Hubiera podido permanecer erguido, agarrándome a la batayola, pues
no
era tan grande el balanceo; pero aproveché rápidamente, con alegría, el movimiento del barco para dejarme derivar, oscilar, siempre en dirección a Él. Conseguí rozarle un codo
.
Un moloso cruel y fiel a su dueño, dispuesto a morderos la carótida, parecía seguirle y meterse a veces entre sus pantorrillas, confundiéndose los costados de la bestia con los músculos de sus muslos, presto a morder, siempre gruñendo y enseñando los colmillos, y tan feroz que uno esperaba el momento en que se lanzaría contra Querelle para arrancarle los cojones
.
Tras estas notas espigadas aquí y allá, aunque no al azar, de un cuaderno íntimo que nos le sugiere, deseamos que se os aparezca con claridad que el marinero Querelle, originario de esa soledad en la que el mismo oficial se hallaba recluido, era un personaje solitario comparable al ángel del Apocalipsis cuyos pies descansan en el mar. De tanto meditar sobre Querelle, de tanto usar en sueños sus más hermosos atributos, sus músculos, sus relieves, sus dientes, su sexo adivinado, para el teniente Seblon el marinero se ha convertido en un ángel (más tarde le llamará, ya lo veremos: «el ángel de la soledad»), es decir, en un ser cada vez más inhumano, cristiano, en torno al cual se despliegan los acordes de una música basada en lo contrario de la armonía o más bien de la música que queda cuando la armonía se ha desgastado, ha sido triturada y en medio de ella este ángel inmenso sigue moviéndose, pausadamente, sin testigos, con los pies sobre el agua, pero con la cabeza —lo que debería ser su cabeza— en la confusión de los rayos de un sol sobrenatural. Cuando un agente secreto se prepara para robarle al enemigo el plan secreto cuyo conocimiento nos salvará, el objetivo que persigue afecta nuestro destino con tanta precisión que quedamos atados a él, suspendidos a su logro, y el objetivo se revela de tanta nobleza que, al pensar en quien lo realizará, el pecho se nos infla de emoción, las lágrimas se escapan de nuestros ojos, mientras él se dedica a su tarea con metódica frialdad. Ensaya técnicas examinando las más eficaces, en suma, va ganando experiencia. Es igual la realización de un acto que debemos guardar en secreto, que conservaremos porque es inconfesable, y que debe cometerse entre las tinieblas de las que será justificación, a veces observamos con gélida lucidez bajo la plena luz el día de nuestra mirada nuestra elección y sus detalles. El teniente Seblon, antes de pisar tierra por primera vez en Brest, cogió un lápiz al azar de su mesita y le sacó punta cuidadosamente. Se lo metió en el bolsillo. Luego, suponiendo que quizá las paredes de pizarra serían demasiado oscuras o demasiado granuladas, llevó varias pegatinas. Ya en tierra, con algún pretexto banal, abandonó a sus camaradas de a bordo, entró en el primer urinario que encontró y, después de abrirse la bragueta, vigilando los accesos cautelosamente, escribió su primer mensaje: «Joven de paso por Brest busca chico guapo con polla bonita». Trató sin éxito de descifrar las inscripciones obscenas. Se indignó por que un lugar tan noble fuese mancillado con graffitis de tendencia política. Volviéndose hacia su propio texto, lo leyó mentalmente, experimentando una turbación tan grande como si lo acabase de descubrir, y lo ilustró con una verga monstruosamente grande, rígida, exagerando la ingenuidad del dibujo. Luego salió con tanta naturalidad como si sólo hubiese orinado. Recorrió así la ciudad de Brest, entrando deliberadamente a cada urinario.
Aunque ellos pretendiesen negarlo, el extraño parecido de los dos hermanos Querelle tan sólo constituía un atractivo para los demás. No se veían sino por la noche, lo más tarde posible, sobre la única cama de una habitación cercana al cuarto donde su madre vivía pobremente. También se encontraban tal vez, aunque a una profundidad tal que no podían percibirlo, en su amor por la madre, y además, qué duda cabe, en sus peleas casi cotidianas. Por la mañana se separaban sin decirse una sola palabra. Como si no se conocieran. A los quince años Querelle sonríe ya con esa sonrisa que le distinguirá durante toda su vida. Ha decidido vivir con los ladrones, cuya jerga domina. Trataremos de tener en cuenta este detalle para comprender bien a Querelle, cuyas representaciones mentales, y hasta sus sentimientos mismos, dependen y se modelan con arreglo a una cierta sintaxis, a una ortografía muy particular. En su lenguaje encontraremos expresiones tales como: «Suelta tus amarras…», «estoy en el cepo…», «mueve el culo…», «no hace falta que se trague su estopa…», «se ha agarrado una insolación en el coco…», «está que se sube por la amura, el tío…», «vamos, muñeca, que llevo dadas ya doce campanadas…», «pasa de eso»
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, etc. Expresiones que no eran articuladas de una manera clara, sino susurradas más bien con voz un poco sorda y como en su interior, sin llegar a percibirlas. Al no ser proyectadas tales expresiones, el lenguaje de Querelle no servía, si podemos decirlo, para iluminarlo con más claridad, para perfilarlo. Por el contrario, parecían entrar por su boca, amontonarse dentro de él, sedimentarse allí, formando un barro espeso desde donde se elevaba de cuando en cuando una burbuja transparente que reventaba delicadamente en sus labios. Le había brotado una palabra de jerga.
