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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (29 page)

BOOK: Querelle de Brest
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Cuando se hallaba ante Querelle, la mirada de Madame Lysiane se dirigía sin querer a su bragueta. De sobra sabía que no podía penetrar la tela azul oscuro, pero era preciso que sus ojos comprobasen la imposibilidad de hacerlo. Tenía la esperanza de que aquella noche una tela menos rígida perfilaría audazmente el miembro y los cojones, permitiéndole verificar una diferencia profunda entre los dos hermanos. Esperaba además que el miembro del marinero fuera más pequeño que el de Robert. A veces se imaginaba lo contrario y se atrevía a esperarlo.

«Y además, qué más da. Si es él (Robert) quien lo tiene más pequeño será más…» (No le salía la palabra, pero percibía dentro de sí un sentimiento maternal hacia un Robert menos favorecido que su hermano.)

«Se lo haré notar para hacerle rabiar… Pero si se pone triste y me responde con una voz frágil y confiada: 'No es culpa mía', sí me responde una cosa así, el asunto puede ser grave. Quiere decir que se reconoce minusválido y que se pone bajo mis alas porque las suyas están quebradas. ¿Qué voy a hacer? Si le beso en seguida sonriendo como él me ha besado al sacar la cabeza despeinada de debajo de las sábanas, sabrá al fin cuánto dolor puede causar la compasión de un ser al que se ama. ¿Me ama acaso? Yo lo amaré, con más ternura, pero con menos magnificencia.»

Madame Lysiane sentía que aquella voluntad de amar más tiernamente (y voluntad de amar a secas) sería incomparablemente menos embriagadora que la fuerza irresistible que la precipitaría en brazos del más viril de los dos chicos, sobre todo si él tiene el mismo cuerpo, el mismo rostro y la misma voz que el amante herido.

Querelle arrojó su cigarrillo encendido. Ella se encontraba lejos de él, aunque cercana, sin embargo, delicada y blanca, con la mecha humeante, signo fatal de que la guerra está declarada, de que no depende ya de él que se consuma todavía un poco para que el mundo salte por los aires. Querelle no la miraba, pero sabía lo que acababa de arrojar. Se imponía a su conciencia la gravedad de su ademán y le ordenaba —irresistiblemente, pues estaba encendida la mecha— que no se detuviera. Metió la mano en sus bolsillos, abiertos los pies sobre el vientre, «estilo dolor de tripas», y, mirando fija y aviesamente a Mario, frunciendo el ceño y con la boca crispada, pronunció estas palabras:

—¿Qué quieres decir? Sí, tú. ¿Qué quieres decir con eso de si puedes sustituir a Nono?

Mario sintió miedo frente a la serenidad del marinero. Si aceptaba llegar hasta el final de la aventura por él iniciada, sus privilegios de poli no le servirían de nada. Querelle estaba viendo en él simplemente a un poli que trataba de espiarlo. Con habilidad inconsciente Querelle decidió acumular detalles trágicos sobre las sospechas de contrabando e incluso de robos (únicas sospechas que podría haber tenido el poli, siendo asiduo de «La Féria», y dado que tal vez alguna de las mujeres hubiera hablado). Trataba de agrandar este simple hecho con el fin de disimular el asesinato, con el que todo poli —por el simple hecho de serlo— se halla siempre en relación, aunque sólo sea de un modo sutil. Era sobre ese punto sobre el que le resultaba necesario provocar al inspector para defenderse a continuación con brillantez. Querelle se acusaba primero. Trataba de atraer la atención de Mario mediante mil destellos: los acentos sordos de su voz, los dientes apretados, el ojo sombrío, los pliegues de su piel.

—Hombre… Explícate.

Con palabras —éstas, por ejemplo: «Me refería a si tienes chocolate para mí»—, Mario podía haber restablecido la calma; pero la fuerza que sentía dentro de Querelle se le estaba trasmitiendo a él, proporcionándole no más vigor físico, sino una mayor audacia, una mayor firmeza. La actitud de Querelle, aunque le metía miedo por aquella fría decisión que no se esperaba, le comunicaba un valor que él recibía fervorosamente, pues le impedía diluirse en una palabra de retirada, de retroceso.
Querelle reafirmaba al poli
. Con sus ojos fijos en los de Querelle, rompiéndose las finas elevaciones de su voz contra los destellos aún visibles de la voz de Querelle, Mario respondió:

—He dicho lo que has oído.

Querelle no respondió ni actuó de inmediato. Apretando la boca respiró profundamente por la nariz, cuyos tabiques se estremecieron. Mario deseó desesperadamente dar por culo a un tigre furioso. Querelle se concedía algunos segundos para examinar mejor a Mario, para odiarle más y para conferir al mismo tiempo a su actitud física y moral una mayor agilidad con el fin de pelearse mejor. Le resultaba, pues, necesario acumular toda la pasión de que era capaz sobre aquel incidente, nacido de la sospecha de sus robos o de su contrabando, con el fin de que la idea de crimen se extinguiese por sí sola, carente de soporte psíquico, desgastada previamente por sospechas anodinas. Entreabrió la boca, por la que se precipitó un viento torrencial con la plenitud y la exactitud cilindrica de una verga de gran calibre. Exclamó:

—¡Ah!

