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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (10 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—Bueno, no creo que tuviese nada que hacer conmigo.

Querelle rió, burlón.

—¿Ah, sí? ¿Y yo? ¿Yo tampoco tengo nada que hacer?

—Vamos, déjalo…

Vic quiso seguir andando, pero Querelle le retuvo, cerrándole el paso con la pierna extendida. Como si estuviera mascando el cigarrillo, le dijo:

—¿Eh? Di, di, ¿es que no valgo yo tanto como Mario?

—¿Qué Mario?

—¿Cómo qué Mario? Gracias a ti he podido pasar el muro, ¿no?

—¿Y qué? ¿Pero qué gilipolleces estás diciendo?

—¿No quieres?

—Vamos, deja de hacer el oso…

Vic no llegó a terminar la frase. Rápido, Querelle le apretó de la garganta, soltando el paquete, que cayó sobre el sendero. Cuando aflojó la presión, con la misma celeridad sacó del bolsillo la navaja abierta y le seccionó la carótida al marinero. Dado que Vic tenía alzado el cuello de su impermeable, se le derramó la sangre en vez de proyectarse sobre Querelle, corrió a lo largo de sus ropas, sobre la chaqueta. Con los ojos desorbitados el moribundo se tambaleó, dibujando con la mano un ademán muy delicado, dejándose resbalar, abandonándose en una actitud casi voluptuosa que bastaba para evocar en aquel paisaje de bruma el cálido ambiente de la habitación donde había tenido lugar el asesinato del armenio, recreado ahora por el gesto de Vic. Querelle le sostuvo enérgicamente con su brazo izquierdo, depositándole con suavidad sobre la hierba del camino, donde expiró.

El asesino se irguió. Era un objeto de un mundo en el que no existe el peligro, pues uno mismo es un objeto. Bello objeto inmóvil y sombrío en cuyas cavidades Querelle escuchó cómo el vacío sonoro se desencadenaba zumbando, escapaba de él, le rodeaba y le protegía. Muerto, acaso, pero aún caliente, Vic no era un muerto, sino un joven al que aquel objeto asombroso, sonoro y varío, de boca oscura, entreabierta, de ojos hundidos, severos, de cabellos y ropas de piedra, de rodillas cubiertas quizá de un vellón tupido y ensortijado cual barba asiría, al que aquel objeto de dedos irreales, envuelto en bruma, acababa de matar. El delicado aliento al que Querelle se había reducido continuaba suspendido de la rama espinosa de una acacia. Ansioso, esperaba. El asesino resopló dos veces muy deprisa, como hacen los boxeadores, movió los labios en los que Querelle vino suavemente a posarse, a introducirse por la boca, a subirse a los ojos, a bajarse a los dedos, a colmar el objeto. Querelle volvió la cabeza ligeramente, sin mover el busto. No oyó nada. Se inclinó para arrancar un puñado de césped y limpiar su navaja. Le parecía que estaba pisando fresas con nata y que se hundía en ellas. Apoyándose sobre sí mismo se enderezó, arrojó el puñado de hierba manchado de sangre sobre el muerto y agachándose por segunda vez para recoger el paquete de opio continuó solo su marcha bajo los árboles. Es falso afirmar simplemente que el criminal en el momento de su crimen piensa que nunca le cogerán. Sin duda se niega a distinguir con precisión las consecuencias, terribles para él, de su acto, sin dejar de saber que tal acto le condena a muerte. La palabra análisis nos impide ver claro. Necesitamos otro procedimiento para descubrir el mecanismo de esta autocondenación. Llamaremos a Querelle un gozoso suicida moral. En efecto, incapaz de saber si será o no detenido, el criminal vive en una zozobra que sólo puede suprimir mediante la negación de su acto, es decir, mediante la expiación. Por tanto, una vez más mediante la propia condena (pues parece ser que lo que provoca el pánico, el espanto metafísico o religioso del criminal, es la imposibilidad de confesar sus crímenes). En el fondo del foso, a la orilla de la muralla, Querelle permanecía de pie, apoyado contra un árbol y aislado por la niebla y la noche. Había devuelto la navaja a su bolsillo. Por delante, a la altura de la cintura, sujetaba su gorra del modo siguiente: aplastando con ambas manos la borla contra su vientre. No sonreía. En aquel momento estaba compareciendo ante el tribunal de justicia que se inventaba tras cada asesinato. Una vez cometido el crimen, Querelle había sentido sobre su hombro el peso de la mano de un policía ideal y desde la orilla del cadáver hasta aquel lugar solitario había caminado, siempre pesadamente, abrumado por el destino excepcional que sería el suyo. Cuando hubo recorrido unos cien metros, abandonó la vereda para perderse bajo los árboles, entre las zarzas, en la parte baja de un terraplén, en el foso de las murallas que rodean la ciudad. Tenía la mirada amedrentada, los andares torpes del culpable apresado, pero poseía, no obstante, en su fuero interno la certeza —que le unía bochornosa y amigablemente al policía— de ser un héroe. Andaba sobre un terreno inclinado, cubierto de matorrales de abrojos.