En lo relativo a la policía del puerto y de la ciudad, Brest estaba bajo la autoridad del Comisariado, donde en la época de nuestra novela trabajaban, unidos por los lazos de una amistad singular, los inspectores Mario Dugas y Marcellin. Este último era con respecto a Mario más bien una excrecencia (todo el mundo sabe que los policías van por parejas) bastante pesada, penosa, aunque, afortunadamente, relajante a veces. En todo caso, Mario había elegido a otro colaborador, más sutil y más querido, más fácil también de sacrificar si la situación lo requería: Dédé.
Como en cada ciudad de Francia, había en Brest un «Monoprix», lugar favorito de los paseos de Dédé y de muchos marinos que circulaban por entre los mostradores, donde, más que cualquier otra cosa, excitaban su codicia —hasta inducirles a veces a la compra— un par de guantes. Finalmente, los servicios de la Prefectura marítima sustituían en Brest al antiguo Almirantazgo.
«Durante los dos años que pasó en el cuerpo de Marina, su naturaleza indómita, depravada, le hizo acreedor a setenta y seis castigos. A los novatos los cubría de tatuajes, robaba a sus compañeros y se entregaba a actos extraños con los animales
.»
Relación del proceso de Louis Ménesclou, de 20 años de edad. Ejecutado el 7 de septiembre de 1880.
«Seguí, decía, los dramas judiciales, y Ménesclou me envenenó. Soy menos culpable que él, no violé ni despedacé a mi víctima. Mi retrato debe ser superior al suyo porque él ni siquiera llevaba corbata, en cambio yo obtuve el favor de conservar la mía
.»
Declaración al juez de instrucción del asesino Félix Lamaitre, de 14 años de edad (15 de julio de 1881).
«Un hombre avanza, con la cabeza desnuda, el pelo rizado, elegante, vestido con un simple chaleco de seda abierto a pesar del frío. Es joven y fuerte, tiene mirada de desdén, pasa ante uno mirándolo por encima del hombro, seguido de un magnífico perro esquimal. Todos tiemblan ante su mirada. Ese hombre es el austríaco Oscar Reich, Inspector General del Campo de Concentración de Drancy
.»
Cuatro y Tres
, 26 de marzo de 1946.
«Otro soldado que por casualidad había caído boca abajo durante el combate cuando el enemigo alzaba la espada para darle un golpe mortal, le rogó que esperase a que se diese vuelta, por miedo a que su amigo lo viese herido por la espalda
.»
Plutarco,
Del amor
.
«Prevost dijo entre balbuceos
:
—Estoy feliz… muy feliz… ¡Ah! ¡Qué feliz me hace!… que le encuentren manchas de sangre. Son frescas… bastante frescas… ¡muy frescas
!»
Extracto de la vista oral sobre el triple asesinato cometido por el guardián Prevost. Ejecutado el 19 de enero de 1880.
«Talla mediana, cuerpo sano, proporciones que expresaban su fuerza… abundante pelo, ojos pequeños y vivos, mirada de desprecio, rasgos regulares y fisonomía austera, la voz fuerte pero velada, un matiz general de ansiedad… una extrema frialdad en las maneras… Suspicaz, disimulado, tenebroso, supo, sin consejos y sin estudios, guardar impenetrablemente su secreto
.»
Retrato de Saint-Just por Paganel.
