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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (31 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—Aquí está, mi teniente.

—Perfecto. No olvide doblar mis ropas.

El oficial no se atrevía a sonreír. Frente a tanta alegría y tanta fuerza, no se atrevía a mostrarse alegre, tan seguro estaba de que un solo momento de abandono frente a Querelle le entregaría por entero a la fiera. Le tenía miedo. Ninguna severidad conseguía ensombrecer aquel cuerpo ni aquella sonrisa. Conocía, sin embargo, su fuerza. Era un poco más alto que el marinero, pero sentía en el interior de su cuerpo la presencia de cierta debilidad. Era algo casi concreto que irradiaba a través de sus músculos ondas de miedo que hinchaban su cuerpo.

—¿Fue usted a tierra ayer?

—Sí, mi teniente. Era día de estribor.

—Podía habérmelo dicho. Le necesitaba. La próxima vez avíseme cuando vaya a bajar a tierra.

—De acuerdo, mi teniente.

El teniente le observaba limpiar el escritorio, doblar las prendas. Buscaba un pretexto para hablarle en tono frío, de manera que la intimidad no pudiera surgir. Ayer noche había penetrado en los camarotes de proa como si tuviera necesidad de él. Esperaba verle volver o salir con su pantalón azul y su marinera. Sólo cinco hombres se levantaron al verlo.

—¿No está por aquí mi asistente?

—No, mi teniente, está en tierra.

—¿Dónde duerme?

Se acercó maquinalmente al coy designado, como si fuera a depositar en él una carta o una simple nota, y dio, también maquinalmente, unos golpecitos a la almohada como si quisiera cuidar el lecho de un durmiente amado en ausencia de éste. Mediante este ademán, más fino, más ligero que una brizna de avena loca, se disipaba su ternura. Salió aún más turbado que al entrar. Allí era donde dormía aquel a cuyo lado no dormiría jamás. Ganó la cubierta superior y se apoyó de codos sobre la borda. Estaba solo en medio de la niebla, frente a la ciudad, libre para imaginarse a Querelle de putas, borracho y divertido, cantando con sesenta y tres chicas, en compañía de otros muchachos, infantes de Marina o estibadores conocidos un cuarto de hora antes. De vez en cuando abandonaba tal vez el café lleno de humo e iba hacia las explanadas de las fortificaciones. Era allí donde manchaba los bajos de su pantalón. El teniente perseguía a Querelle dentro de sí y a la vez fuera de sí. Presenciaba la escena de las manchas del pantalón. Al pasar un día por en medio de un grupo de marineros, uno de los cuales señalaba a Querelle las manchas que deshonraban su pantalón, el teniente le oyó responder con desenfado: —«¡Son mis condecoraciones!» ¡«Sus condecoraciones», «sus escupitajos», sin duda! Ante la ensenada y la tierra, con la fíente helada por la bruma, él imaginaba la historia de Querelle que quizá todos los marineros conocen y aceptan. Ante él Querelle sonreía echando para atrás su boina: «Esas manchas no son nada. Son los tíos que se hacen pajas. Mientras me la chupan los obligo a menearse en mi uniforme. A veces les da vergüenza, pero les obligo. Les hace bien». «¡Quizá me obligue a corrérmela mientras se la chupo!» El rostro y el cuerpo de Querelle se iban desvaneciendo. Desapareció a largas zancadas, orgulloso de su pantalón galonado y de las manchas que llevaba a la altura de las pantorrillas con impudor glorioso. Regresaba al café, bebía vino tinto, cantaba, gritaba y volvía a salir. Varias veces, en otras escalas y también en ésta, el teniente había bajado a tierra para ir a merodear por los barrios frecuentados por los marineros con la esperanza de presenciar los misterios de sus parrandas, de ver entre la batahola humeante y ruidosa el rostro encendido de Querelle. Pero sus galones le obligaban a pasar muy deprisa, echando una única y rápida ojeada. No veía nada; el vaho tornaba opacos los vidrios pero lo que tras ellos adivinaba era, sin duda, harto más emocionante.

