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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (11 page)

BOOK: Querelle de Brest
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Esta aventura hemos querido presentarla a cámara lenta. Pues no es nuestro objetivo causar al lector una impresión de espanto, sino lograr para este crimen lo que consiguen a veces los dibujos animados. Por otra parte, es este último procedimiento el que nos gustaría utilizar para mostrar las deformaciones de la musculatura y del alma de nuestro héroe. Sin embargo, para no irritar demasiado al lector y seguros de que él completará, mediante su propia desazón, el contradictorio, el sinuoso caminar de la idea de asesinato dentro de nosotros, nos hemos privado de muchas cosas. No nos costaría nada hacer que al asesino se le apareciese la imagen de su hermano. Hacerle morir a manos de su propio hermano. Hacer que él mate o condene a su hermano. Tampoco cargaremos las tintas sobre los deseos secretos y obscenos del que va a morir. De Vic o de Querelle, según se prefiera. Abandonamos al lector con las visceras revueltas. En todo caso, sepamos lo siguiente: Querelle, tras su primer asesinato, conoció la sensación de estar muerto, es decir, de vivir en una región profunda; más exactamente, en el fondo de un ataúd, errante en torno a una tumba vulgar de un vulgar cementerio, y de meditar allí sobre la vida cotidiana de los vivos, que le parecían curiosamente insensatos a partir del momento en que él ya no era su pretexto, su centro, su corazón generoso. Su forma humana —lo que se denomina envoltura carnal— continuaba, sin embargo, afanándose sobre la faz de la tierra, entre los hombres insensatos. Querelle ordenaba entonces otro asesinato. No siendo ningún acto perfecto, en el sentido de que una coartada puede descargarnos de la responsabilidad de él, como cuando cometía un robo, Querelle descubría en cada crimen un detalle que sólo a sus ojos se convertía en un error susceptible de llevarle a la perdición. Vivir en medio de sus errores le daba una impresión de ingravidez, de inestabilidad cruel, pues le parecía estar revoloteando de caña en caña y que éstas se doblaban bajo su peso.

Nada más divisar las primeras luces de la ciudad, Querelle había recobrado ya su sonrisa habitual. Cuando entró en el salón del lupanar no era sino un marinero forzudo, de mirada limpia y que estaba echando una cana al aire. Vaciló unos instantes en medio de la música, pero ya una mujer se le acercaba. Era alta y rubia, muy delgada; llevaba un vestido de tul negro ceñido a la altura del coño —ocultándolo para mejor evocarlo—, con un triángulo de piel negra de largos pelos, de conejo sin duda, raída, casi calva en algunos sitios. Querelle, con manos suaves, le acarició la piel mirándole a los ojos, pero no quiso subir con ella.

Tras haber entregado a Nono el paquete de opio y recibido de éste los cinco mil francos, Querelle comprendió que había llegado el momento de «ejecutarse».

Sería una ejecución capital. Si un encadenamiento lógico de los hechos no hubiera llevado a Querelle a «La Féria», no cabe duda de que el asesino no hubiera encontrado, en lo más profundo de sí mismo, otro rito sacrificial. Seguía sonriendo al contemplar la gruesa cerviz del patrón, inclinado sobre el diván para examinar el opio. Miraba sus orejas ligeramente despegadas, su cabeza calva y brillante, la bóveda poderosa de su cuerpo, y cuando Norbert se enderezó le presentó a Querelle un rostro huesudo y carnoso, de sólidas mandíbulas, de nariz aplastada. Todo en aquel hombre de cuarenta años respiraba un vigor brutal. Partiendo de aquella cabeza se dibujaba un cuerpo de luchador, tal vez tatuado, con toda seguridad oloroso. «Será una ejecución capital.»

—Oye, dime, ¿qué es lo que deseas? ¿Por qué te apetece la patrona? Explícate.

