse las nalgas con las dos manos, y gritando con voz dolorida dirigida hacia el suelo como un humo demasiado pesado:

—¡Animaos! ¿Os excita saber que tengo almorranas? Pues entonces, ¡venga!, ¡al ataque! ¡Meteos en la mierda!

Se enderezó. Estaba rojo. Se le acercó un muchacho alto:

—No sigas. Si tienes problemas con Théo, eso a nadie le importa.

Théo se rió con sarcasmo. Gil se quedó mirándole fríamente y le dijo:

—Nunca has podido poseerme y eso es lo que te trae loco.

Giró sobre sus talones. En mangas de camisa, con sus pies descalzos, volvió junto a su cama, donde siguió vistiéndose en silencio. Salió. Había cerca de las barracas un pequeño cobertizo de tablas donde los albañiles guardaban las bicicletas. Gil entró. Se acercó a su bici. Tenía el cuadro amarillo. Le relucía el níquel. A Gil le gustaba de su bici la curva del manillar de carreras que le obligaba a inclinarse, le gustaban sus cámaras, las llantas de madera, los guardabarros. La limpiaba todos los domingos, y algunas veces entre semana, al volver del trabajo por la noche. Con el pelo sobre los ojos y la boca entreabierta aflojaba las tuercas, desataba la cadena, desmontaba la bici apoyada sobre la silla y el manillar. Aquella ocupación dotaba a Gil de su verdadero sentido. Cada gesto era perfecto, ya fuera ejecutado con un trapo grasiento o con una llave inglesa. En cuclillas sobre las corvas o inclinado sobre la rueda libre a la que hacía girar, Gil se transfiguraba. Irradiaba precisión y delicadeza en cada movimiento. Se acercó, pues, a su bici, pero en cuanto hubo puesto su mano en el sillín, se sintió avergonzado. Hoy no le era posible ocuparse de ella. No era digno de ser aquello en lo que su bici le transformaba. La volvió a adosar a la pared y salió dirigiéndose a los maderos. Cuando se hubo limpiado, Gil se pasó la mano por entre las nalgas para palparse la ligera excrecencia de las almorranas y se sintió feliz de poseer allí, bajo su mano, el signo y el objeto de su rabia y su violencia. Siguió tocándolo despacito, con la punta del dedo índice. Se sentía feliz y orgulloso de saber que disponía de aquella protección. Era un tesoro al que debía reverenciar religiosamente, ya que le brindaba la ocasión de ser él mismo. Hasta nueva orden, sus almorranas eran él. Los amores más sanos, esos «contactos de epidermis» no son tan claros y luminosos como se dice. Si de repente, el joven nadador de la playa se levanta hacia la hermosa chica desnuda que lo acaricia como a nosotros la bragueta o el pulgar de un soldado, el contacto de su pecho, o de sus caderas, el hueco de su nuca, contienen una región de sombra que suele devorar la razón del nadador. Más allá sólo queda un deseo oscuro. Así que nada impedirá que nos internemos en esa zona oscura donde sucumbe nuestra razón si debemos conocer la felicidad. No hablamos de la apariencia de misterio que puede sostener un ritual repetido, sino de las regiones sombrías que la imaginación descubre, en la cuales la penetración de nuestra mirada no llega a apartar las tinieblas, a medir la profundidad; en frente de las cuales nos captura el vértigo. En ellas nos perdemos para ahí elaborar los ritos de un culto eterno. Habiéndose puesto el sol hacia el atardecer de aquel mismo día, la niebla amortajó la ciudad. Gil estaba seguro de encontrar a Roger en la explanada. Callejeó durante algunos minutos. A las cuatro de la tarde las tiendas estaban iluminadas. La rue de Siam espejeaba suavemente. Paseó durante algunos minutos, casi solo, por el Cours Dajot. No había tomado aún decisión alguna. No tenía una idea clara de lo que iba a ocurrir una hora más tarde, pero la angustia apesadumbraba por entero su visión del mundo. Caminaba por un universo de formas todavía embrionarias. Para acceder al luminoso mundo en el que la gente se atreve, parecía ineludible una punzada de estilete. Perdonad un paréntesis: si el asesinato con ayuda de un instrumento agudo, acerado o simplemente pesado es capaz de aliviar al asesino al reventar una especie de odre inmundo que le mantiene prisionero, parece que el veneno no puede otorgar la misma liberación. Gil se asfixiaba. Al conferirle el don de la invisibilidad, la niebla le permitía cierto reposo, pero no podía aislarle del ayer ni, sobre todo, del mañana. Con un poco de imaginación, Gil hubiera podido destruir lo ocurrido, pero siendo seca su malignidad, carecía de imaginación. Mañana y el resto de sus días tendría que vivir en el desprecio.

«¿Pero por qué no le partí la jeta en el acto?»

