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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (5 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—Tienes sus mismos ojos. ¡Lástima que no seas ella! Pero, ¿qué te pasa? ¿Te estás derritiendo?

Como para evitar que Roger «se derritiese» pegó contra él su vientre, apretando al muchacho contra el muro, al tiempo que su mano libre le sostenía la cabeza encantadora, la mantenía fuera del alcance de un mar soberano, seguro de su poder, fuera del alcance del elemento Gil. Se quedaron inmóviles, gravitando el uno sobre el otro.

—¿Qué le vas a decir?

—Procuraremos que venga mañana…

A pesar de su inexperiencia, Roger comprendió el valor, y casi el sentido de su turbación, cuando oyó su propia voz: estaba demudada.

—¿Y en cuanto a lo que te he dicho? —Voy a intentarlo también. ¿Volvemos, Gil? Recobraron el aplomo. De pronto oyeron el mar. Desde el principio de esta escena se encontraban a la orilla del agua. Por un instante ambos se asustaron de haber estado tan cerca del peligro. Gil sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Roger contempló la belleza de aquel rostro, del que sólo diremos que estaba recogido en unas manos anchas, toscas y empolvadas, cuyo interior quedaba iluminado por una delicada y temblorosa llama.

Como un ramo de lilas, cuentan, el asesino Ménesclou consiguió atraer a la niñita que iba a estrangular. Es con sus cabellos y sus ojos —con su sonrisa toda— con lo que El
(Querelle)
me atrae. ¿Quiere esto decir que voy de cabeza hacia la muerte? ¿Que esos bucles y esos dientes están emponzoñados? ¿Significa acaso que el amor es un antro peligroso? ¿Significa, en fin, que «Él» me arrastra? ¿Y
«para eso»?

A punto de naufragar en Querelle, ¿seré capaz de accionar la sirena de alarma
?

(Si los demás personajes no son capaces del lirismo que utilizamos para reconstruirlos en vuestro interior con la máxima eficacia, el teniente Seblon es el único responsable de aquel lirismo que, por su parte, manifiesta.)

Me gustaría —¡oh, es mi más ardiente deseo!— que bajo esos atavíos de rey «Él» no fuese más que un golfo. ¡Arrojarme a sus pies! ¡Besar sus plantas
!

Con el fin de encontrarlo de nuevo, contando con la ausencia y la emoción del retorno para atreverme a hablarle de «Tú», he fingido partir para un permiso indefinido. Pero no he podido soportarlo. Regreso. Cuando lo vuelvo a ver le doy una orden casi aviesamente
.

Puede permitírselo todo. Escupirme a la cara, tutearme el primero
.

—¡Me está usted tuteando! —le diría
.

El puñetazo que «Él» me asestaría en plena jeta me dejaría oír este susurro de oboe: «Propia es de reyes mi vulgaridad y me concede todos los derechos
».

Con una orden tajante al peluquero de a bordo, el teniente Seblon se hacía cortar el pelo casi al cero con el fin de lograr un aspecto viril; no tanto para salvar las apariencias como para poder tratar de igual a igual (así lo creía) con los buenos mozos. Ignoraba entonces que eso les hacía alejarse de él. Era de complexión vigorosa, ancho de espaldas, pero sentía dentro de sí la presencia de su femineidad, reducida a menudo a las dimensiones de un huevecillo de alionín, del tamaño de una pastilla azul pálido o rosa, pero que se desbordaba otras veces para desparramarse por todo su cuerpo, al que henchía de leche. Tenía conciencia de ello hasta tal punto que se veía a sí mismo corno la encarnación de la debilidad, la fragilidad de una enorme avellana verde, cuyo interior, blanco e insípido, está hecho de una materia que los niños llaman leche. El teniente sabía, y eso le causaba una profunda tristeza, que esta femineidad podía advertirse inmediatamente en sus facciones, en sus ojos, en la punta de sus dedos, acentuar cada uno de sus ademanes llenándolos de blandura. Siempre estaba pendiente de que no le sorprendieran de repente contando los puntos de una imaginaria labor de señoras con una imaginaria aguja de hacer punto. Sin embargo, un día se le vio el plumero en presencia de todos los hombres al pronunciar ante nosotros la frase: «Cojan el fusil», ya que pronunció fusil recalcando la ese con tanta gracia como si todo su cuerpo se estuviera arrodillando ante la tumba de un bello enamorado. Nunca sonreía. Los demás oficiales, sus compañeros, le encontraban severo, algo puritano, pero bajo aquella dureza creían entrever una sorprendente distinción a causa del tono cursi con el que, sin querer, pronunciaba algunas palabras.

¡Qué dicha estrechar entre
mis
brazos un cuerpo tan hermoso aun siendo fuerte y alto! Más fuerte y más alto que el mío
.