Querelle abandonó su sonrisa para poder simular que sonreía precisamente ante esta pregunta, y envolver la respuesta en una sonrisa que sólo aquélla podía provocar y que sólo la sonrisa lograría volver inofensiva. Soltó, pues, una carcajada al decir con un movimiento desenfadado de la cabeza y de manera que su voz se estrellara contra cualquier sitio antes que contra el rostro de Nono:

—Porque me gusta.

Desde aquel momento todos los detalles del rostro de Querelle fascinaron a Norbert. No era la primera vez que un chico bien plantado solicitaba a la patrona con el fin de acostarse con el patrón. Una cosa le intrigaba: saber quién se la metería al otro.

—De acuerdo.

De un bolsillo de la chaqueta sacó un dado.

—¿Tiras tú o yo?

—Empieza.

Norbert se sentó en cuclillas y se puso a jugar en el suelo. Sacó un cinco. Querelle cogió el dado. Confiaba en su habilidad. El ojo avizor de Nono notó que Querelle iba a hacer trampas, pero antes de haber podido intervenir la cifra dos acababa de ser pronunciada, lanzada casi triunfalmente por el marinero. Durante un instante Norbert permaneció indeciso. ¿Se trataba de un bromista? O… Primero había pensado que Querelle quería beneficiarse a la amante de su hermano. Aquella trampa demostraba que no era así. Y tampoco parecía aquel chico un marica. Preocupado, no obstante, por la solicitud con que esta presa caminaba hacia su pérdida, se encogió ligeramente de hombros al levantarse y rió burlón. Querelle se levantó también. Miró a su alrededor, divertido, sonriente, aun si en su interior experimentaba la sensación de caminar hacia el suplicio. Caminaba con la desesperación embargándole el alma, pero con la convicción íntima y no formulada de que aquella ejecución era necesaria para su vida. ¿En qué se transformaría? En un dao por culo. Lo pensó con terror. ¿Qué es un dao por culo? ¿De qué madera está hecho? ¿Qué iluminación especial le destaca? ¿En qué monstruo nuevo se transforma uno y cómo es el sentimiento de esa monstruosidad? Se es «eso» cuando uno se entrega a la policía. La belleza del poli lo había decidido a todo. Suele decirse a veces que un acontecimiento insignificante cambia la vida de una persona; aquél era uno de tales sucesos.

«No iremos a besarnos», pensó. Y añadió esto: «Yo pongo el culo, y eso es todo». Esta última expresión provocó en él la misma resonancia que esta otra: «Pongo la jeta».

¿Qué cuerpo nuevo iba a ser el suyo? A su desesperación se añadía, sin embargo, la certeza aliviadora de que aquella ejecución le purificaría del asesinato, que seguía molestándole como un cuerpo mal digerido. Tenía, en fin, que pagar por aquella fiesta, por aquella solemnidad que supone siempre el «haber entrado a matar». Toda entrada a matar es una mancha: de ahí la necesidad de lavarse. Y de lavarse tan a conciencia que no quede nada de uno. Y renacer. Para renacer, morir. Después ya no le tendría miedo a nadie. Es cierto que la policía podría todavía apoderarse de él, cortarle el cuello: tendría, pues, que tomar precauciones, no delatarse; pero ante el tribunal fantástico que había erigido en su interior, Querelle ya no tendría que responder de nada, puesto que el que había cometido el crimen estaba muerto. El cadáver abandonado, ¿franquearía las puertas de la ciudad? Querelle escuchaba quejarse, susurrando una exquisita melodía, a aquel objeto tieso y largo que seguía envuelto en su ceñido abrigo de bruma. El cadáver de Vic se lamentaba. Pedía los honores funerales y la sepultura. Norbert imprimió un giro a la llave, que quedó puesta. Era una llave gruesa, brillante, reflejada en el espejo donde se recortaba la puerta.

—Bájate el pantalón.