Comprado o robado a un marinero, el pantalón azul de hilo le ocultaba los encantadores pies, ahora inmóviles y crispados por un ultimo paso gallardo que hizo retumbar la mesa. Llevaba zapatos de charol negro, resquebrajados, y hasta ellos, naciendo de la cintura, iban rodando los estremecimientos de la tela azul. Su torso se hallaba estrechamente enfundado en un jersey de cuello alto, de lana blanca un poco grasienta. Querelle acercó uno a otro sus labios. Esbozó el gesto de llevarse la colilla a la boca, pero la mano se detuvo en el camino, a la altura del pecho, y la boca permaneció entreabierta. Contempló a Gil y a Roger unidos como por la boca mediante el hilo casi palpable de sus miradas, por el frescor de sus sonrisas, dando la impresión Gil de que cantaba para el chico y Roger, cual monarca coronado de una orgía íntima, de que elegía al joven albañil de dieciocho años al que su canto convertía por una noche en héroe de ventorrillo. Este modo de contemplarlos que tenía el marinero los aislaba. Querelle volvió a tener conciencia de conservar la boca entreabierta. Acentuó, aunque imperceptiblemente, su sonrisa sesgada. Una suave ironía invadió su rostro, luego todo su cuerpo, recostado en la pared, y a aquella postura de abandono le prestó un aire irónico, casi divertido. Desviada al alzar la ceja (la correspondiente al sesgo de su sonrisa), su mirada adoptó una expresión maliciosa para examinar a los dos chicos. Desapareciendo de los labios de Gil, como si éste hubiera devanado todo el ovillo que guardaba en una de sus mejillas, la sonrisa se extinguió en los labios de Roger; pero recobrando segundos después su aliento y su canción, Gil, de pie sobre la mesa, reanudó su sonrisa, que hizo renacer, y alimentó sin pausa, hasta la copla final, la sonrisa de Roger. Ninguno de los dos muchachos había dejado de mirar al otro un solo instante. Gil cantaba. Querelle sostenía con su hombro la pared de la taberna, lomaba conciencia de sí mismo, al medir su mole viviente, la musculatura tumultuosa de su espalda, contra la mole indestructible y negra de la muralla. Aquellos dos mundos de tinieblas luchaban en silencio. Querelle conocía la belleza de su espalda. Ya veremos cómo, días más tarde, se la dedicará en secreto al teniente Seblon. Sin moverse apenas, hacía ondular el oleaje de sus hombros, los confrontaba con la superficie del muro, con las piedras. Era fuerte. Con una mano —hundida la otra en el bolsillo de su impermeable— acercó a sus labios una colilla encendida. Esbozó una leve sonrisa. Robert y los otros dos marineros sólo tenían oídos para la canción. Pero Querelle no dejó de sonreír. Según una expresión muy en boga entre los soldados, Querelle brillaba por su ausencia. Tras haber proyectado un poco de humo en dirección a su pensamiento (como si hubiera querido velarlo o demostrar una dulce insolencia hacia él), sus labios permanecieron ligeramente retraídos sobre sus dientes, cuya dulzura y blancura, atenuada por la noche y por la sombra del labio superior, conocía. Mirando a Gil y a Roger enlazados por sus miradas y sus sonrisas, no podía decidirse a cerrar sus labios entreabiertos, a retraer dentro de sí mismo los dientes, ni su brillo, tan suave que infundía a su difuso pensamiento el mismo reposo que el azul celeste da a nuestros ojos. Tras los dientes, rozando el paladar, movió ligeramente la lengua. Estaba viva. Uno de los marineros empezó a abrocharse el impermeable, a subirse el cuello. Querelle no lograba hacerse a la idea, nunca formulada, de ser un monstruo. Consideraba, miraba su pasado con una sonrisa irónica, asustada y enternecida a la vez, en la medida en que ese pasado se confundía con su propio ser. Un muchacho joven, cuya alma aflora en sus ojos, metamorfoseado en caimán y que no tenga conciencia clara de su hocico, de sus enormes quijadas, podría acaso considerar de este modo su cuerpo agrietado, su cola gigantesca y solemne con la que sacude el agua o la playa o con la que roza a otros monstruos, y que le prolonga con la misma emocionada, nauseabunda e indestructible majestad con que arrastra su cola, adornada de encajes, de blasones, de batallas, de mil crímenes, una emperatriz niña. Conocía el horror de estar solo, presa de un hechizo inmortal en medio del mundo de los vivos. A él solo le había sido concedido el terrible privilegio de percatarse de sus monstruosas concomitancias con los dominios de los grandes ríos cenagosos y las junglas. Tenía miedo a que un resplandor cualquiera surgido del interior de su cuerpo o de su propia conciencia le iluminara, fijara en su caparazón escamoso el reflejo de una forma y le tornara visible ante los hombres, quienes le forzarían a la huida.
Las murallas de Brest, plantadas de árboles en ciertos lugares, forman avenidas que las gentes llaman, por burla tal vez, el Bois de Boulogne. Allí abren sus puertas durante el verano algunas tabernas donde se bebe en mesas de madera hinchadas a fuerza de lluvias y niebla, bajo los árboles o las enramadas. Los marineros se adentraron con una chica bajo los árboles: Querelle aguardó primero a que sus compañeros la jodierán, luego se acercó a ella, tendida en la hierba. Esbozó el gesto de desabrocharse la trabilla del pantalón y de pronto, tras una breve, deliciosa vacilación de sus dedos, se la volvió a ajusfar. Querelle estaba tranquilo. Bastaba un ligero movimiento de la cabeza a derecha o izquierda, y su mejilla se rozaba con el cuello rígido y alzado de su impermeable. Semejante contacto le tranquilizaba. Gracias a él se sentía vestido, maravillosamente vestido.