—Sí.

Querelle hundió su mirada, rígida cual una varilla de paraguas, en Mario:

—Si no te molesta, sal fuera conmigo. Tengo que decirte algo.

—Okey.

Mario rebuscaba las palabras que le acercaban a los maleantes, con los que a menudo le gustaba confundirse. Salieron. Querelle dio en silencio algunos pasos en la noche en dirección opuesta a la ciudad. A su lado, ligeramente detrás, Mario conservaba sus manos en los bolsillos, apretando ya la izquierda sobre un pañuelo hecho una bola.

—¿Vamos a seguir muy lejos?

Querelle se detuvo, mirándole.

—¿Qué quieres de mí?

—No te das cuenta, no.

—¿Tienes pruebas?

—Nono me ha hablado al respecto, eso me basta. Y si te dejas tabicar por Nono no veo por qué yo me voy a quedar a verlas.

Querelle sintió afluirle, desde el más alejado de sus dedos, toda su sangre al corazón. En la oscuridad palidecía hasta volverse transparente. Sólo subsistía la certidumbre de ser, gracias a la esperanza loca que brincaba en él de corazón a corazón hasta sus labios, hasta su barco. El poli no era un poli. Querelle no era ni un asesino ni un ladrón: vivía sin peligros. Abrió la boca para soltar una carcajada, pero se quedó serio. Un enorme suspiro se le precipitaba desde las entrañas a la garganta y presionaba como un tapón de estopa en su boca. Hubiera querido besar a Mario, entregarse a él, gritar y cantar: hizo todo esto, pero en su fuero interno y en el espacio de un segundo.

—¡Ah, sí!…

Tenía la voz tomada. A su juicio tenía la voz; ronca. Se alejó de Mario y dio unos pasos. Se negó a aclararse la voz. La furia del policía frente a él tenía que servir para algo, provocar el desarrollo de otro drama tan necesario —más necesario incluso— que aquél que ya había tenido lugar. Tenía que ser la música solemne que acompaña a la tempestad. Si Mario se había mostrado tan decidido, tan tenso en su severidad estando pensando en algo tan diferente de lo que Querelle había supuesto al principio, ello era evidentemente porque ese algo exigía una tensión así.

—No vale la pena irnos hasta el Polo Norte. Si hay cosas que no te gusta hacer, no tienes más que decirlo.

—Sí, tengo…

El puño de Querelle alcanzó a Mario en plena barbilla. Feliz de poder pelearse (con las manos desnudas), estaba seguro de no tener que vencer más que a aquello que puede ser vencido con los puños y con los pies. Mario paró el segundo golpe y replicó con un directo en plena jeta. Querelle retrocedió. Dudó un instante y saltó luego. Durante algunos minutos ambos hombres lucharon en silencio. Apartándose el uno del otro podían retroceder hasta unos límites donde ya no les sería posible reunirse, pero permanecían a dos metros, observándose, y se precipitaban de golpe para lanzarse a una nueva refriega. Querelle se sentía alegre por estar luchando contra un poli y ahora sabía que este combate, que conducía con soltura —a causa de su juventud y de su agilidad—, podía compararse con los coqueteos que realzan aún más a la chica que se entrega sin dejar de negarse. Sacaba de sí mismo los ademanes más audaces, más duros, más viriles, no con la esperanza de hacerse odioso a Mario, ni para hacerle creer que se había equivocado, sino para que supiera, un poco más tarde, que había vencido a un hombre, que lo había reducido lentamente, que, delicadamente, uno por uno, le había
despojado
de sus atributos de macho. Luchaban. La nobleza, en fin, de las actitudes de Querelle estimulaba en Mario la nobleza. Al principio, habiéndose dado cuenta el policía de que en el combate era menos hermoso, menos desenvuelto que el marinero, había execrado la belleza de éste y su nobleza para no verse obligado a despreciarse a sí mismo por no poseerlas. Quiso demostrarse a sí mismo que era
justamente
contra ellas contra lo que luchaba para vencerlas mejor, y les contrapuso, exaltándolas, su propia vulgaridad y torpeza. En ese momento se ponía muy hermoso. Luchaban. Querelle era el más ágil y seguía siendo el más fuerte. Mario pensó desenfundar su revólver y convertir la muerte de Querelle en un acto de servicio: había intentado detenerlo y el marinero le había amenazado. Ahora bien, una maravillosa flor, perfumada de cielo, sobre la que jugueteaban abejas de oro floreció en él, dejándole ridiculamente acurrucado, negro y triste, con la boca crispada, el pecho jadeante, entrecortado el aliento, torpe y pesado el ademán. Sacó su cuchillo. Más que verlo, Querelle adivinó el cuchillo del policía. Por los ademanes, súbitamente diferentes, más calculadores, más solapados, por la actitud más felina, más trágica al modo clásico del polizonte, Querelle discernía en la persona toda de Mario una decisión irrevocable y conquistada a alto precio, una voluntad de asesinato cuya necesidad —o ni siquiera su gravedad— llegaba a explicarse, pero que adquiría tales proporciones que el enemigo —armado con cuchillo de muelles, siendo así que un polizonte suele protegerse normalmente con un 6-35— se volvía feroz e inhumano (con una ferocidad infernal que ya no guardaba relación con el deseo de pelea, de venganza o de insulto que los había lanzado el uno contra el otro), y Querelle fue presa del miedo. Fue en ese mismo instante cuando adivinó en la palpitante y algo difusa apariencia de Mario la presencia aguda y mortal de una hoja metálica. Pues ella, aunque invisible, podía prestar a la mano encorvada, a la muñeca doblada, aquella soltura, aquella actitud casi abandonada y segura de sí misma, al cuerpo aquel plegamiento de acordeón que se despliega sin moverse —y no se vuelve a replegar— para dar la nota definitiva, a la mirada aquella calma irrevocablemente desesperada. Querelle, aún sin ver el cuchillo, no percibía otra cosa que él mismo, que pasó a ser, de invisible a importantísimo para el desenlace del combate (podía causar dos muertes), monumental. Su hoja era blanca, lechosa y de materia algo fluida. Pues el cuchillo no era peligroso por el hecho de ser cortante, sino por ser el símbolo de la muerte en la noche. Por ser tal símbolo, con poder de matar por el solo hecho de serlo, causábale espanto a Querelle. Era la idea de cuchillo la que engendraba el miedo. Abrió la boca y tuvo la vergüenza adorable y salvadora de oírse decir tartamudeando:

—Me vas a sangrar…

Mario no se movió. Querelle tampoco. Por la idea de sangre que encerraba esta imploración, por la esperanza que permitía, hizo que su sangre empezara a circular. Vacilaba en romper su inmovilidad. Temía, hasta tal punto se sentía ligado a él por una multitud de hilos, que uno solo —y el más ligero bastaba para desencadenar un mecanismo fatal, tan evidente resulta que la fatalidad se asienta en un equilibrio precario—, que uno solo de sus movimientos suscitase un gesto de Mario. Se hallaban en el centro de una masa de niebla en la que un cuchillo, invisible pero firme, estaba agazapado. Querelle no llevaba ningún arma.

Con voz dulce y profunda, tornada de súbito extraordinariamente emotiva, le dijo al Príncipe de la Noche y de los Árboles cercanos:

—Oye, Mario, escucha, estoy completamente solo frente a ti. No tengo defensa.

Habiendo pronunciado en alta voz el nombre de Mario, se sentía Querelle unido a él por una enorme dulzura, por una emoción comparable a la que experimentamos al oír por la noche, tras el tabique de una habitación de hotel, la voz nerviosa de un muchacho que exclama: «¡No seas bestia, sólo tengo diecisiete años!». Toda su esperanza estaba puesta en Mario. Al principio, la frase fue sólo un canto casi tímido, que apenas hacía mella en el silencio y la niebla (siendo más bien la deliciosa vibración de estos), pero que poco a poco iba tomando cuerpo sin dejar de poseer el tono sencillo y concreto de una fórmula trivial inventada por un cómico genial que trata de conjurar la muerte y arroja en el fondo de una memoria atenta una palabra que ignora, leída quizá en un diario robado a un oficial que hablaba con otro oficial, Querelle repitió:

—… No tengo defensa. Ninguna.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Transcurren en el silencio cuatro segundos.

—Puedes hacer lo que quieras, no tengo cuchillo. Si me pinchas, se acabó. No puedo hacer nada…

Mario seguía inmóvil. Se sentía dueño del miedo y de la vida que podía perdonar o interrumpir a su antojo. Dominaba su oficio de polizonte. No disfrutaba mucho de su poder, pues, poco atento a su vida interior, carecía de habilidad para exaltarla. No hacía el menor movimiento por no saber cuál hacer primero, pero, sobre todo, porque se hallaba fascinado ante aquel instante victorioso que tendría que ser destruido por y para quién sabe cuál otro de menor intensidad, de menor dicha tal vez, sin posibilidad de volverse atrás. Una vez realizado, ya no podría elegir. Dentro de sí Mario experimentaba un equilibrio exquisito. Se encontraba por fin en el centro de la libertad. Estaba dispuesto a…, salvo que esta actitud no podía durar mucho tiempo. Descansar sobre el muslo, relajar este o aquel músculo, supondrían ya elegir, es decir, limitarse. Tenía, pues, que conservar su inestabilidad el mayor tiempo posible si no se le cansaban pronto los músculos.

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