El patrón hablaba con indiferencia. Había perdido toda consideración hacia un tipo que burlaba al destino haciéndole trampas. Querelle permaneció de pie, inmóvil en medio del salón, con las piernas abiertas. Las mujeres no le hacían perder la serenidad. A veces, por la noche, en el coy, se abrazaba el sexo maquinalmente con la mano, lo acariciaba y daba remate a una masturbación discreta. Miró cómo se desabrochaba Nono. Hubo un instante de silencio durante el cual la mirada de Querelle quedó prendida en los dedos del patrón, que trabajaba dificultosamente para sacar un botón de su ojal.

—Entonces, ¿te decides?

Querelle sonrió. Maquinalmente comenzó a desabrocharse la trabilla del pantalón de marino. Dijo:

—Vas a ir poquito a poco, ¿eh? Parece que puede hacer daño.

—Bueno, ya está bien; no es la primera vez…

La voz de Norbert era cortante, casi maligna. Un momento de furia crispó el cuerpo todo de Querelle, quien se tornó extraordinariamente hermoso, con la cabeza erguida, los hombros inmóviles y tensos, las nalgas más pequeñas, las caderas apretadas (separadas por la postura de las piernas que le alzaban la grupa), pero de una exigüidad que aumentaba la impresión de crueldad. La trabilla desabrochada le caía sobre los muslos como un delantalito de niña. Sus ojos relampaguearon. Su rostro y sus cabellos relumbraron de odio.

—Pues bien, amiguito, yo te aseguro que sí es la primera vez. No intentes reírte de mí.

La violencia repentina de aquella cólera fustigó a Norbert. Con sus músculos de luchador recogidos, dispuestos a dispararse, contestó con la misma dureza:

—Vamos, no intentes comerme el coco. Porque conmigo la cosa nunca va suave. ¿No me tomarás por un cegato? Te he visto hacer trampas.

Y añadiendo a la fuerza contenida en la mole de su cuerpo la fuerza de su cólera ante el desafío de que se sentía objeto, se arrimó a Querelle hasta tocarlo con todo su cuerpo, desde la frente a las rodillas. Querelle no retrocedió. Con voz aún más profunda, Norbert añadió tajante:

—Y ya está bien. ¿No crees? Yo no he ido a buscarte. Ponte en posición.

Era una orden como jamás la había recibido Querelle. No emanaba de una autoridad reconocida, convencional y exterior a él, sino de un imperativo nacido de él mismo. Eran su fuerza y su vitalidad las que ordenaban a Querelle que se doblara. Tenía ganas de embestir. Los músculos de su cuerpo, de sus brazos, de sus muslos, de sus pantorrillas, estaban al acecho, tensos, apretados, erizados, erguidos sobre la punta de los pies. Casi contra los dientes de Norbert, en su mismo aliento, Querelle pronunció con sencillez:

—Te equivocas. Tenía ganas de tu mujer.

—Córtala.

Tratando de hacerle girar, Norbert le agarró de los hombros. Querelle intentó rechazarle, pero su pantalón desabrochado se escurrió un poco. Para retenerlo abrió un poco más las piernas. Los dos hombres se miraron. El marinero sabía que él era más fuerte, a pesar de la complexión atlética de Norbert. No obstante, se subió el pantalón y reculó algo. Los músculos de su rostro se relajaron. Enarcó las cejas y arrugó la frente, haciendo con la cabeza un leve gesto de resignación.

—Bueno.

Ambos hombres, erguidos frente a frente, se tranquilizaron y simultáneamente llevaron sus manos detrás de sus espaldas. Aquel doble gesto, tan perfectamente concertado, les sorprendió a ambos. En él había un elemento de entendimiento. Querelle sonrió deliciosamente.

—Has sido marinero.

