Querelle de Brest (12 page)

Read Querelle de Brest Online

Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

BOOK: Querelle de Brest
5.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

«No deja de ser cierto que el 'paisa' aquel me puso los 'motes' más bonitos de mi vida. Y que fue el más dulce de todos», pensó.

¿Pero qué gestos de dulzura podía hacer? ¿Qué caricias? Sus músculos no sabían de qué lado plegarse para conseguir una curva. Norbert lo aplastó. Lo penetró tranquilamente hasta la base de la verga, justo hasta que su vientre tocó las nalgas de Querelle mientras lo atraía contra sí con sus dos manos terribles y poderosas bajo el vientre del marino cuyo miembro, dejando de reposar aplastado contra el terciopelo de la cama, se elevaba, golpeaba la piel del vientre en el que estaba arraigado y los dedos de Norbert, indiferentes al contacto. Querelle se empalmaba como se empalma un ahorcado. Lentamente, Norbert hizo algunos movimientos apropiados. El calor del interior de Querelle le sorprendía. Penetró todavía más adentro, con sumo cuidado, para sentir mejor su felicidad y su fuerza. Querelle se sorprendía de que le doliese tan poco.

«No me hace daño. No hay nada que objetar. Sabe lo que se trae entre manos.»

Sentía aflorar en él, instalándose allí, una nueva
naturaleza
; tomaba exquisitamente conciencia de que se estaba produciendo una alteración que le convertía en un dao por culo.

«¿Qué contará después? ¡Con tal de que no se vaya de la lengua!», pensó.

Sus pies habían resbalado, su vientre se aplastaba de nuevo contra el borde del diván. Trató de levantar un poco el mentón, de sacar la cara de su envoltorio de terciopelo negro, pero el olor del opio lo adormecía. Vagamente agradecía a Norbert que le protegiera cubriéndole. Le estaba afluyendo una suave ternura hacia su verdugo. Volvió la cabeza un poco, esperando con todo, a pesar de su ansiedad, que Norbert le besase en la boca; pero no consiguió ver el rostro del patrón, quien, no experimentando la menor ternura hacia él, ni siquiera concebía que un hombre besara a otro. Calladamente, con la boca entreabierta, Norbert se afanaba como en un trabajo importante y serio. Estrechaba a Querelle con la misma pasión aparente con que agarra el cadáver de su cría una hembra de animal, actitud por la cual se nos hace evidente lo que es el amor: conciencia de la separación de uno mismo, conciencia de hallarse escindido y de que vuestro mismo yo os contempla. Ambos hombres sólo escuchaban sus propios alientos. Por mucho que Querelle llorase por el despojo que habían abandonado —¿dónde?, ¿al pie de las murallas de Brest?—, sus ojos abiertos en uno de los pliegues huecos del terciopelo permanecieron secos. Le ofreció las nalgas.

«Ahora es cuando voy a traspasarte.»

Levantándose ligeramente sobre sus puños, tensó aún más enérgicamente las nalgas, casi hasta provocar a Norbert, pero éste dedicó todo su vigor a aplastarlo y, de repente, arrancándole la sábana que acababa de ponerse sobre los hombros, le dio una sacudida terrible, una segunda, una tercera, hasta seis, que se espaciaron atenuándose hasta la total postración. Al primer embate, que tan fuerte le aniquilaba, Querelle gimió, dulcemente primero, luego con más fuerza, hasta jadear sin pudor. Una expresión tan viva de su dicha le probaba a Norbert que el marinero no era un hombre, en el sentido de que, en el instante supremo del goce, no tenía el control, el pudor del macho. El asesino experimentó una gran inquietud, apenas formulada:

«¿Será un verdadero soplón?», pensó. Pero en seguida se sintió derribado por todas las fuerzas de policía de Francia: sin lograrlo definitivamente, el rostro de Mario trataba de sustituir al del hombre que le aplastaba. Querelle eyaculó en el terciopelo. Un poco más arriba, hundió blandamente su cabeza, de bucles negros, extrañamente deshechos, desatados, muertos como la hierba de un terrón desenterrado. Norbert ya no se movía. Su mandíbula se abría, se aflojaba, liberando un poco la nuca de tupida hierba que había estado mordiendo. Por fin la mole inmensa del patrón, con infinitas delicadezas, se enderezó. Querelle no había soltado el cinto.