Furioso, se repetía esta frase vacía de cualquier inflexión interrogativa. Veía la jeta burlona y perversa de Théo. Dentro de los bolsillos se le apretaban bruscamente los puños y las uñas mordían en sus palmas. Aunque no era capaz de interrogarse ni de responder, sabía encaminar su pensamiento desolado de tal modo que al llegar cerca de la balaustrada, en el lugar más desierto de la plaza, su mente desembocaba en el momento más humillante para él. Volvía entonces la cabeza del lado del mar y en alta voz, pero retrayendo su garganta sobre sí mismo de modo que sólo emitiera un grito ronco, gritaba:

—¡Ah!

Por algunos instantes se sentía aliviado. Su sombrío mal volvía a apoderarse de él dos pasos más adelante.

«¿Por qué no le partí la jeta a ese cerdo? No es por los compañeros, que me importan un bledo. Que piensen lo que quieran, a mí me da igual. Pero a él había que…»

Cuando Gil llegó por primera vez al astillero, Théo le manifestó una camaradería paternal. Poco a poco, dejándose invitar a beber, el chaval había aceptado la autoridad del albañil. No deliberadamente, sino con una especie de sumisión derivada del hecho de que Théo debía mandar puesto que pagaba las rondas. Querelle podía manifestar un gran descaro ante el oficial, al no hablar éste el mismo lenguaje que él. Gastaba bromas, sin duda, pero con tal discreción que podía hacer creer en su timidez o su altivez, bajo las cuales Querelle adivinaba un violento deseo no confesado. Querelle se sabía a medias ligero y audaz. Incluso si el oficial no se hubiera mostrado tímido, el marinero lo habría despreciado abiertamente. En primer lugar, porque sentía que lo tenía a su merced a causa de aquel amor, y después, porque el oficial quería que tal amor permaneciera oculto. Querelle era capaz de ser cínico. Gil estaba inerme frente al cinismo de Théo, quien hablaba el lenguaje de los albañiles, gastaba bromas pesadas y no temía proclamar sus costumbres, ni ser, por causa de ellas, despedido del trabajo. Si Théo consentía en pagar algunos chatos, Gil estaba seguro de que no hubiera pagado una perra por el amor. Finalmente, lo que le había puesto bajo el dominio del albañil era aquella amistad —superficial, sin embargo— que les había unido durante un mes. A medida que se dio cuenta de que aquella amistad no servía para nada, y que jamás serviría para sus objetivos, Théo se volvió venenoso. Se negó a aceptar que había perdido su tiempo en aquellas atenciones y se consoló tratando de convencerse a sí mismo de que había iniciado aquella amistad para desembocar en las torturas que Gil se veía obligado a soportar. Odiaba cada vez más a Gil, y con tanta más intensidad cuanto que no encontraba razón alguna para odiarle, sino solamente motivos para hacerle sufrir. Gil odiaba a Théo por haberse dejado dominar por él hasta tal punto. Un atardecer en el que éste, al salir de la taberna, le estaba sobando el culo cachazudamente, Gil no se atrevió a darle un puñetazo.

«Si acaba de pagarme el aperitivo», pensó.

Se contentó con rechazarle la mano, pero sonriendo como si fuese una broma. Los días siguientes, casi inconscientemente, porque sentía a su alrededor el deseo del albañil, se le escaparon algunos ademanes coquetos. Acentuó las posturas provocativas. Se paseó por el tajo con el torso al descubierto, cimbreó la cintura, se echó la visera algo más hacia atrás para que le sobresalieran los cabellos, y cuando veía a Théo captar cada uno de estos ademanes exagerados, sonreía. Théo volvió a la carga otro día. Sin enfadarse, Gil le manifestó que aquello no le gustaba.

—Quiero que seamos amigos, diantre, pero de lo otro, nanay.

Théo montó en cólera. Gil también, pero no se atrevió a golpear porque acababa de tomar algo invitado por el albañil. A partir de entonces, en el astillero —en el trabajo y durante los descansos para el bocadillo—, en el dormitorio, en la mesa y hasta en la cama algunas veces, Théo le gastaba bromas terribles a las que Gil no sabía responder. Poco a poco la cuadrilla, al reírse de las bromas de Théo, se estaba riendo de Gil, quien trataba de desembarazarse de sus ademanes provocativos, habiéndose dado cuenta de que por culpa de éstos las bromas cobraban sentido; pero no consiguió destruir su belleza natural, ni aquellos ramos excesivamente vivaces y verdes que le floredan y le perfumaban, negándose a morir porque estaban recorridos y nutridos por la savia de la adolescencia. Sin que se diesen cuenta de ello, todo sentimiento de estima hacia el muchacho iba evaporándose de los demás albañiles. Gil perdía su consistencia poco a poco; literalmente, su dignidad. Era tan sólo un motivo de risa. Había perdido, por obra de una afirmación exterior a él, toda seguridad de ser él mismo. Esta seguridad tan sólo se alimentaba ahora dentro de él por la presencia de la vergüenza, cuya llama lívida ascendía como bajo el soplo de la rebelión. Se dejaba abrumar.

