Erguida sobre la alfombra, pero con los pies asentados en el suelo, su cuerpo había perdido el cimbreo imponente que le prestaban los zapatos de tacón alto. La anchura de sus caderas había perdido todo sentido, al no sujetar, haciéndoles balancearse, los pesados pliegues de una tela sedosa. Su pecho era menos audaz. Ella se dio cuenta de todo esto al momento, e igualmente de que la cólera sólo puede expresarse en tono trágico, nacido del coturno y desarrollado en su cuerpo prieto del que nada pende. Madame Lysiane sintió añoranza de aquella época en que la mujer era reina. Añoró los corsés, las varillas, las ballenas que ponían el cuerpo rígido prestándole la suficiente solemnidad y ferocidad para dominar las costumbres. Le hubiera gustado tratar de juntar los dos bordes rígidos y flexibles de un corsé rosa, de cuya parte inferior pendieran, azotando sus muslos, cuatro ligas. Pero se encontraba desnuda, con los pies sobre la alfombra. Algo tan monstruoso por su incongruencia como lo siguiente se instaló en ella, desorganizándola y casi desconsolándola: —«¿Tendré que sufrir la vergüenza de saberme un cañón Berta de enormes pies con sandalias en escalera? Pero soy una maga…» Luego su mente quedó al punto interferida por la confusión severa, exacta e indescriptible —incluso ante sus mismos ojos—, de dos cuerpos ágiles y musculosos, a los que se oponía blandamente la mole presta a desmoronarse de su cuerpo demasiado gordo. Se encaramó a sus zapatos cobrando algo de nobleza.
—Robert…, Robert… ¡Oh, Robert, mírame! ¡Soy tu querida! ¡Te amo! ¿No ves que me estoy derritiendo?…
—No puedo decirte nada, qué quieres, haces un drama de todo.
—Pero, cariño, quisiera que fueras tú solo. Si soy tan desgraciada es porque os veo dos. Tengo miedo por ti. Tengo miedo de que no seas libre. Date cuenta.
Se hallaba desnuda, de pie, bajo la araña encendida. En la comisura de la boca, Robert conservaba todavía un pliegue muy tenue, último vestigio, y próximo a extinguirse, de su sonrisa. Su mirada había adoptado un aire de extrema gravedad y atravesaba por entre las dos rodillas de Lysiane para perderse por completo en un horizonte muy lejano.
—¿Por qué has dicho «nuestras guarrerías»? Hace un rato acabas de decir: estoy harta de vuestras guarrerías.
La voz de Robert venía de tan lejos como su mirada; era una voz serena, pero Lysiane, pendiente de las reacciones de su amante, percibió en ella una decidida voluntad de explicaciones geométricas; dentro de aquella voz había un instrumento —más bien un órgano— cuya función consistía en ver. Aquella voz estaba dotada de un ojo decidido a penetrar la noche. Lysiane no respondió:
—¿Eh? Has dicho: ya estoy harta de vuestras guarrerías. ¿Por qué guarrerías?
La voz era serena también; pero a fuerza de serlo al detenerse en la palabra «guarrerías», una extraña emoción se iba apoderando de Robert. Al principio fue bastante confusa. La idea de su hermano no tenía ninguna participación visible en ella, únicamente la idea de guarrerías. Robert no pensaba en nada. Su mirada era demasiado rígida, su cuerpo estaba demasiado inmóvil para poder pensar inteligentemente. No sabía pensar. Pero la lentitud de sus palabras, su calma aparente, aunque recorrida por una imperceptible emoción, la repetición de la palabra «guarrerías», aumentaban aquella turbación, ejercían sobre él el hechizo de una endecha de desgracias cuyo estribillo fuera a buscar la desolación en los parajes más recónditos de nuestra pena. La idea de guarrerías le molestaba, mancillaba su idea de la familia. Pensó doloridamente: «¡Es la familia que se disputa un plato de garbanzos!» con una culpabilidad sin apelación. Se sentía vagamente culpable, pero con una culpabilidad grave, sobre todo por haber admitido a su señora que, durante su infancia, cuando toda su familia, los domingos por ejemplo, salía en grupo, cada uno se prendía una pequeña brizna de mimosa en la camisa o la chaqueta.
