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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (27 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—Podrías abrirme la cama.

Él doblaba parsimoniosamente la esquina de las sábanas para que su amante pudiera deslizarse en la cama. Madame Lysiane se sentía herida por aquella falta de delicadeza y la herida siempre le parecía dulce, pues le recordaba que había algo que tenía que ser conseguido en una fuerte lucha. Era una mujer valiente y vencida. Su fastuosidad física, las riquezas de su seno y su melena, la opulencia toda de su cuerpo habían sido ya ofrecidas y fácilmente conquistadas en virtud de esa misma opulencia, pues toda opulencia ofrecida es virgen. Pasamos por alto su belleza. La belleza puede suponer una defensa más terrible que las alambradas de espinos: lanza sus dardos y sus manotazos, dispara sus ráfagas, mata a distancia. La opulencia de la carne de Madame Lysiane era la forma exacta de su generosidad. Su piel era blanca y suave. Tendiéndose al instante (a Madame Lysiane no le gustaba la palabra
acostada
, y por respeto a su delicadeza no la emplearemos al referirnos a ella; mancillaríamos una de sus «delicadezas», de sus palabras prohibidas), tendida, pues, contemplaba la habitación. Abarcaba con una mirada lenta y en círculo todas sus riquezas, sin dejar por ello de ver con precisión los detalles: la cómoda, el armario de luna, la coqueta y los dos sillones, los cuadros ovalados de dorados marcos, los jarrones de cristal, la araña. Constituían su ostra y el dulce resplandor del nácar cuya perla regia era ella: el nácar de los rasgos azules, de los espejos biselados, de las cortinas, del papel, de las luces. La perla de sus pechos (y aunque deseándolo, para evocar esta imagen le era preciso adoptar una cara traviesa, una sonrisa picara y llevarse el dedo meñique a la boca) y, estábamos diciendo, la doble perla de su grupa. Era feliz y digna heredera de las que antaño eran denominadas accidentadas, arrodilladas, devoradas, desabrochadas, chicas de escayola, furcias, instantáneas Luis XV, resplandecientes, luminosas, espumosas, numeradas, colgadas, cogollos de los pobres, universales… Cada noche, antes de entregarse plenamente, hasta disolverse, al amor y al sol, Madame Lysiane necesitaba cerciorarse de su riqueza terrestre. Se sentía entonces tranquilizada, al despertarse, de poseer un refugio maravilloso, digno de las curvas de su cuerpo, y una fortuna que le permitiría, al día siguiente, recobrar el amor diseminado entre los pliegues más cálidos de la habitación. Lentamente, como por descuido y como si de una oleada líquida se tratase, deslizaba una de sus piernas entre las dos piernas velludas de Robert. En el extremo de la cama, tres pies —haciendo esfuerzos desesperados para convertirse por un instante en la frente meditabunda de aquel cuerpo enorme en el que cada pie era un rostro de sexo diferente y enemigo—, tres pies se juntaban, se entrelazaban, con la destreza que les permitían sus pobres articulaciones. Robert apagaba su cigarrillo contra el mármol de la mesilla; se volvía hacia Lysiane y la besaba; pero ella, al primer beso, apretándole las sienes entre las manos, le echaba hacia atrás y se ponía a contemplarlo:

—¡Qué guapo eres! ¿Sabes?

Él sonreía. Intentaba besarla de nuevo para no tener que decirle nada. No sabía mirarla sin amor, y aquella torpeza de expresión le daba una apariencia externa de dureza enormemente viril. Al mismo tiempo, la precipitación algo temblorosa, y que se quebraba al llegar a su rostro, del mirar enamorado de su querida le dejaba en plena posesión de su fuerza. «¡Se lo puede permitir!», pensaba ella. Lo que quería decir era: se puede permitir quedarse impasible, es lo suficientemente violento. Y él se quedaba así. Los ardores ya enloquecidos de los hermosos ojos de la mujer iban a estrellarse contra aquellas rocas abruptas y acariciarlas. (Madame Lysiane tenía unos ojos muy bellos.)

—Cariño.

Se precipitaba hacia un nuevo beso. Robert se emocionaba. Despacito, le iba trasmitiendo la paz con la certeza de que todas las riquezas de la habitación seguían siendo suyas, de él; el calor ascendía por su polla. Se empalmó. De ahora en adelante y hasta siempre —hasta el placer— nada podría recordarle lo que había sido, un triste estibador enflaquecido y perezoso, y que podía volver a serlo de nuevo. Hasta la eternidad sería un rey, un césar cebado y vestido con la púrpura de la coronación, con la toga del poder tranquilo y seguro que se opone al jubón del conquistador. Empezaba a empalmarse. Al duro y vibrante contacto, Lysiane daba a su carne dorada la orden de estremecerse.