«No te hagas el nuevo, Eobert, les he dado a todos por culo. Me he llenado la verga de mierda, si prefieres decirlo así. Con todos. Todos los que están excepto tú. A ti no te he deseado, ya sabes. Ahora puedo decir que mi mujer se ha acostado con unos empalados. Excepto tú. No sé por qué. Recuerda que no quiero decir que no habrías aceptado, sino que yo tenía la sartén por el mango. Porque los otros eran tan fuertes como tú —no lo digo por molestarte— y no soy de los que se echan atrás. Claro que no. Ni siquiera te lo propuse. No me interesaba. Recuerda que la patrona no sabe nada. Nunca le dije. No vale la pena. Me cago en eso. Lo único seguro es que sólo yo puedo decir que todos fueron enculados. Excepto tú, en cualquier caso.»

Si no Robert, al menos él, el cornudo, acababa de follarse a un chaval que llevaba el rostro en alto, su bello rostro de chico adorado por las mujeres. Nono sentía su fuerza; con una palabra, podía aniquilar la paz de los dos hermanos. Mientras tanto, esta idea, apenas aventurada, había sido ya destruida por la certidumbre de que el cargador y el marinero sacarían de su parecido, de su doble amor, fuerza suficiente para conservar su admirable indiferencia, ya que no veían dónde fallaban ellos mismos, de tanto que su doble belleza se atraía mutuamente.

Alguna vez se le escapaba la femineidad de un gesto demasiado delicado, por ejemplo, la precisa gracia con que deshacía la línea del pelo de un borracho. Pero su poder aplastaba a Querelle sólo con el crujir de sus zapatos sobre el suelo. El peso de su cuerpo los hacía retumbar siguiendo un ritmo pesado y largo. Era imposible no pensar, a causa del mismo ruido y de ese ritmo, que él no aplastaba con cada pie todo un cielo nocturno y sus estrellas.

El descubrimiento del marino asesinado no hizo cundir el pánico, ni siquiera suscitó extrañeza. Los crímenes son en Brest tan raros como en cualquier otra parte, pero a causa de la niebla, de la lluvia, del cielo cerrado y bajo, de la grisalla del granito, del recuerdo de los galeotes, de la presencia a un paso de la ciudad pero fuera de sus muros —y, por ende, más emocionante todavía—, de la cárcel de Bougen, a causa del antiguo presidio, del cordón umbilical pero sólido, que une a los antiguos marinos, almirantes, marineros y pescadores con las regiones tropicales, el ambiente en ella es tan cargado y radiante a un tiempo que nos parece no ya favorable, sino esencial para que brote el crimen. Brotar es la palabra exacta. Nos parece evidente que un cuchillo que desgarra la niebla, que una bala de revólver que la horada a la altura de un hombre hagan reventar un odre y correr la sangre a lo largo de las paredes y en el interior de ese muro vaporoso. Dondequiera que se golpee, la niebla queda herida y estalla en estrellas de sangre. Dondequiera que avance la mano (al instante tan alejada de vuestro cuerpo, que ya no os pertenece) invisible, solitaria y anónima, el dorso de las falanges rozará —o los dedos empuñarán fuertemente— el miembro duro y vibrante, desnudo, cálido, liberado de las ropas, de un estibador o un marinero que espera, ardiente y helado, transparente y erecto, para lanzar en el espesor de la niebla un chorro de esperma. (¡Qué rumores tan perturbadores: la sangre, el semen, las lágrimas!) Vuestro rostro se encuentra tan cerca de otro invisible que percibís ya el arrebol de su emoción. Todos los rostros son hermosos, suavizados, purificados por la imprecisión, aterciopelados por las imperceptibles gotitas posadas sobre las mejillas y las orejas pero los cuerpos se espesan, aumentan de peso y adquieren una fuerza extraordinaria. Bajo los pantalones de tela azul (añadamos, para aumentar nuestra emoción, que los estibadores suelen llevar además un pantalón de tela roja semejante, en cuanto al color, al calzón de los galeotes), remendado y tenue, los estibadores y los obreros del puerto se ponen generalmente debajo otro que confiere al primero la pesadez marmórea de los ropajes de las estatuas —y aún os turbareis más, quizás, al saber que la verga con la que vuestra mano choca ha logrado atravesar tantas telas, que se ha necesitado tanto esmero para que los dedos gruesos y sucios desabrocharan las dos hileras de ojales y prepararan vuestra alegría— y esas dobles vestimentas hacen más sólido el pilar sobre el que se sustenta el hombre, con la imprecisión que la bruma les añade.