—Y a mí, eso me molestaba, pero no quería tirar el ramo, quería parecer orgulloso, así que me lo ponía entre los dientes. Al cabo de veinte metros, me lo había tragado.
—¿Y nadie se dio cuenta nunca? —había preguntado ella.
—Ah, sí, bastante rápido. Nunca me la volvieron a prender.
Temía que ella no recordase su confesión y creyó que así se acusaba de pertenecer a una familia vergonzosa. Lysiane no respondía. De repente había adoptado un aspecto de desamparada, de imbécil. Contemplaba, sin comprenderlo, cómo su amante hablaba desde el fondo de la muerte. Tuvo miedo de perderle. Siempre que se encontraba a solas consigo y especialmente durante sus paseos al atardecer, merodeando en torno a su tesoro, Querelle se sentía poseído por el pensamiento del estibador: «¡Le echa mano al trasero!»
[13]
. Si se paseaba por entre las hierbas, bajo los árboles, entre la niebla, con pie firme y rostro impasible, sabía, sin embargo, que en su interior se estaba llevando a cabo todo un oscuro trabajo en torno a aquella frase. Era violado. Caperucita Roja perdida en el bosque, un rufián más fuerte que él le metía la mano en el cesto de la comida, en su cesdta; florista encantadora, un chiquillo le saqueaba sus claveles, hurgaba riendo en su mercancía, quería robarle su tesoro, al que se iba acercando, y Querelle, en lo más profundo de sí, tenía miedo. La angustia le oprimía el vientre. De este modo, Madame Lysiane veía a Robert asimilar dolorosamente aquella expresión, como una especie de pildora que le estaba disolviendo. Temía que se dejara aniquilar por completo.
—Porque, vamos, has hablado de «guarrerías».
Lentamente, la idea de suciedad se fue precisando en Robert, y esa idea finalmente se confundía con las ideas de semejanza y belleza. Aún penosamente, emergiendo de la imprecisión, la imagen del rostro de Jo apareció ante Robert: era su propio rostro. Con una infinita ternura (que sentía como un ligero vaho sobre los ojos que, sin embargo, no parpadeaban) pensó: «hermano». La imagen permanecía, no inmóvil, pero pasando de una identidad a otra. Era él, luego su hermano. Una dulzura casi desesperada lo invitaba a confundir definitivamente las imágenes, y al mismo tiempo le repugnaba una suerte de náusea espiritual de la que habría querido salir purificado. Siempre a la misma distancia, su mirada subió un poco y se fijó en el coño peludo de Lysiane inmóvil. Robert vio ese vellón claramente, y claramente pensó:
—Su monte, su gran monte.
Pero no abandonó la doble y única imagen de su hermano y él.
—Lo dije así, sin pensarlo. No hay que darle importancia. Soy muy desgraciada, cariño, lo sabes.
La miró, su autoridad de hembra y de patrona había perdido su presa, aflojando sus garras. Su rostro ya no tenía consistencia. Se había quedado reducida a una mujer madura, sin maquillaje y sin belleza, pero rebosante de dulzura, provista para largo tiempo de reservas de ternura, guardadas con dificultad, temblorosas y que podían tan sólo derramarse por la habitación, en primer lugar, sobre los pies de un Robert fascinado, en largas y cálidas olas traspasadas por peces sutiles o burlones. Lysiane estaba tiritando.
—Vuelve dentro de las sábanas.
La escena había muerto. Robert se arrimó contra su amante. No supo por un instante si era su hijo o su amante. Sus labios inmóviles no se apartaban de la mejilla, todavía empolvada, por la que se iban deslizando las lágrimas.