«Esto resbala, Pascuala», pensó. E inmediatamente: «Me hundo, Raimundo. Me vuelvo a la tierra amarilla».

Cuando llegó al fondo de la zanja, Querelle permaneció inmóvil un instante. Una brizna de viento movió e hizo zumbar ligeramente la punta afilada, seca y dura de las yerbas. La sorprendente suavidad de aquel ruido hacía aún más insólita la situación. Caminó en la niebla en sentido opuesto al lugar del crimen. Se oyó de nuevo el rumor de la yerba contra el viento, tan dulce como el ruido del aire en las aletas de la nariz de un atleta, como los andares de un acróbata. Querelle, vestido con un blusón claro de seda azul, avanzaba lentamente, moldeado por aquel tejido color azul cielo, ceñido al talle con un cinturón de cuero tachonado de acero. Sentía la presencia silenciosa de cada uno de sus músculos moviéndose al unísono con todos los demás para instaurar una estatua de silencio ondulante. Iba escoltado por dos policías invisibles, triunfantes y amistosos, llenos de ternura y crueldad hacia su presa. Querelle caminó unos metros más entre la niebla y el rozar de las hierbas. Buscaba un lugar tranquilo, tan retirado como una celda, suficientemente solitario y solemne como para poder convertirse en el escenario de un juicio.

«Con tal de que no me encuentren por las huellas», pensó.

Lamentó no haber caminado hacia atrás, enderezando las hierbas que aplastaba a su paso. Pero se dio cuenta al punto de lo absurdo de su temor, al tiempo que confiaba en que sus pasos serían lo bastante suaves para que, sabiamente, los tallos de hierba se irguieran por sí mismos. Además, no encontrarían el cuerpo hasta más tarde, hacia el amanecer. Siempre hay que esperar a la hora en que los obreros van al trabajo: son ellos los que descubren los crímenes abandonados al borde de las carreteras. No le molestaba la niebla. Tomó conciencia del olor a ciénaga. Se cerraron en torno a él los brazos abiertos de la pestilencia. Querelle seguía avanzando. Por un momento temió todavía que una pareja de enamorados se hubiera adentrado entre los árboles, pero la cosa era poco probable en aquella época del año. Las ramas y la hierba estaban húmedas y el espacio cubierto de hilos de araña cargados de gotitas que, al paso de Querelle, le mojaban el rostro. Durante algunos instantes, ante los maravillados ojos del asesino, la selva se transformó en un prodigio de suavidad, y en una confusión de lianas enmarañadas, doradas por un sol misterioso en el interior de un aire oscuro y claro, de un azul inmensamente lejano, en cuyo vientre se tejía la luz de todos los despertares. Al fin Querelle se halló frente a un árbol de tronco enorme. Se acercó a él, dio un rodeo a su alrededor cautamente y allí escoró, volviendo la espalda al lugar del crimen, donde montaba la guardia un cadáver. Se quitó el gorro y lo sujetó como ya hemos dicho. Adivinó el desorden de las ramas negras y finas que se cernían sobre él, desgarrando la niebla y haciéndole prisionero. Desde el fondo de sí mismo subían hasta su clara conciencia los pormenores del acta de acusación. En el silencio de una sala asfixiante de calor, atestada de miradas y oídos, de bocas humeantes, Querelle distinguió nítidamente la voz trivial y hueca, y por ello más vengadora, del presidente del tribunal:

«Ha degollado usted a su cómplice. Las razones de tal crimen son obvias…» (Aquí la voz del presidente y el presidente mismo se tornaron confusos. Querelle se negaba a ver aquellas razones, a querer desentrañarlas, a encontrarlas en lo más profundo de sí mismo. Disminuyó un poco la atención que estaba prestando al proceso. Se pegó más al árbol. Toda la magnificencia del proceso se le reveló cuando vio ponerse en pie dentro de sí a la acusación pública.)

«¡Exigimos la cabeza de este hombre! ¡La sangre llama a la sangre!»