La insolencia no es sino nuestra confianza en el propio espíritu, nuestro lenguaje. No siendo la cobardía del teniente Seblon sino un retroceso físico frente a un hombre fuerte, y también la certeza de su derrota, esta cobardía tenía que ser compensada mediante una actitud insolente. Cuando tuvo lugar la escena decisiva (que para ser fieles a la lógica habitual hubiéramos debido situar al final del libro) de su encuentro con Gil en la comisaría, se mostró primero altivo y después insolente con el comisario. Era demasiado evidente que acababa de reconocer a Gil como a su agresor. Si se decidió a negarlo fue por fidelidad al movimiento de ideas «liberado», por el que se estaba dejando arrastrar desde que conocía a Querelle. Este impulso que tardó al principio algún tiempo en nacer, avanzaba ahora con vertiginosa y devastadora rapidez. El teniente estaba más «liberado» que todos los Querelles de la Flota, era el puro entre los puros. Tanto rigor le estaba permitido en cuanto que su cuerpo no estaba involucrado, sino sólo su mente. Al ver a Gil sentado en el banco, con la espalda apoyada en el radiador, Seblon se dio cuenta inmediatamente de lo que se esperaba de él: que abrumase al chiquillo. Pero en su interior se estaba levantando un viento muy suave, a ras de las hierbas: («Una brisa, un céfiro apenas», escribimos en su diario íntimo) que se iba inflando poco a poco, le hinchaba y en oleadas generosas salía por su boca vibrante —por la voz— en palabras tumultuosas.

—Veamos, ¿le reconoce?

—No, señor.

—Disculpe, teniente, comprendo muy bien el sentimiento que le impulsa, pero se trata de la justicia. Por lo demás, no pienso abrumarle en mi informe.

Que el polizonte se estuviera dando cuenta de su generosidad animaba aún más al oficial al sacrificio. Lo exaltaba.

—No entiendo a qué se refiere. Esa misma preocupación por la justicia dicta mi declaración. Y no puedo acusar a un inocente.

De pie junto al escritorio Gil apenas oía. Su cuerpo y su mente se desvanecían en una aurora grisácea en la que percibía estar convirtiéndose.

—¿Cree usted que no lo iba a reconocer? La niebla no era demasiado densa y su rostro estaba tan cerca del mío…

En ese instante quedó dicho todo. Una aguja atravesó el cráneo de los tres hombres, que quedaron unidos por un hilo blanco y sólido: el de la comprensión repentina. Gil volvió la cabeza. El recuerdo de su rostro contra el del oficial iluminó su recuerdo. En cuanto al comisario, un íntimo sentimiento le puso al corriente de la verdad cuando oyó que la voz se alteraba al llegar a las palabras «su rostro». Durante algunos segundos, o tal vez menos, una estrecha complicidad unió a estos tres seres. Sin embargo —y esto sólo resultará extraño a aquellos lectores que no hayan experimentado estos instantes reveladores—, el policía desechó de sí este conocimiento como si se tratara de un peligro para él mismo. Se sobrepuso a él. Lo sepultó bajo el espesor de su reflexión. El teniente proseguía su comedia interior. Se puede decir que la estaba sobrepasando. Ahora se hallaba seguro de su éxito. Se iba uniendo al joven albañil de manera cada vez más mística —y estrecha— cuanto más parecía alejarse de él, no solamente negando su agresión, sino al negar que le defendía por un deseo de generosidad. Al negar su generosidad, el teniente la destruía en sí mismo no dejando subsistir más que una indulgencia hacia el criminal, y más aún una participación moral en el crimen. Aquella culpabilidad tenía finalmente que traicionarle. El teniente Seblon insultó al comisario. Se atrevió a abofetearle. Conocía por sí mismo cuán despreciables farsas se encuentran en el origen de las graves bellezas que constituyen la obra de arte. Estaba alcanzando y sobrepasando a Gil. El mismo mecanismo que había permitido al teniente Seblon negar la agresión de Gil le había hecho, en otros tiempos, mostrarse cobarde y mezquino respecto a Querelle.

«¡Hale, Jules! Escupe o te estrangulo. Combate de judíos. Cinco contra uno.»

Esta última expresión, que a él le encantaba, simbolizaba perfectamente su actitud. Estaba
orgulloso
de no tener nada que temer, de estar bien protegido de todas las represalias en su uniforme de galones. Semejante cobardía es una gran fuerza. Ahora bien, bastaba una ligera torsión para que se enfrentara con otro enemigo (su contrario, en rigor), para que se enfrentara consigo mismo. Cuando castigaba o vejaba a Querelle sin motivo decimos del oficial que era un cobarde. La presencia de una voluntad o fuerza —su fuerza—: es ella lo que le permitirá abandonar la cena sin haber hablado, es esa fuerza (descubierta y cultivada en el centro de su cobardía) la que le permitió insultar al policía. En fin, arrastrado por su aliento generoso, animado por la presencia luminosa del verdadero culpable, acabó acusándose a sí mismo del robo del dinero. Cuando oyó al comisario dar orden a los inspectores de que le detuvieran, Seblon apeló secretamente a su prestigio de oficial de Marina; pero cuando se vio encerrado, en una de las celdas del puesto, convencido de que a bordo el escándalo sería terrible, se sintió feliz.