Divagación. ¿Lo sería? «Él» baja a tierra todas las noches. Cuando regresa, los bajos de su pantalón de tela azul, ancho y ocultando los pies, a pesar del reglamento, están manchados, quizá de esperma, a lo que hay que añadir el polvo de las carreteras que ha barrido con su bajo galoneado. Nunca he visto un pantalón de marinero más sucio que el suyo. Si le pidiera explicaciones, «Él» sonreiría echándose el gorro hacia atrás
:

«Eso es de los tíos que me hacen pajas. Mientras me la chupan se la menean sobre mi pantalón. Eso son sus descargas. Simplemente

«Él» se mostraría muy orgulloso de ello. Lleva esas manchas con un impudor glorioso: son sus condecoraciones
.

Siendo «La Féria» el menos elegante de los burdeles de Brest, a donde apenas acuden los marinos de la Flota de Guerra, quienes le aportarían un poco de gracia y de frescura, no por eso deja de ser el más ilustre de todos ellos. Es el antro solemne, oro y púrpura, a donde van a desahogarse los soldados de las tropas coloniales, los muchachos de la Marina mercante y de la fluvial, los estibadores. Donde los marineros irían a «joder» o a «follar», los estibadores y los demás decían: «Vamos allí a echar un polvo». Por la noche «La Féria» otorgaba además a la imaginación los goces del crimen fulgurante. Corría el rumor de que tres o cuatro apaches acechaban en los urinarios que, erguidos y envueltos en bruma, montan guardia en la acera de enfrente. La puerta del burdel, entornada a veces, permitía que los acordes del organillo, las virutas azules y las serpentinas de la música se desplegaran en las tinieblas para enroscarse alrededor del cuello y de las muñecas de los obreros que pasaban sin cesar. Pero el día permitía sacar todavía mayor ventaja de esta casucha, sucia, tapiada, gris y devastada por la vergüenza. A la sola vista de su farol y sus persianas echadas se la imaginaba rebosante de ese lujo cálido, hecho de senos, de caderas macizas bajo faldas ajustadas de raso negro, atiborrada de escotes, de vidrios, de espejos, de perfumes, de champán, verdadero sueño del marinero en cuanto pone el pie en el barrio de los burdeles. La puerta llamaba la atención. Consistía en un cuarterón grueso recubierto de hierro y erizado de largas puntas de metal reluciente —tal vez acero— proyectadas contra la calle. Constituía de por sí un misterio tan altivo que respondía a todas las inquietudes de un alma enamorada. Para el estibador o el obrero del puerto aquella puerta era el emblema de la crueldad que acompaña los ritos del amor. En caso de ser una guardiana, debía, sin duda, proteger un tesoro tan grande que sólo dragones insensibles o genios invisibles podían cruzarla sin desgarrarse en sus espinas; a no ser que por sí misma se abriera ante el conjuro de una palabra, de un gesto tuyo, cualquiera que seas, estibador o soldado, que esta noche eres el príncipe afortunado cuya pureza te permite acceder por arte de magia a los reinos prohibidos. Para que lo custodiasen, también era preciso que el tesoro fuese peligroso para el resto del mundo, o tal vez que, debido a su fragilidad, su protección requiriese los mismos medios que se conceden a la protección de las vírgenes. El estibador podía sonreír y bromear ante las afiladas puntas dirigidas contra su pecho; ello no le impedía ser por un instante el violador —con el encanto de una palabra, de una fisonomía, de un gesto, de una virginidad inquieta—. Y en cuanto cruzaba el umbral, si no se empalmaba exactamente, empezaba a sentir en sus calzoncillos la presencia de su sexo, todavía flácido tal vez, pero haciéndose notar ante él, el vencedor de la puerta, mediante una suave contracción hacia lo alto de la verga, que se continuaba en la base, hasta conmover el músculo de la nalga. Dentro del sexo, todavía blando, el estibador experimentaba la presencia de un sexo minúsculo y rígido, algo así como una «noción» de rigidez. Y, con todo, era solemne el instante que transcurría desde la visión de los clavos tachonados hasta el estrépito que causaba el cerrojo al ser echado una vez que el cliente había penetrado. Para Madame Lysiane aquella puerta poseía otras virtudes. Cerrada a cal y canto, convertía a la patrona en una perla oceánica entre los nácares de una ostra capaz de abrir y cerrar la concha a su antojo. De las perlas tenía Madame Lysiane la suavidad, un brillo apagado, que emanaba no tanto de su tez lechosa como de la sedimentación en aquélla de numerosas capas de felicidad tranquila iluminada por la paz interior.