Querelle comparecía en el banquillo. Arrimado al árbol, continuaba extrayendo de sí mismo más detalles de aquel proceso en el que estaba en juego su cabeza. Se encontraba bien. Entrelazando sus ramas sobre él, el árbol le daba cobijo. Allá lejos Querelle oía el croar de las ranas, pero, en general, todo estaba tan en calma que a su angustia frente al tribunal vino a sumarse la angustia frente a la soledad y el silencio. Aun siendo el crimen su punto de partida (silencio total, silencio hasta la muerte querido por Querelle), se había tendido en torno a él (o, mejor, había surgido de él, siendo la continuación tenue e inmaterial del muerto) aquella red de silencio en la que se encontraba cautivo. Con más intensidad se cobijó en su visión. La concretó. Estaba y no estaba allí. Asistía por fin a la proyección del culpable en la sala de la audiencia. La iba siguiendo y la dirigía. A veces esta prolongada ensoñación activa se veía cruzada por un pensamiento práctico y nítido: «¿Tendré manchas encima?», o: «Si alguien pasa por el camino…», pero de sus labios brotaba una sonrisa muy tenue que ahuyentaba el miedo. Sin embargo, no hay que confiar demasiado en la seguridad de la sonrisa, en su poder de disipar las tinieblas: la sonrisa puede aportar el miedo, primero en vuestros dientes, descarnados por los labios, y engendrar un monstruo cuya jeta tendrá la forma exacta de la sonrisa en vuestra boca; luego hará que el monstruo se desarrolle en vosotros, os revista y os habite, que sea, en fin, tanto más peligroso cuanto que se trata de un fantasma surgido de una sonrisa en la oscuridad. Querelle sonríe apenas. El árbol y la bruma le cobijaban contra la noche y la venganza. Retornó a la audiencia. Soberano al pie de aquel árbol, ordenaba a su doble imaginario actitudes de miedo, de rebeldía, de confianza y de espanto, estremecimientos, palidez. Contaba con la ayuda de los recuerdos de sus lecturas. Sintió necesidad de un incidente en la audiencia. Su abogado se levantó. Querelle quiso por un momento perder el conocimiento, refugiarse en el zumbido de sus oídos. Era preciso demorar el desenlace del proceso. Por fin volvió a entrar el tribunal. Querelle se sintió palidecer.

«El tribunal le condena a la pena capital.»

Todo se desvaneció en torno suyo. El mismo y los árboles se empequeñecieron y fue enorme su sorpresa al saberse pálido y débil frente a esta nueva aventura, la misma sorpresa nuestra cuando nos enteramos de que Weidman no era un gigante cuya frente sobrepasaba las copas de los cedros, sino un joven tímido, de tez macilenta, algo cérea, de un metro setenta, encuadrado por corpulentos policías. A partir de este momento Querelle sólo tuvo conciencia de su terrible desgracia que le certificaba que seguía vivo, y también del zumbido de sus oídos. A fin de cuentas, su manera sencilla de considerar su infelicidad es comparable a la actitud que un día tuvo ante la muerte: los sepultureros habían exhumado el cuerpo de su madre para enterrarla en algún otro barrio del cementerio, Querelle llegó demasiado pronto y se encontró solo frente al ataúd que los obreros habían sacado del agujero. La hierba estaba húmeda, la tierra grasa, el frío muy vivo. Querelle oyó cantar a un pájaro. Se sentó sobre el féretro en que su madre se pudría. El olor emanaba sin incomodarlo desde las tablas mal encajadas. Se mezclaba naturalmente con el olor de la hierba, de la tierra removida, de las flores mojadas. El niño consideró por un instante el noble fenómeno que es la descomposición de un cuerpo adorado: un malestar que va de suyo y entra en el orden del mundo.

Se estremeció. Sentía algo de frío en los hombros, los muslos, los pies. Se hallaba erguido junto al árbol, con el gorro en la mano y el paquete de opio bajo el brazo, protegido por el uniforme de tela gruesa y por el cuello tieso del impermeable. Se puso el gorro. De un modo vago sintió que no había terminado todo. Le faltaba llevar a cabo la última formalidad: su ejecución.

«Tengo que ejecutarme; no hay más remedio.»

Hablamos de «sentir» de igual forma que lo hizo un asesino célebre poco después de su detención, que nada en apariencia dejaba prever, al decirle al juez: «Sentía que estaban a punto de cogerme…». Querelle se sacudió, caminó un poco en línea recta ante sí y, ayudándose con las manos, volvió a subir el terraplén donde la hierba seguía susurrando. Algunas ramas rozaron sus mejillas y manos: fue entonces cuando sintió una profunda tristeza, la nostalgia de las caricias maternas, ya que aquellas ramas espinosas, suaves, aterciopeladas por haberse posado en ellas la niebla, le recordaban el dulce resplandor de un seno de mujer. Instantes después se encontraba en la vereda, luego en la carretera, y hacía su entrada en la ciudad por una puerta diferente a aquella por la que había salido con el marinero. En su costado sentía la falta de algo.

«No deja de tener gracia estar solo.»

Sonreía levemente. Abandonaba tras él, en la niebla y sobre la hierba, cierto objeto, un montoncito de calma y de noche que manaba de un alba invisible y dulce, un objeto sagrado o maldito que aguardaba al pie de la muralla el derecho a entrar en la ciudad tras la expiación, tras un tiempo de purificación y humildad. El cadáver debía de tener aquel rostro insulso tan conocido para él, del que se han borrado todas las arrugas. Con paso largo y ágil, con aquellos andares desenvueltos y oscilantes que, apenas se le divisaba, hacían exclamar: «Es un tipo al que todo le importaba un bledo»
[8]
, Querelle, con el alma serena, se fue derecho a «La Féria».

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