El cuerpo fue transportado al depósito de cadáveres del hospital de la Marina. La autopsia no aportó nada. Se le enterró dos días más tarde. El prefecto marítimo —Almirante de D… del M…— dio órdenes a la policía judicial para que abriera una investigación seria y secreta de la que se le mantuviera al tanto todos los días. Temía un escándalo que salpicase a la Marina entera. Provistos de linternas, los inspectores registraron las zarzas, la maleza, la hierba de las zanjas. Rebuscaron minuciosamente en cada montón de basura. Pasaron cerca del árbol donde Querelle había procedido a su propia condena. No descubrieron nada: ni cuchillo, ni rastro de pasos, ni jirones de chaqueta, ni cabellos rubios. Nada más el mechero corriente que Querelle había ofrecido al joven marino, sobre la hierba del camino, al lado del muerto. Los policías no se atrevían a asegurar si aquel objeto pertenecía al asesino o al asesinado. La investigación practicada al respecto a bordo del «Vengador» no aportó nada nuevo. Ahora bien, aquel mechero lo había recogido Querelle, casi maquinalmente, la víspera del crimen entre las botellas y los vasos de la mesa sobre la que cantaba Gil Turko, a quien pertenecía. Se lo había dado Théo.

Habiéndose cometido el crimen en los bosquecillos de las murallas, la policía pensó que tal vez el autor era un pederasta. Tendría que sorprendernos el hecho de que la policía aceptara con tanta facilidad recurrir a la pederastía sabiendo el horror con que la sociedad aparta de sí cualquier idea que la ponga en contacto con ésta. Ahora bien, si una vez cometido el crimen la policía propone en primer lugar y francamente este móvil: intereses de dinero o drama pasional, cuando uno de los actores es o fue marinero, es que en realidad está pensando: perversión sexual. Se apodera de esta idea con una precipitación casi dolorosa. La policía es a la sociedad lo que el ensueño a la actividad cotidiana; lo que la sociedad bien educada se prohibe a sí misma, en cuanto puede, autoriza a la policía para que lo evoque. De ahí procede tal vez el sentimiento de asco y atracción entremezclados que experimenta respecto a ella. Encargándose de hacer aflorar los sueños, la policía los retiene en sus mallas. Así nos explicamos que los policías se parezcan tanto a aquellos a quienes persiguen. Pues sería falso creer que es para engañarlos mejor, para despistarlos y vencerlos, por lo que los inspectores se confunden también con sus presas. Si examinamos atentamente el comportamiento íntimo de Mario, encontraremos en primer lugar sus frecuentes visitas al burdel y su amistad con el patrón. Sin duda, encuentra en Norbert un confidente que constituye en cierto modo un lazo de unión entre la sociedad confesable y una actividad sospechosa; pero también adquiere —si no los tenía— con asombrosa facilidad los modales y la jerga de los maleantes; modales y lenguaje que exagera en el peligro. Finalmente, su voluntad de amar con amores culpables a Dédé nos sirve de indicación: ese amor le aparta de la policía, donde hay que observar una pureza total. (Estas proposiciones son aparentemente contradictorias. Ya veremos cómo se resuelven en la realidad de los hechos.) Abrumada de tareas que nos negamos a confesarnos, la policía es maldita, y aún lo es más la policía secreta, que en el centro de los uniformes azules oscuros de los guardias (y protegida por ellos) se nos presenta con la delicadeza de los piojos traslúcidos, pequeñas joyas frágiles, fácilmente aplastadas por la uña, y cuyo cuerpo es azul por haberse