Era de formas redondas, amables y generosas. Habían sido precisos milenios de lento trabajo, numerosas relaciones, mucha usura y un ahorro paciente para alcanzar aquella plenitud. Madame Lysiane estaba convencida de ser la imagen de la fastuosidad misma. La puerta la protegía. Eran sus puertas feroces guardianas, incluso contra el aire. La patrona vivía, pues, según un ritmo muy lento, dentro de un castillo feudal, imagen que acudía con frecuencia a su mente. Era dichosa. De la vida exterior, sólo lo más sutil llegaba hasta ella para cebarla con una manteca exquisita. Era noble, altiva y soberbia. Resguardada del sol y de las estrellas, de los juegos y los sueños —pero nutrida de su propio sol, de sus estrellas, de sus juegos y de sus sueños—, calzaba chinelas de tacón Luis XV; erguida sobre ellas, se desplazaba lentamente entre las putas sin rozarlas, subía escaleras, atravesaba corredores tapizados de cuero dorado, recorría las asombrosas habitaciones y salones que intentaremos describir, resplandecientes de luces y espejos, acolchados, engalanados con flores de tela en búcaros de vidrio y con grabados galantes. Aunque trabajada por el tiempo, era hermosa. Robert era su amante desde hacía unos seis meses.

—¿Lo vas a pagar en dinero contante y sonante?

—Te he dicho que sí.

Querelle se había quedado helado ante la mirada de Mario. Aquella mirada, así como la actitud, eran algo más que indiferentes: glaciales. Para fingir que no le veía, Querelle se obstinaba en mirar directamente a los ojos tan sólo al patrón del burdel. Se sentía al mismo tiempo incómodo por su propia inmovilidad. Recobró un poco de aplomo cuando inició un movimiento de marcha. Un poco de elasticidad accionó ligeramente su cuerpo, al tiempo que pensaba: «Yo soy un marinero. Vivo de una triste soldada. Tengo que arreglármelas de alguna otra manera. No es ninguna deshonra ofrecer mandanga de la buena. No es quién para juzgarme. Aunque sea un 'poli', me la trae floja». Pero sentía que no podía hacer mella en la tranquila calma del patrón, al que apenas lograba interesar en la mercancía ofrecida y menos aún en su propia persona. La inmovilidad y el silencio casi totales en estos tres personajes pesaban sobre cada uno de ellos. Querelle pensó además algo así: «No le he dicho todavía que soy el hermano de Bob. No creo que ni aun así se atreviese a entregarme a la policía». Al mismo tiempo apreciaba la fuerza extraordinaria del patrón y la belleza del «poli». Jamás antes había experimentado la auténtica rivalidad viril, y aunque no podía sorprenderse de la que existía allí frente a aquellos dos hombres —al no reconocer tal turbación por el nombre que la hemos designado—, sufría por vez primera a causa de la indiferencia de los hombres. Añadió:

—¿No habrá un chivatazo, verdad?

Quería dar la impresión de desconfiar del tipo que le estaba mirando sin pestañear, pero no se atrevió a concretar demasiado su desconfianza. Ni siquiera osó señalar a Mario con la mirada.

—Conmigo puedes estar tranquilo. Te aseguro que tendrás tu pasta. Te llegas con los cinco kilos de mandanga y te llevas los cuartos. ¿Entendido? Hale, hombre.

Con un movimiento de cabeza muy lento y casi imperceptible, el patrón le indicó el mostrador en el que estaba apoyado Mario:

—Ese es Mario. No te preocupes. Es de la casa. Sin mover un solo músculo de su rostro, Mario tendió la mano. Era una mano dura, sólida, armada más que adornada de tres sortijas de oro. Querelle era unos pocos centímetros más bajo que Mario. Lo percibió en el momento mismo en que veía aquellos anillos suntuosos, símbolos repentinos de una enorme potencia viril. No había ninguna duda de que el reino de aquel tipo era terrestre. Precipitadamente, con un poco de melancolía, Querelle pensó que también él poseía, en la sentina de proa del aviso fondeado en la rada, lo que necesitaba para equipararse a aquel macho. Este pensamiento le tranquilizó un poco. Pero, ¿era posible que la policía fuera tan bella, tan llena de riquezas? ¿Y que a la fuerza de un fuera de la ley —pues así se complacía en considerar al patrón del burdel— añadiese su propia belleza? Pensó: «¡Un tío de la bofia! ¡Nada más que un tío de la bofia!». Pero tal pensamiento, que desplegaba lentamente sus volutas en Querelle, no le aquietaba y su desprecio cedía el paso a la admiración.

—¡Hola!

La voz de Mario era espléndida, gruesa como sus manos, salvo que no llevaba ningún brillante. Se posaba de plano sobre el rostro de Querelle. Era una voz tosca, encallecida, capaz de remover terrones, paletadas de tierra. Refiriéndose a ella días más tarde, Querelle le decía al policía: «Es como una libra de carne, cuando me la plantas en la jeta…». Querelle esbozó una sonrisa amplia y le tendió la mano, sin una palabra. Al patrón le dijo:

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