Norbert resopló y respondió con humor, su voz turbada aún por la furia:

—«Zéphir»
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Ahora, por fin, Querelle podía reconocer la excepcional calidad de la voz del patrón. Era sólida. Era al mismo tiempo una columna marmórea que le salía por la boca, le sostenía y sobre la que se apoyaba. Fue por ella, sobre todo, por lo que Querelle se dejó someter.

—¿Cómo?

—«Zéphir». Batallón de castigo, si así lo prefieres.

Con sus manos se desabrocharon el cinturón y el cinto que los marineros, por razones prácticas, cierran con hebilla por detrás de la espalda —para evitar, por ejemplo, un rodete sobre el vientre cuando llevan la chaqueta ajustada. Por ello, algunas categorías de aventureros, sin otro motivo que el recuerdo del tiempo pasado en la Marina o por sumisión al prestigio del uniforme de marino, han conservado o adoptado esta manía. Un poco de ternura dulcifica a Querelle. Si el patrón pertenecía a la misma familia que él, a la misma familia de linaje profundo, nacido en las mismas tierras tenebrosas y perfumadas, aquella escena sería similar a las aventuras triviales bajo las tiendas de los Bat'd'Af
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de las que no vuelve a hablarse al encontrarse de nuevo en la vida civil. En fin, todo estaba dicho. Querelle tenía que ejecutarse. Se resignó.

—Échate sobre la cama.

La cólera había amainado, como el viento sobre el mar. La voz de Norbert era monótona. Ya se había acabado de sacar de las presillas el cinto de cuero, que mantenía en la mano. Su pantalón, al caer sobre las pantorrillas, le ponía al descubierto las rodillas y formaba sobre la alfombra roja una especie de charco espeso en donde se encenagaban los pies.

—Vamos, date la vuelta. La cosa irá rápida.

Querelle se dio la vuelta. No había alcanzado a ver la polla de Norbert. Se encontró apoyando sus puños —uno de ellos cerrado sobre el cinto— en el borde del diván. Despechugado, Norbert estaba solo. Con un movimiento de dedo, tranquilo y suave, liberó su picha del calzoncillo corto, y durante un instante la sujetó, pesada y erecta, con toda la mano. Contempló su imagen en el espejo situado frente a él y la adivinó repetida veinte veces por toda la habitación. Era fuerte. Era el amo. En el salón había un silencio total. Avanzando tranquilamente, se puso la mano en el sexo como si se apoyara en una rama flexible —le parecía que estaba apoyándose en sí mismo—. Querelle le aguardaba con la cabeza gacha y congestionada. Norbert vio las nalgas del marinero: eran pequeñas y duras, redondas, descarnadas y cubiertas de un tupido vellón moreno que continuaba a lo largo de los muslos y —cada vez más ralo— hacia lo alto de la comba de la espalda, donde la camiseta de rayas sobresalía un poco bajo la marinera remangada. El sombreado de ciertos dibujos que representan muslos de mujeres suele conseguirse con ayuda de trazos curvos, a la manera de los círculos de diferentes colores de las medias de antaño: así me gustaría que os representarais la parte desnuda de los muslos de Querelle. Lo que los hace indecentes es el poder ser reproducidos mediante este procedimiento de trazos curvos que concretan su redondez voluminosa con el tono de la piel y el gris un poco sucio de los pelos ensortijados. La monstruosidad de los amores masculinos está toda ella contenida en la desnudez de esta parte del cuerpo y en su encuadramiento ante la chaqueta y el pantalón remangados. Con los dedos, hábilmente, Norbert se untó la polla de saliva.

—Así es como me gustas.

Querelle no respondió. El olor del opio depositado en la cama le produjo náuseas. Y la verga se había puesto ya a la obra. Le vino a la memoria el recuerdo del armenio al que había estrangulado en Beirut, de su dulzura, de su amabilidad de lución o de pájaro. Querelle se preguntó si debía tratar de dar placer a su verdugo por medio de caricias. Hubiera aceptado poseer la dulzura del marica asesinado, pues era impermeable al ridículo.

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