nutrido del azul oscuro de un jersey. Tal maldición le permite entregarse frenéticamente a estas tareas. En cuanto tiene ocasión, la policía se lanza sobre la idea de pederastía, cuyo misterio, afortunadamente, es incapaz de desentrañar. Los inspectores comprendieron de manera confusa que el asesinato de un marinero junto a las murallas no entraba en el orden de las cosas: lo normal hubiese sido descubrir a una «loca» asesinada, abandonada sobre la hierba y despojada de dinero y joyas. En lugar de esto habían encontrado a un asesino natural, con todo su dinero en los bolsillos. Esta anomalía, qué duda cabe, turbaba un poco a los policías, obstaculizaba el desarrollo de su pensamiento, pero no les importunaba en exceso. Mario no había sido encargado en especial de la investigación. Al principio apenas participó en ella, con muy escaso interés, pues le preocupaba más el peligro que corría ante la liberación de Tony. Pero aunque se hubiese interesado por el crimen, ni más ni menos que cualquier otro, no hubiese sido capaz de explicárselo por un drama entre invertidos. En efecto, ni Mario ni ningún otro héroe de este libro es pederasta (excepto el teniente Seblon, pero Seblon no está
dentro
del libro), y para él hay: los que se dejan dar y pagan por ello y son «locas» y los demás. Súbitamente Mario se apoderó de la investigación. Quiso desafiar el complot que creía estrechamente organizado, trabado, dispuesto a asfixiarlo. Dédé había vuelto sin saber nada concreto; no obstante, Mario estaba seguro del riesgo que corría: se dedicó a salir más, exponiéndose con la loca idea de que a fuerza de rapidez y agilidad despistaría a la muerte, y de que, incluso muerto, la muerte no haría más que atravesarlo. Su valentía consistía en deslumhrar al peligro. En todo caso, secretamente, se reservaba el derecho a pactar con el enemigo según un procedimiento que descubriremos en su momento: Mario sólo esperaba la ocasión. También en esto se va a mostrar valiente. Los policías buscaron entre las «locas» reconocidas. No hay muchas en Brest. A pesar de ser un gran puerto de guerra, Brest sigue siendo una pequeña ciudad de provincias. Los pederastas confesos —confesos a sus propios ojos— se ocultan en ella admirablemente. Se trata de apacibles burgueses de aspecto irreprochable, aún si andan corroídos todo el día por el tímido deseo de una polla. Ningún poli podía imaginar que el asesinato descubierto cerca de las murallas era el desenlace violento e inevitable en cuanto al momento y al lugar de los amores que se desarrollaban a bordo de un sólido y leal navio de guerra. Sin duda, la policía conoce la fama mundial de «La Féria», pero la reputación del patrón parece intachable: no se conoce a clientes, estibadores o de otro tipo que hayan jodido con él o con los que él haya jodido. Esa fama es más que una leyenda. Pero Mario no va a tenerla en cuenta hasta más tarde, cuando Norbert le confiese, medio en broma, sus relaciones con Querelle. Al día siguiente de aquella famosa noche, cuando subió a cubierta desde la bodega, Querelle estaba enteramente negro; un espeso aunque suave polvo de carbón le cubría el pelo, se lo ponía más tieso, petrificaba sus bucles, le empolvaba el rostro, el torso desnudo, el tejido de su pantalón de tela azul y sus pies descalzos. Cruzó la cubierta para situarse en el puesto de popa.

Other books

Skyland by Aelius Blythe
The Serpent Papers by Jessica Cornwell
FlavorfulSeductions by Patti Shenberger
Null-A Three by A.E. van Vogt
Death Comes to Kurland Hall by Catherine Lloyd