—¡Cuánto te quiero, amor! Eres mi hombre.
El cuchicheó: «Apaga».
Tenía los pies helados. Al extremo de su único cuerpo, constituían el detalle que impide a los amantes sumergirse en una embriaguez mortal. Se arrimó más a ella. Madame Lysiane ardía ya y él se empalmó.
—Soy toda tuya, lo sabes, cariño.
Había tomado una decisión, y para que ésta no fuera vana, inútil, puso Madame Lysiane en su voz toda la entrega de que era capaz. Por fin aquella noche se iba a desgarrar un velo que jamás había cedido. Perdería una auténtica virginidad, sacrificando su pudor a los cuarenta y cinco años, y semejante en esto a las demás vírgenes, osó cometer en aquel instante obscenidades de una audacia inaudita.
—Como tú quieras, cariño.
Con otro suspiro, con el fin de que las frases de entrega fueran, a pesar de todo, cortas y un poco entrecortadas por el aliento, aunque distinguiendo claramente la última palabra, añadió:
—Como prefieras tú.
Su cuerpo efectuó un movimiento imperceptible para deslizarse bajo las sábanas. De ella emergía una emoción sorprendente, dulce y despreciable, trágica. Para mezclar su vida con la vida ridiculamente confusa de los dos hermanos, su amor se había dado cuenta de que él mismo tenía que descender a las épocas más cavernosas, con el fin de retornar a aquel estado indefinido, protoplásmico, larvario, e introducirse mejor entre los dos, mezclándose a continuación con ellos como una clara de huevo con otras claras de huevo. El amor de Madame Lysiane tendría que derretirla. Reducirla a la nada, a cero, destruirle aquella coraza moral que la había convertido en lo que era y le confería su autoridad. Al mismo tiempo se sentía llena de vergüenza (más exactamente, hacía que ella no fuese o sólo fuese vergüenza) y, por ello, deseando agarrarse a un hombre menos monstruoso que aquella única mitad de una doble estatua, a un hombre que respondiera más al macho que sabe ante todo contar dinero sin otras preocupaciones que las derivadas de la existencia práctica, experimentaba una vaga nostalgia de Nono. Viéndose vencida y propuesta para las obras más infames, recobraba con gran alivio una vida más segura, más auténtica, más esencial. Y al momento le abandonaba la esperanza de mezclarse en los amores de los dos hermanos: se deslizaba sólo por su propia felicidad. Con la boca pegada al tendón del cuello de Robert, murmuró:
—Cariño, cariño mío, hago lo que tú quieras.
Robert la estrechó fuertemente; luego aflojó algo su abrazo para permitir que su amante siguiera deslizándose. Ella se deslizó un poco más, despacito. Para ascender en sentido contrario, el cuerpo de Robert se endureció ligeramente. Lysiane siguió descendiendo. Robert subiendo. Y otra vez Lysiane, a la que Robert, tajante, imperioso y apresurado, empujaba con firmeza de los hombros. Ella tragó el esperma. Robert dominó su gemido: era un macho y no estaba dispuesto a «abandonarse» en el goce. Cuando ella hubo sacado su rostro de debajo de las sábanas, el día entraba a través de las cortinas mal ajustadas. Miró a Robert. Se mostraba sereno, indiferente. Por entre los cabellos desordenados delante de su cara, ella le sonrió con una cara tan triste que Robert le dio un beso para consolarla (de lo que ella se dio cuenta y se irritó); luego el se levantó. Entonces percibió con claridad que todo había cambiado: por primera vez en su vida después de haber hecho el amor —dando placer a un macho— no se iba a lavar, no saldría de la cama con su amante para ir al bidet. Quedó turbada por lo insólito de una situación tal: quedarse sola, acostada, al borde de la cama —tener la cama para ella sola—, mientras Robert iba a lavarse. ¿Qué hubiera tenido que lavarse ella? Enjuagarse la boca o hacer gárgaras hubiera resultado risible tras haberse atiborrado. Tuvo la sensación de estar sucia. Vio lavarse la polla a Robert, cubrírsela de espuma en la que desaparecía el glande, enjuagársela, secársela cuidadosamente. Se le ocurrió un pensamiento cómico que no pudo alegrarla:
«Tiene miedo de que mi boca le vaya a envenenar. Es él quien suelta el veneno y soy yo quien le envenena.»