—¡Qué guapo eres!

Se ponía a esperar entonces todos los preparativos del verdadero trabajo, de aquel instante en que Robert, escarbando bajo las sábanas con su boca que iba como un hocico, que husmeaba en la tierra negra, perfumada y nocturna de las trufas, apartaría los pelos y le haría cosquillas con la punta de la lengua. Aguarda ella aquel instante sin insistir demasiado en sus pensamientos. Pues deseaba permanecer pura para ser superior a las mujeres que tenía bajo su mando. Aunque las alentaba en los demás, no podía permitir las perversiones en lo que le concernía a ella. Debía seguir siendo normal. Sus caderas, pesadas y repletas, eran sus pilares.

Odiaba la inestabilidad de lo inmoral y lo impúdico. Se sentía fuerte por tener unas caderas y unas ancas tan bellas. Estaba segura. La palabra que vamos a utilizar y que un estibador había lanzado a su paso ya no le chocaba, a fuerza de repetírsela: su «prosa». La responsabilidad, la confianza de Madame Lysiane en sí misma residía en su prosa.

Se pegó más a Robert, quien volvió un poco su cuerpo hacia ella, y suave, sencillamente, sin ayudarse con la mano, le metió la polla entre los muslos. Madame Lysiane dio un suspiro. Y, sonriendo, ofreció la noche aterciopelada y sembrada de estrellas que le tapizaba hasta la boca conforme brindaba la blancura de nácar de su carne, sembrada de venas azules. De ordinario se abandonaba, pero desde hacía varios días, y más aún aquella noche, montaba guardia con demasiada precisión el dolor que le causaba el parecido de los dos hermanos. Aunque la inquietud le impedía ser una amante feliz, hizo, sin embargo, un bello ademán fuera de la sábana para apagar la luz.

«Estáis solos en el mundo, por la noche, en la soledad de una explanada inmensa. Vuestra doble estatua se refleja en cada una de sus mitades. Estáis solitarios y vivís en vuestra doble soledad

No podía más. Madame Lysiane se levantó para encender la luz. Robert, sorprendido, se quedó mirándola.

—Dirás lo que quieras, peque… (La torpeza de Robert, su indiferencia hacia las mujeres, hacía que no tuviera interés por el lenguaje, aunque éste fuera sólo cortes, adecuado al sexo. Hablarle con ternura a una mujer, incluso hablarle en femenino, lo hubiera puesto en ridículo a sus ojos)…, peque, pero eres complicada (con todo, flaqueaba al pronunciar la «a» de los adjetivos, y semejante desmayo le avisaba de la presencia de la mujer en el lenguaje), eres complicada. Jo y yo somos así porque somos así. Desde la eternidad…

—A mí me molesta. No tengo por qué ocultarlo.

Era la patrona. Hacía mucho tiempo que aquel parecido la estaba matando, persiguiendo su hermosa carne. Era la patrona. La casa costaba cara. Si Robert era un buen macho —«y que puede permitirse…»—, ella era también una hembra fuerte, fuerte por su dinero, por su autoridad sobre las chicas y por la firmeza de su prosa.

—¡Me fastidia, me fastidia, me fastidia vuestro parecido!

Se dio cuenta de que sus gritos eran tan endebles como los de una mujer de cera.

—No me vas a dar la tabarra. Ya te lo he dicho, que no hay nada que hacer al respecto.

Robert era tajante. Al comienzo de la escena, no entendiendo nada, había pensado que su amante aludía a sentimientos de una gran delicadeza, propios de una mujer distinguida como ella; pero luego, al prolongarse la cosa, se sintió incomodado. Con el alma ajena a las provocaciones, había conservado su frialdad.