Roger no llegaba. ¿Qué hubiera podido decirle? Paulette no debía de haber salido. No podía verse con ella. Ya no era camarera en la pequeña taberna y era difícil encontrarla. Y si por desgracia hubiera aparecido, una vergüenza todavía más lacerante hubiese hecho centellear a Gil. Prefirió que Paulette no viniera.

«Y todo por no haberle partido la jeta a su debido tiempo.»

Un malestar más agobiante le aplastaba. De haber sido más hábil, y menos viril también, se habría dado cuenta de que las lágrimas, sin ablandarle, le hubieran aliviado algo. Sólo sabía arrastrar en la oscuridad la palidez de los jóvenes que no han aceptado pelearse, la faz crucificada de las naciones que se niegan a combatir. Apretaba con fuerza los dientes, con un golpe seco de las mandíbulas.

«Pero ¿por qué no le partí la jeta a ese cabrón?»

Pero ni por un momento se le ocurrió la idea de hacerlo. Ya era tarde. La frase le acunaba. La oía pronunciar dentro de sí con mucha serenidad. La furia se transformaba en un enorme sufrimiento, pesado y grave, que nacía del pecho para cubrirle el cuerpo y el espíritu con una infinita tristeza, sumido en la cual iba a vivir de ahora en adelante. Caminó un poco más en medio de la niebla, con las manos en los bolsillos, seguro siempre de la elegancia de sus andares, feliz de poseerla incluso en medio de aquella soledad. Tenía pocas posibilidades de encontrar a Roger. No se habían citado. Gil se puso a pensar en el chaval. Se imaginó su rostro adornado con aquella sonrisa que mantenía siempre mientras escuchaba las canciones. No tenía exactamente el mismo rostro que Paulette, cuya sonrisa era menos clara, turbada por la femineidad que destruía la identidad natural de las sonrisas de Gil y de Roger.

«¡Entre los muslos, Dios mío, lo que debe tener entre los muslos la Paulette!»

Pensó, casi en un susurro:

«¡El conejo! ¡El conejito! ¡La conchita!»

Y lo pensó poniendo en sus palabras tal ternura que se convirtieron en desesperada imploración.

«¡La conchita babosa! ¡Los muslitos!»

Reanudó sus pensamientos: «No debo decir sus muslitos, tiene unos hermosos muslos la Paulette. Son unos gruesos muslos con su mejilloncito entre el musgo». Se empalmó. En el centro de su tristeza —o vergüenza— y destruyéndola conocía la existencia de una certeza nueva aunque experimentada con anterioridad. Se
encontraba de nuevo
. Todo su ser afluía a su picha para ponerla en erección. Ésta era él mismo, pero lo era con un vigor terrible, providencial, capaz de anular la vergüenza. Más bien lo contrario, pues extraía de sí esa vergüenza que venía de su cuerpo y entraba por la base para hincharle la verga, que Gil iba sintiendo más dura, más fuerte, más orgullosa, y para llenarle los tejidos esponjosos. Había llegado sin duda el momento de atraer hacia sí todo el fluido en que se bañaban sus órganos. En su bolsillo, su mano juntó la verga a los muslos. Instintivamente, buscó el lugar más oscuro y más apartado de la explanada. La sonrisa de Paulette alternaba con la de su hermano. Animado por una prisa loca, ávida, la mirada de Gil descendió hasta los muslos, levantándole las faldas: encontró las ligas. Por encima (su pensamiento avanzaba despacio) estaba la piel blanca, ensombrecida al punto por la presencia de un vellón que le desesperaba no poder fijar, conservarlo inmóvil en su imaginación, bajo el sol de su deseo. De un tirón, recorriéndola a pesar del vestido y de la ropa interior, la verga llegó hasta la altura del pecho de Paulette: con la punta del nabo podría ver mejor. Gil se apoyó en la barandilla frente al mar. Las luces del «Dunkerque» brillaban tenuemente en la ensenada. Gil continuó subiendo desde el pecho hasta el cuello blanco y rollizo, la barbilla, la sonrisa (sonrisa de Roger, luego sonrisa de Paulette). Gil se daba cuenta confusamente de que la femineidad que turbaba la sonrisa del chaval dimanaba de entre los muslos. Aquella sonrisa era de la misma naturaleza que… no sabía exactamente qué…, pero en todo caso era tanto más alejada, tanto más sutil —pero también tanto más fuerte por poder venir de tan lejos—, la más turbadora de las ondas emitidas por aquel solapado aparato situado entre los muslos. Fulgurante, su pensamiento la reconoció:

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