Se sintió sola y vieja. Robert se estaba lavando en el lavabo de porcelana blanca. Sus músculos se movían, le sobresalían en los hombros, en los brazos, en las pantorrillas. El día se iba haciendo cada vez más claro. Madame Lysiane se imaginó el cuerpo de Querelle, a quien con seguridad había visto vestido de marinero. «Es el mismo…, no es posible, debe de haber una parte…, tal vez tenga una polla diferente…» (Ya veremos qué desarrollo adopta esta insinuación.) Se encontraba muy sola, cansada. Robert se volvió tranquilo, sólido en medio de su hermano, en medio de sí mismo. Ella dijo:
—Corre las cortinas…
Deseando decir en primer lugar «querido», una especie de humildad surgida de su sensación de suciedad le ordenó no manchar a aquel hombre ahora tan reluciente, a aquel hombre tan tierno por las revelaciones de la noche y el ablandamiento que trae consigo el placer, no herirle con una intimidad demasiado insultante. Sin darse cuenta del lapsus, Robert abrió las cortinas. Una luz descolorida descompuso la habitación, del mismo modo que se dice de un rostro que está descompuesto, señal de un gran trastorno, por la náusea. Lysiane sintió entonces el sabor de la muerte. Sintió en aquel momento deseos de morir, es decir, de que su brazo izquierdo se convirtiese en una enorme aleta dorsal de tiburón en la cual ella pudiera acurrucarse. Así deseaba el teniente Seblon llevar una pelerina de paño negro para envolverse en ella y poder masturbarse entre sus pliegues. Semejante vestimenta le aislaría, confiriéndole una actitud hierática, misteriosa. Dejaría de tener brazos… Leemos en su cuaderno íntimo:
«Llevar pelerina, una capa. Dejar de tener brazos, y apenas piernas. Volver a ser una larva, un rorro y, a pesar de ello, conservar secretamente todos los miembros. Gracias a esta vestimenta me sentiría arrastrado por una ola, transportado por ella, encerrado en su concavidad. El mundo y sus accidentes se detendrían a mi puerta
.»
Los asesinatos de Querelle y su seguridad en medio de ellos, su calma al ejecutarlos y su tranquilidad entre las tinieblas, habían hecho de él un hombre grave. Interiormente, el desarrollo de sus pensamientos era grave. Estaba Querelle seguro de haber llegado al límite en el peligro, de suerte que nada tenía que temer de una revelación sobre sus costumbres. Nada podían contra él. Nadie podría descubrir sus errores, encontrar, por ejemplo, el sentido de los signos impresos en algunos árboles de las murallas. A veces grababa con cuchillo en la corteza húmeda de una acacia un dibujo muy estilizado con las iniciales de su nombre. Así, en torno al secreto escondrijo donde dormía —como duerme un dragón— su tesoro, se entretejía un encaje cuya vigilancia se debía a la virtud especial que había presidido su fabricación. Querelle velaba por sí mismo doblemente. Volvía a dar un significado a los homenajes degenerados. La oriflama o las ropas de iglesia bordadas eran su homenaje de cada instante. El número de puntos, de hilos, correspondía a un pensamiento ofrecido a la Virgen María. Querelle bordaba en torno a su propio altar un velo protector sobre el que estaban inscritas sus iniciales del mismo modo que sobre los manteles azules se halla bordada en oro la célebre M.