—No puedo hacerle nada. Desde que éramos crios ya nos confundían. —Madame Lysiane se hinchó de aire para un suspiro que sería el último. Desde antes de esta frase y gracias a ella, Robert presentía, aunque confusamente, que le iba a causar un dolor terrible, pero sin desearlo a ciencia cierta, y sin embargo, malignamente, con una conciencia clara y cenagosa, acumulaba nuevos detalles para hacer sufrir a su amante y reforzar su posición, al tiempo que se aislaba con Querelle, a quien por segunda vez descubría en lo más profundo de sí mismo. Madame Lysiane rechazaba y provocaba a la vez aquellos detalles. Los estaba esperando. Esperaba otros más monstruosos. Juntos, sin comprenderlo bien, ambos amantes presentían que la curación llegaría al fin cuando todo el mal, como el pus, fuera exprimido de ellos. Su instinto permitió a Robert una frase terrible, en la que se hallaba encerrada la idea de
uno solo
: «Cuando éramos mocosos ya
nos tomaban al uno por el otro
. Teníamos los mismos arreos, los mismos pantalones, las mismas camisas. Idéntica carita. No podíamos separarnos». Odiaba a su hermano —o creía odiarlo—, pero se hundía de lleno en sus relaciones con él, relaciones que al ser remotamente anteriores aparecían como una maleza en la que ambos cuerpos se encontraban pegados y enzarzados. Al mismo tiempo, el temor a que Madame Lysiane descubriera lo que él consideraba el vicio de su hermano, llevaba a Robert a exagerar aquellas relaciones, a consagrarse, con una apariencia cada vez más ingenua, a conferirles un sentido demoníaco.

—¡Estoy harta, Robert! ¡Estoy harta de vuestras guarrerías!

—¿Qué guarrerías? No hay ninguna guarrería. Somos hermanos…

Madame Lysiane se quedó estupefacta de haber pronunciado la palabra guarrería. Era evidente que no había nada malo (en el sentido en que suele decirse: «eso está mal», es decir: «no es limpio») en el hecho de que dos hermanos se pareciesen. Lo malo estaba en aquella operación invisible y realizada ante vuestros ojos, que convierte a dos seres en uno solo (operación que se llama amor cuando ambos seres son disímiles); o que de un solo ser hace dos mediante la magia de un único amor: el suyo (en Madame Lysiane, el equivalente sentimental de este último argumento vaciló al llegar a la palabra «por»…), ¿por Robert o por Querelle? Se quedó desconcertada durante un segundo:

—Sí, vuestras guarrerías. Exactamente, lo he dicho bien, vuestras guarrerías. ¿Crees que me chupo el dedo? Con el tiempo que hace que regento una casa, ¿crees que no sé lo que ocurre en ella? Estoy hasta aquí.

Dirigía este último reproche a Dios, y por encima, más allá de él, a la vida misma, que hería con sus aristas la blancura y el calor de sus carnes y su alma nutridas de leche. Ahora estaba segura, hasta tal punto se amaban, de que habían experimentado la necesidad de un tercer personaje que les haría despegarse al uno del otro, que introduciría una diversificación. Sentía la vergüenza de saberse —aunque no creyese en ello— ese tercer personaje. Las cinco últimas palabras fueron pronunciadas con voz acusadora y lastimera a un tiempo. Estaba suplicando.

—Estáis siempre mirándoos. Yo dejo de existir. ¡No existo en absoluto! ¿Qué es lo que soy? ¿Cuál es mi lugar entre vosotros dos? ¿Eh? ¡Dilo! ¡Dilo! ¿Eh? —Se había puesto a gritar. Sufría por haber gritado tan alto y tan bajo. Su voz se tornaba cada vez más alta y más aguda, aunque velada. Robert la miraba sonriendo.

—¿Te hago reír? Usted, señor, vive en los ojos de su hermano, de su Jo. ¡Ah!, ¿se llama Jo? El señor vive en su hermano…

—No saques las cosas de quicio, Lysiane. No hace falta irlo publicando por ahí.

Ella rechazó las sábanas y saltó de la cama. La habitación hizo sentir su presencia a Robert, dulce y agresiva. Todas las riquezas acudían, se precipitaban a su llamada, pero cada tesoro por separado se alejaba, magullado, arrebatado por una oleada de miseria. Madame Lysiane se erguía blanca y derecha entre los muebles descarnados. Un odio repentino proporcionó a Robert un atisbo de inteligencia. Buscó y halló defectos: su querida era odiosa y ridicula.

—¿Has acabado de chillar?

—Dentro de tu hermano. Vivís cada uno dentro del otro.

La sequedad de la voz de Robert y la dureza súbitamente inhumana de sus ojos remataron la cruel herida. Ella confió en que él llegaría hasta la cólera liberadora que le haría vomitar sobre las sábanas todo el amor por su hermano y su parecido con él.

—Y, lógicamente, no hay sitio para mí. No debo hacerme ilusiones de colarme entre vosotros dos. Me echáis a la calle. Soy demasiado gorda… ¡Oh!…, eso es, ¡soy demasiado gorda!

BOOK: Querelle de Brest
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