El rostro de Nono estaba hecho de comas: la curva de las cejas, la sombra de la curva de las aletas nasales, los labios, los bigotes. La suprema fórmula de la estructura de toda su cabeza tenía su esencia en la coma. Dar por el culo a quienes se follasen a su mujer bastaba para darle paz a su alma.

—Sólo se acuesta con enculados, decía él. Enculados por mí. Por el patrón. No debes olvidar eso.

Mario le concedía su indulgencia. La masa física del encargado le cortaba un poco la respiración. En cuanto a Nono, la severidad del policía que se elevaba ante él, agudo, severo, rígido y ágil como la hoja triangular de una bayoneta, lo sostenía con la ferocidad del acero. Después de follarse al chico que deseaba a su mujer, a medida que se desempalmaba, el amor se le iba diluyendo. Con el calzoncillo cayendo sobre sus pantorrillas y el borde de la camisa blanca ligeramente elevado con el dedo para no mancharlo, mostraba su cipote reblandecido y manchado de mierda:

—¿Ya ves lo que haces? Me ensucias la polla. Venga, ponte el calzoncillo y vete a ver a la patrona. Si te he hecho gozar, volverás a gozar con ella.

Cuando el asesinato del armenio, Querelle había desvalijado el cadáver. Es raro que de la idea y del acto de asesinato (aunque su móvil sea el menos crapuloso del mundo) no se desprenda la idea de pillaje. Es raro que un tipo abordado por un pederasta no le desvalije, una vez que lo ha golpeado. No lo golpea para desvalijarlo, sino que lo desvalija
porque le ha golpeado
.

—Es una imbecilidad que no le hayas quitado la pasta al albañil. Te podría haber sido útil.

Querelle aguardó. Vaciló de nuevo. Pronunció las últimas palabras con una ligera timidez de la que él se dio cuenta.

—Pero si no era posible. Había gente en la tasca. Ni siquiera lo pensé.

—Bueno. Pero y el otro, el marinero. Para ése tenías tiempo.

—Palabra, Jo, no he sido yo. Palabra.

—Escucha, Gil, a mí me tiene sin cuidado. No he venido a comerte el coco. Haces bien, incluso, en no decírselo a nadie. Eso demuestra que eres un hombre. Puesto que tú lo dices, yo te creo. Pero en todo caso no vale la pena suprimir a un tipo si no sacas ningún provecho de ello. Hay que convertirse en un verdadero duro. Te lo aseguro yo, pequeño.

—¿No crees que pueda ser un auténtico duro? ¿Verdad?

—Ya veremos.

Querelle se mostraba temeroso todavía. No se atrevía a concretar. Viendo a Gil, podríamos pensar en un joven hindú cuya belleza impidiese ganar el cielo prontamente. Su sonrisa excitante, su mirada lasciva, provocaban en los demás y en sí mismo ideas voluptuosas. Lo mismo que Querelle, Gil había matado por casualidad —por desgracia—; por eso, al marinero le hubiera gustado convertir al chiquillo en alguien igual a él.

—Sería descojonante que por Brest anduviera suelto un pequeño Querelle entre la niebla.

Había que inducir a Gil a que admitiera un asesinato que no había querido, que no había cometido. Querelle va a depositar en una tierra fértil una semilla de Querelle que brotará y crecerá. El marinero percibía
su poder en Gil
. Se sentía lleno como un huevo. Que Gil aprenda a mirar cara a cara un asesinato. Que se habitúe. Lo enojoso es tener que ocultarse. Querelle se levantó.

—No te preocupes, cabecita loca. No es nada del otro mundo. Para empezar no ha estado mal. Adelante. Yo te diré lo que tienes que hacer. Hablaré de ello con Nono.

—¿No le has dicho nada todavía?

—No te preocupes por eso. No puedo llevarte a «La Féria», imagínate. Van por allí demasiados guris. Y además están las mujeres, que a la más mínima se van de la lengua. Tero nos vamos a ocupar del asunto. Y además, de todas maneras, no te equivoques. No creas que la gente del hampa te va a aceptar a causa de tu crimen. Tienes que crearte una reputación en el campo de los atracos, en levantar la pasta. Porque el crimen que has cometido es un crimen de lujo. Pero no te preocupes. Voy a arreglar eso. Hale, hasta la vista, cabecita loca.

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